Ir sola a la boda de una amiga (Introducción)

 

Por Tura Varla

Se acercaba la boda de Ceci y yo, en aquellos momentos, me encontraba en esa situación desesperada que muchas mujeres a cierta edad tememos: no tenía con quién ir. Ceci era una de esas amigas de toda la vida, lo que significa que te encontrarás en la boda con las amigas del colegio, las compañeras de instituto y toda esa gente que siempre odiaste, temiste o quisiste, pero con la que, a pesar de no tener ya nada en común, quieres quedar bien. Y quedar bien no en plan simpático, sino en plan: por dios que a ellos les vaya peor.

Es extraño porque el hecho de haber ido a un instituto femenino complicaba las cosas. No resultaba importante que me hubiera convertido en una mujer independiente, fuerte, con éxito, dinero, casa propia, etc… ya entonces sabía que lo único relevante para aquella panda, sería que no iba acompañada a la boda. Mi éxito profesional quedaría reducido a un minúsculo incidente en comparación con sus flamantes novios, maridos, o proyectos de maridos. Mi única esperanza era Valentina, a la que ya había llamado para saber si había lista de bodas.

Por casualidades de la vida, Valentina, comercial de un grupo editorial bastante importante y por lo tanto conocida mía, era amiga del novio. Toda mi esperanza residía en que aquella mujer frívola, cuasi anoréxica y al mismo tiempo culta (lo que desorientaba a sus pretendientes uno tras otro), fuera sola también. Así que la llamé. Su respuesta me dejó anonadada:

-Lo siento, llevo un más uno.

¿Lo siento? Casi me ofendo, pero supe contenerme a tiempo. ¿Por qué cuando llevas pareja a una boda sientes una especie de lástima asquerosa por la que no la lleva? Resoplé. En fin, al final ella se sentaría con los amigos del novio y yo con los de la novia, no podría hacerme de colchón en mi propia mesa.

Sin embargo y por muy triste o patético que suene, valoré la posibilidad de llevar a Perfecto, de recuperar del armario de la ropa de invierno a Pedante y hasta de llamar a Posmoderno, con el

que me había pegado un par de revolcones menos surrealistas que el primero, una vez por semana las dos semanas anteriores. Ninguno me pareció lo bastante bueno para la ocasión. Posmoderno podría hacer cualquier cosa que mis compañeras de mesa no comprendieran y me mirarían como si me estuviese acostando con un drogadicto. Pedante podría decir cualquier cosa que no comprendieran, y entonces me mirarían como si me estuviese acostando con un extraterrestre. Y Perfecto parecía la mejor opción, pero corríamos el riesgo de que en uno de esos ataques de sinceridad que le caracterizaban, soltase que salía con una modelo sueca y me dejara en ridículo. Así que sí, decidí ir sola.

Creo que no merece la pena centrarme en la ceremonia, porque al fin y al cabo todas las bodas se parecen, siempre lloran los mismos y cada uno puede desentenderse de los demás sin demasiado esfuerzo. El problema, por supuesto, es el banquete. Ceci, que cuando la conocí no era tonta, había decidido al repartir las mesas que me sentaría con las tres chicas con las que mejor nos llevábamos en el instituto, esas con las que salíamos en panda y de las que juramos seríamos siempre amigas. Por supuesto debía hacer una media de cinco años que no veía a ninguna.

Así que allí estaba yo, con Antigua Mujer Independiente, Antigua Sexualidad Desbocada, Antigua Fiestera, sus respectivos y una silla vacía a mi lado que un camarero casi sonrojado se prestó a retirar.

-¿Le retiro el servicio?

-No, déjelo, venir con el hombre invisible es lo que tiene…

-¿Disculpe?

-Nada, hombre, nada.

Primero los besos, los cuánto tiempo hace, los qué es de tu vida y yo hablando de mi trabajo y ellas enseñándome anillos con diamantes y luego lo peor.

-¿Has venido sola?

Antigua fiestera hace la pregunta de forma inocente, pero ya ha clavado la estaca.

-Sí, sigo soltera, ya veis.

Y es entonces, en ese preciso instante, en el que no importa que gane un buen sueldo, que haya conseguido el trabajo que siempre quise, que lleve el mejor vestido y sea la única que no necesita una dieta o empezar tratamientos faciales si quiere conservar el cutis terso: las chicas con las que te emborrachabas en el instituto, te tienen pena.

Intentan disimular, pero entre ellas se dirigen miradas de “ya lo sabía” y después de “es que quién la va a aguantar, con ese carácter”, y por último agarran las manos de sus prometidos como si yo, en un ataque de desesperación, me los fuera a intentar tirar encima de la mesa. Mientras se sientan y no se sientan, busco con la mirada la mesa de los amigos del novio y localizo a Valentina con cara de “la que te espera, guapa” y, lo peor, veo que uno de los amigos del novio también ha ido solo. Lo que significa varias opciones igual de inquietantes:

a) Que pensando que nos hacen un favor, las amigas de la novia y parejas y los amigos del novio y parejas, se pongan de acuerdo en intentar emparejar al tímido informático (suele ser informático) despeinado y mal vestido, con la amiga de la novia independiente con traje caro y un cierto olor a peluquería reciente que jamás lo miraría, pensando que les hacen un favor a los dos  con la idea, a mi modo de entender ofensiva, de que él necesita tirarse a una tía buena y yo voy a estar tan desesperada que voy a aceptar encantada a ejercer de muñeca hinchable.

b) Que el Informático de la mesa de al lado decida emborracharse porque no aguanta en lo que se han convertido sus colegas de farra al emparejarse y piense que la tía de las piernas largas que está sola en la mesa de las amigas de la novia necesita consuelo, porque por supuesto las mujeres siempre necesitamos consuelo cuando una amiga se casa y nosotras no, y se pegue a mis faldas el resto de la tarde babeando y manchándome el vestido.

En cualquiera de los casos, alguien sale humillado cuando no los dos miembros de la ecuación. Aquello prometía diversión a raudales.

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