Ir sola a la boda de una amiga (diversión a raudales mientras cenas)

 

Por Tura Varla

Y allí estaba yo mirando a aquellas tres mujeres que en algún momento de mi vida creía haber conocido y querido, pensando qué había sido de lo que yo guardaba en mi memoria, las cosas que las hacían especiales.

La gente suele considerar que el hecho de tener una pareja ya es una subida de nivel, por llamarlo de alguna manera. Denota madurez, por ejemplo. O incluso la posibilidad de casarse. Chicas, una advertencia por si las dudas: lo importante no es casarse a toda costa, sino que la persona con la que te quieras casar sea psicológicamente medio normal y te haga feliz. Esto parece una perogrullada, pero no debe serlo tanto cuando la mayoría de la gente no presta atención a aquello que llaman novio mientras no deje de serlo. ¿Es tan malo estar sola como para que una tenga que renunciar a ser feliz con tal de tener compañía? ¿La imagen de una anciana solterona devorada por sus gatos es tan poderosa? ¿O la que tiene el poder de convertir a mujeres de cierta valía en zombis es la imagen de ellas mismas vestidas de blanco camino del altar? Si se supone que el día de tu boda tiene que ser el más feliz de toda tu vida, ¿eso no es el equivalente a morir después de tedio?

Aquellas chicas que compartían mesa conmigo, por ejemplo. Antigua mujer Independiente había sido una activista feminista en nuestra adolescencia y postadolescencia, de esas que no llevaban sujetador ni se depilaban. De esas que decía que el hombre era el enemigo. De esas urbanitas que jamás toleraban la idea de vivir en el campo. De esas que te daban dolor de cabeza con sus charlas sobre que el objetivo de una mujer debía ser realizarse como persona, conseguir un buen trabajo y que si quieren niños que paran ellos. Bueno, pues ahí la tenía colgada del brazo de un agreste calvo que se la había llevado a una granja de vacas, presumiendo de que tenía su propio huerto y era independiente, sí, pero del mundo.

-Tenemos nuestro propio huerto y nuestras propias placas solares. Ordeñamos nuestra leche y hacemos quesos que vendemos en el mercado. Imagínate qué sanos saldrán nuestros hijos cuando nos casemos y correteen entre calabazas de verdad y coman berenjenas sin aditivos.

La urbanita ultrafeminista que conocí se había convertido en una granjera ama de casa que quería tener cuatro o cinco niños. Había pasado de ser antihombres a antihormonas, antiaditivos y antipolución. Y todo por un hombre. Lo mismo en su naturaleza estaba lo de “anti” y no lo de feminista. Quién sabe.

Antigua Sexualidad desbocada se había agenciado un hombre de negocios unos veinte años mayor y del Opus. Iba vestida como una cincuentona y criticaba ostentosamente a todas aquellas jovencitas que “se emborrachaban y hacían tonterías”, cuando lo que había que hacer era reservarse para el hombre con el que una iba a casarse. Todo muy en la línea, eso sí, de la chica que yo había conocido, famosa en el instituto por haberse liado con todo el que se le cruzase, que había tenido historias bisexuales, hecho tríos y que prefería la soltería por encima de todas las cosas.

-Hay chicas para divertirse y otras para casarse, eso dicen -Estaba diciendo en esos momentos, y yo iba por la tercera copa de vino para soportar que me mirase de reojo al aleccionarnos.

Antigua Fiestera, por el contrario, parecía bastante callada. Cogía con fuerza la mano de aquel sapo con el que había venido, que tampoco hablaba mucho, la verdad. En su caso creo que había pasado de ser la borracha oficial, que siempre llevaba de todo encima y que opositaba a cirrosis o algo peor, a una muñequita adorable que no daba un ruido. Iba vestida como la niña buena que nunca había sido. Por dios santo, ¿qué les pasa a las mujeres cuando se emparejan? ¿Les cambia la personalidad?

Yo no hablaba demasiado. Intentaba pasar por alto el hecho de que miraban el hueco a mi lado como si fuese algo deleznable no tener compañero. Me hubiese gustado decirles que era lesbiana, que hacía orgías sadomasoquistas, inventarme que me habían extirpado algo del cerebro y que ahora estaba impedida para amar, soltar que tenía un consolador de color azul en la mesilla de

noche y que eso es todo lo que necesitaba de un hombre, cualquier cosa que les escandalizase. Pero por supuesto, ellas tenían que hablar de sus futuras bodas en comparación con la de Ceci. Si una iba a ir con cola, que la otra no iba a llevar velo, que si trescientos invitados, que si flores en las mesas, que si una vez fueron a una boda en la que había cámaras de fotos de usar y tirar para todos los invitados, que si su suegra iba a cantar “El Mesias”, en fin… que lo que descubrí en esos instantes, aparte del hecho de que no me importaba un carajo la organización de una boda, es que todas ellas tenían una idea muy clara de cómo iba a ser la suya. Y eso, desde pequeñas y sin contar con el que iba a ser su marido. ¿Es cierto que las mujeres sueñan desde los siete años con cómo van a casarse? Yo no. Yo tenía otra clase de sueños, casi todos con mis objetivos en el trabajo. Y alguno con cómo sería el hombre con el que compartiría mi vida. Tenía una idea más o menos clara de lo que quería tener al lado, no de mi boda. Ni siquiera me he planteado si quiero o no casarme. Soy de esas que piensan que lo de casarse surge y entonces ya se verá. Las enumeraciones de mis antiguas y ahora desconocidas, amigas del instituto, sobre precios de adornos, peinados y recogidos, colores que iban del blanco roto al marfil y otras cosas del estilo, me daban mareos. Quizá quería casarme, si era capaz de encontrar con quién. Pero desde luego no quería organizar una boda.

-¿Y tú? ¿Estás soltera?

Ahi estaba, el momento que llevaba temiendo toda la conversación. Sabía que dijera lo que dijera, ellas ejercerían su superioridad moral por estar con alguien para criticarme, o tratarme como si fuera una inválida. Me hubiese gustado pensar que en el fondo me tenían envidia, porque yo era la única que, por el momento, había sido consecuente con lo que hablábamos en esos lejanos tiempos en los que éramos amigas. ¿Era culpa de ellos? ¿Los hombres nos vuelven gilipollas?

-Bueno, todavía no he encontrado a nadie que no se sienta amenazado por mi trabajo.

-¿Tu trabajo se interpone entre tú y la felicidad?

¿Pero qué clase de pregunta era esa?

-No -me serví más vino-, para mí la felicidad pasa porque la persona con quién esté comprenda y valore mi trabajo.

Negaron con la cabeza. Estoy segura de que todas habían hecho profundos sacrificios y cambios en sus vidas para mantener a su lado a aquellos tres hombres indiferentes y un tanto lerdos. Que las tres habían considerado más importante ser esposas que personas. Y el hecho de que yo no estuviera dispuesta a semejante cosa, las amenazaba.

-Pobrecita -Dijo alguna de las tres.

Y le salió del alma. Y no pude recordar, un par de copas después cuál había sido, porque cuando eran adolescentes, eran distinguibles, únicas. Y ahora eran completamente insípidas e intercambiables. Y seguramente no sabrían si el agreste tenía debilidad por el bestialismo y por eso era agreste, si el católico hombre de negocios se iba de putas a disfrutar de cosas que le reprobaría hacer a su propia esposa, o si el callado profesor sólo sentía emociones fuertes al ver un partido de fútbol. No les importaba en realidad, se habían convertido en algo que yo no era capaz de reconocer a cambio de un día de gloria y protagonismo, un vestido blanco y un ramo de flores. Sentí una profunda pena por ellas.

¿Era tan descabellado pensar que la superioridad moral no residía en el amor incondicional? ¿Qué coño significaba incondicional? ¿Que tenías que soportar estoicamente el aburrimiento, los cuernos, el desprecio, las mentiras, el que no hagan nada por ti, que te tengas que transformar en otra y esa otra ya no les guste? ¿Qué clase de premio se te daba a cambio? ¿Un marido panzón tragacervezas que te falta al respeto y prefiere ir a ver un partido que a cenar contigo el día de vuestro aniversario? ¿Eso era el amor? Yo no lo creía. Me niego a creerlo con todas mis fuerzas. De hecho prefiero tener la teoría de que la incondicionalidad mata al amor. Y que en aquellas parejas había algo más de conveniencia, de no estar solos, de enganchar a alguien antes de que se te pase el arroz, que de pasión y de cualquier otra cosa. Por algo los cuentos, cuando tienen final feliz, acaban en boda. Ese debe ser, y no otro, el objetivo. Lo que tengas al lado es lo de menos. Qué asco.

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