MI LIBRERIA FAVORITA

Por Rafael Caunedo

Mi librería favorita está en una calle de poco tráfico, lo que le da un aire rural a pesar de estar en el centro de la ciudad. Su escaparate se exhibe con dignidad en una acera generosa a la sombra de un árbol grande y bienhechor a cuyo cuidado suelo dejar la bicicleta con toda tranquilidad. La puerta de madera avisa de la entrada del visitante con un leve chirrido de bisagra, el mismo durante años, que ningún aceite vivificador se presta a acallar. Curiosamente, al entrar huele a café, lo que más que despistar, siempre me estimula para que la búsqueda sea más tranquila y acertada. Una cafetera expreso se ofrece a todo aquel que conoce el secreto.

Es mi librería favorita un espacio en el que el jazz de Thelonious Monk forma parte de la decoración, una decoración pretendidamente sobrecargada en la que la madera es la única protagonista. Son muebles en los que se ve el trabajo de buenos carpinteros, esmerados en fabricar soporte para mucho peso, la mayoría de ellos considerados como antigüedades gracias a una pátina de historia que cubre su barniz. Libros en sus estantes colocados por orden alfabético, el más democrático de los órdenes, con los lomos cubriendo gran parte de las paredes; no todas, pero sí muchas. Cuadros y grabados enmarcados con gusto antiguo rellenan los espacios verticales para hacer que tan sólo parte de un zócalo de madera oscura y un fondo entelado de cuadros escoceses quede al descubierto. Todo es oscuro en mi librería favorita, o esa es la intención que le quiere dar su propietario, una oscuridad engañosa que convierte la agresividad de la luz solar en agradable y relajante semipenumbra. Ni un solo foco, y mucho menos un halógeno o fluorescente. Aquel ambiente como de otro siglo lo consigue con luces indirectas todas ellas provenientes de lámparas con pantallas de pergamino distribuidas con criterio acertado por toda la librería. Son luces sepia, nada de blanco, con lo que el efecto evocador es aún mayor.

Fotografía: Thomas Lohnes

Ni un paso, ni un arrastrar de sillas, nada se oye sobre esas alfombras de colores sosegados que representan flores y jarrones. Todo queda amortiguado sobre ellas, atrapado entre sus hilos, como queriendo aportar razones para que esta sea definitivamente mi librería favorita. Hay en ella además varias butacas, blandas y cómodas, de las que te abrazan como una madre, en las que el visitante se sienta a leer antes de comprar. De igual modo, mesas bajas, pequeñas y con formatos diferentes, sirven de apoyo para cafés, tés, libros y velas. Nada fuera de eso aceptan las mesas, temerosas y asustadizas ante impertinentes tonos de móviles.

En mi librería favorita hay un cartel a la entrada en el que se pide que se hable en susurros: ‘Por favor, susurre’, y nadie se atreve a contradecirlo. Fue idea del librero, de la que se siente especialmente orgulloso. Él suele estar trabajando en su mesa, un modelo robusto de 1903 traída desde Edimburgo. No da la sensación de estar revisando albaranes o comprobando balances, sino más bien parece estar encadenando versos, o escribiendo el capítulo de alguna novela. Es un tipo de mediana edad con el que nunca hay problemas para encontrar asesoramiento, siempre dispuesto a la charla y a la recomendación literaria, de cuyo gusto y criterio suelo fiarme sin ningún problema.

En mi librería favorita no hay mesas de novedades, no hay distinción ni predominio; allí todos los libros tienen su sitio en función de la inicial del apellido de su autor, sin apreciaciones marquetinianas. La distribución por estantes y anaqueles está estéticamente equilibrada lo que confiere a la tienda una efecto ficticio, como de decorado, del que me confieso subyugado.

Mi librería favorita es un reducto de paz en la locura de la ciudad. Es un lugar con el que sueño. Mi librería favorita no existe salvo en mi imaginación. La tengo aquí metida desde hace muchos años y tal vez llegue un momento en que se convierta en realidad. ¿Algún voluntario para ser mi socio?

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