POLVOS DE DESPEDIDA

 

Por Tura Varla

 Habían pasado dos semanas desde mi ruptura con Señor Pedante. Para pasar el mal trago (la culpabilidad de dejar a un hombre es un infierno por mucha justificación que le encuentres), me fui unos días a casa de mi amiga Rebeca, a comer helado de tarta de queso con fresas y a despotricar sobre los hombres. A ella nunca le gustó Pedante, lo cual era una ventaja. Pero quizá en el momento en el que más nos reíamos, a él le dio por llamar.

-Esteee… bueno… quería saber si podríamos vernos.

Accedí sin mucha convicción, la verdad. La razón por la que le dejé es que no permitía nada de mi vida que no fuese él mismo. Vivía con un miedo constante a mis amigos, mis presentaciones de libros, mis cenas y mis encuentros semanales con Malena, una de mis mejores amigas. Lo que más miedo me daba de nuestro reencuentro era que intentase fiscalizarme la vida de nuevo, controlarme.

 

-No quiere eso –Me dijo Rebeca-. Lo que quiere es un polvo de despedida.

-¿Tú crees?

-Estoy segura. Pero no accedas, por mucho que te apetezca, porque luego te llorará para que vuelvas con él, utilizándolo como chantaje.

Polvo de despedida, dícese de ese último polvo que te pide el hombre al que has dejado, con el supuesto fin de tener algo bueno que recordar, pero que siempre tiene alguna intención oculta. Porque de ser así, ¿por qué sexo?, quiero decir, una expareja puede hacer muchas cosas buenas para recordar: ir al cine, a cenar como buenos amigos… sin embargo al ser sexo lo que se demanda, ¿en qué te conviertes tú?, ¿en una especie de consolador? ¿No sería mucho más útil que alguien inventara consoladores para corazones rotos? Desde luego que no accedería. Haberlo hecho, para mí, hubiese significado reducir todos los recuerdos de nuestra relación a ese último polvo. Y eso me haría quedar a mis propios ojos como un trozo de carne.

¿De verdad los hombres y las mujeres vemos las cosas de tan diferente forma? Quiero decir, si un hombre echa un polvo de despedida, tiene después un buen recuerdo, incluso utiliza el poder que eso le da para pedir una nueva oportunidad. Sin embargo, lo más fácil es que una mujer se sienta utilizada.

Valentina me preguntó si no sería capaz de abstraerme y simplemente disfrutarlo por última vez. Lo cierto es que Señor Pedante y yo sólo nos llevábamos bien en la cama, y hasta me pareció una idea atractiva. Pero sabía perfectamente que Rebeca tenía razón, que él lo utilizaría como chantaje. Le conocía lo bastante. Sin embargo aún cabía la posibilidad de que no quisiera más que tomarse unas copas conmigo y hablar de proyectos. Y con esa esperanza fijé la cita para la siguiente tarde a las ocho.

Las ocho es una hora que está bien, no es aséptica como la hora de comer, ni es una cena, lo que sonaría a cita. Es una hora cordial.

Las cuatro cervezas que me tomé con Señor Pedante me sentaron muy bien. Y eso que cuatro cervezas para alguien que, como yo, no bebe con asiduidad, son demasiadas cervezas. Nos reímos juntos, recordamos anécdotas del seminario de poesía del 70, donde nos conocimos, comentamos los apuntes de nuestras nuevas novelas respectivas y le hablé de mi interés en escribir artículos sobre el amor y el sexo en la ciudad actual. Él fingió interés, aunque yo supe inmediatamente que no le gustaba la idea, pagué yo para no variar, y cuando salíamos por la puerta, dejó caer la bomba.

-Dame una última noche.

Y yo que estaba tan contenta porque pensaba que Rebeca se había equivocado… De pronto vi lo que dicen que ven los moribundos, el túnel con la luz al fondo y la voz de Rebeca diciéndome: “¡No te metas!”, y me vi a mí misma en la cama con Pedante, boca arriba, sudorosa, satisfecha y con remordimientos, y me imaginé el diseño perfecto para el consolador de corazones rotos, y a Valentina riéndose de mí por no ser capaz de abstraerme y pensar como un tío.

Pedante me miró a los ojos, yo miré a los ojos de Pedante, y le dije:

-No me hagas esto, por lo que más quieras.

El suplicó, lloró, se humilló, y yo le miraba como si estuviese viendo una película, como si no pudiese creerme que eso me pasara a mí. Y luego me enfadé y le grité en mitad de la calle que si me había tomado por su muñeca hinchable. Naturalmente el no comprendió nada, pero yo me sentí muy orgullosa de mí misma exactamente dos semanas. El tiempo que tardé en echar de menos el sexo.

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