El romanticismo patriarcal (II)

PorCoral Herrera Gómez

 

Las románticas

La posición del sujeto femenino en el Romanticismo fue muy contradictoria, porque, pese a las ansias de libertad e igualdad de los románticos, estos seguían (continuando con la cerrazón de la Ilustración) refiriéndose al sujeto masculino al hablar del ser humano. El sujeto femenino en realidad era objeto de deseo, de devoción, más que sujeto de pleno derecho, como sucedió en el siglo XII con las damas del “amor cortés”, objetos de deseo y admiración encerradas en palacios y castillos.

Por una parte, el Romanticismo parecía fomentar la participación de las mujeres mediante la revalorización del sentimiento y la individualidad, que hasta entonces habían sido considerados despreciativamente como cosas de mujeres, debilidad del espíritu, flaqueza de voluntad. Así, fue un gran avance que los hombres comenzaran a hablar el lenguaje sentimental de las mujeres y lo embellecieran, pero de algún modo se reapropiaron de ese mundo, en el que brillaron como grandes artistas, relegando a las poetas, pintoras y escritoras románticas al anonimato o a esconderse tras pseudónimos masculinos. Fue el caso de Amandine Aurore Lucile Dupin, que triunfó como George Sand. Los intelectuales románticos a menudo se burlaron de las creadoras, minimizaron el impacto de sus obras, y criticaron con saña su condición de mujeres cultas. Sin embargo, a nuestros días han llegado las novelas de Mary Shelley, las Hermanas Brönte, Jane Austen, lo que demuestra que las mujeres escribían grandes novelas de amor. Aquí se hicieron un hueco en la literatura, entre otras, Rosalía de Castro, Carolina Coronado o Emilia Pardo Bazán.

Según el estudio de Susan Kirpatrick (1991), las mujeres encontraban difícil asumir la pasividad a las que se las confinaba como objeto de deseo; su necesidad de verse como sujetos estaba en contraposición a la norma social de la mujer encerrada en el ámbito doméstico, sin posibilidad de vivir aventuras, de trascender su mundo, de dirigir libremente sus pasos hacia la felicidad, o hacia la belleza, o hacia el amor. Por ello algunas escritoras románticas pusieron al descubierto en sus novelas la falsedad y la naturaleza opresiva del modelo de la subjetividad femenina como ángel doméstico

Con respecto a las lectoras románticas, Gilles Lipovetsky analiza en La Tercera Mujer (1999) los efectos del romanticismo y afirma que la ideología amorosa de nuestra sociedad patriarcal ha contribuido a reproducir la representación social de la mujer dependiente del hombre por naturaleza, incapaz de acceder a la plena soberanía de sí. El autor cree que el amor ocupa un lugar privilegiado en la identidad y los sueños femeninos debido principalmente a tres fenómenos: la asignación de la mujer al papel de esposa, la inactividad profesional de las mujeres burguesas, y su consiguiente necesidad de evasión en lo imaginario.

En este siglo, el amor romántico incide más en las mujeres debido a la promoción moderna del ideal de felicidad individual y la legitimación progresiva del matrimonio por amor. Muchas ven en esta institución la posibilidad de alcanzar una autonomía, de lograr la libertad a través del amor, de sumergirse en la armonía y la felicidad conyugal. Ello propició lo que Shorter denomina la “primera revolución sexual”, que se acompaña de una mayor atención hacia los propios sentimientos, un compromiso femenino más completo con la relación amorosa, una “sexualidad afectiva” que privilegia la libre elección de la pareja en detrimento de las consideraciones materiales y de la sumisión a las reglas tradicionales. Las consecuencias de esta revolución fueron, según Lipovetsky, el aumento de la actividad sexual preconyugal y de los nacimientos ilegítimos.

A medida que retrocedía la costumbre de imponer un marido a las jóvenes, éstas soñaban con integrar el amor en su vida matrimonial, aspiraban a mayor intimidad en las relaciones privadas, a oír hablar de amor, a expresar sus sentimientos. En el siglo XIX “no hay muchacha que no sueñe con enamorarse, con encontrar el gran amor, con dar el sí al príncipe azul”, probablemente a causa de que el romanticismo sentimental femenino se vio exacerbado por un frenesí de lectura de novelas románticas publicadas por entregas en las revistas femeninas . En aquel tiempo proliferó toda una literatura destinada a las mujeres, centrada en la vida de pareja, las pasiones, y el adulterio.

El fenómeno pronto causa alarma social, porque se piensa que estos folletines “trastornan la imaginación de la joven, dan al traste con su inocencia, provocan secretos pensamientos y deseos desconocidos”, por ello resulta imperativo controlar lo que se lee: “En las familias burguesas, los padres prohíben a las muchachas la lectura de las novelas de Loti, Bourguet, Maupassant, Zola; creyentes y anticlericales suscriben la idea de que “una joven honesta jamás lee libros de amor”. (…) Con toda evidencia, tales condenas no consiguieron sofocar la violenta pasión femenina por la lectura, y numerosas jóvenes leían a escondidas de sus padres novelas sentimentales en ediciones baratas” (Lipovetsky, 1999).

Son muchos los teóricos que afirman que las mujeres en las novelas románticas modernas poseen un gran poder, porque son independientes e inteligentes, y poseen una energía arrasadora, como es el caso de la protagonista de Cumbres borrascosas, según Lourdes Ortiz (1997), la novela más “inconformista y brutal de la primera mitad del siglo XIX”. Fue escrita por una mujer de 28 años, Emily Brontë, quien descubre una verdad que espantaba a la moral victoriana de su tiempo: los hombres y las mujeres son iguales y ambos aman con la misma pasión.

Sin embargo, lo curioso de los escritores románticos es que creaban también personajes femeninos poderosos, aunque siempre las condenaran a la muerte o el ostracismo (Emma Bovary, Anna Karenina, la Regenta, Carmen). Castigar su libertad individual y su desbordante apetito sexual y amoroso es una especie de catarsis, una forma de ahuyentar el miedo masculino al poder devastador de la fémina insaciable. Este mito ancestral representa un miedo masculino muy antiguo, ya presente, por ejemplo, en la cosmogonía griega, plagada de diosas vengativas y crueles y monstruos femeninos perversos y devoradores. 

Ya en el siglo XX los personajes femeninos se dulcifican y se pretende instaurar en el colectivo imaginario el estereotipo de la mujer buena, abnegada y entregada por completo a la aventura del amor (probablemente la única aventura que va a vivir en su vida). Sin embargo, hemos de destacar que este proceso de invasión del amor romántico en la vida de las mujeres sólo tuvo lugar en el seno de las clases medias, ya que las mujeres trabajadoras eran en su mayoría analfabetas y no tenían tiempo de entregarse al ocio romántico, ni necesidad alguna de mitificar el matrimonio, que no las sacaba de pobres. La realidad era que muy pocos proletarios y obreros podían casarse (recuerden los míseros sueldos y las interminables jornadas laborales que sufrían). Las mujeres que anhelaron el amor romántico fueron las mujeres que no tenían doble jornada laboral, ni ancianos, ni enfermos, ni decenas de chiquillos hambrientos a su alrededor.

Istvan Nyari©

 

Sólo con el desarrollo de las clases medias y la globalización en la era de los medios de comunicación de masas, el romanticismo se ha extendido por todo el planeta, gracias principalmente a la industria cinematográfica de Hollywood y sus happy end representados simbólicamente a través de la boda (el día más importante en la vida de una mujer).

Proliferaron las publicaciones que difunden a gran escala el ideal romántico femenino, y con él las virtudes de la fidelidad y la virginidad, la imagen de la “mujer Cenicienta” (Dowling, 1992) que espera realizarse tras la llegada de un hombre extraordinario. En ellas siempre se da por supuesto el deseo imperioso de la mujer por lograr el objeto de deseo (el hombre) para luego domesticar el amor, y domesticarlo a él, salvando todos los obstáculos y logrando un final feliz a través de la boda que le da una dimensión dramática y narrativa al romance.

En la actualidad el romanticismo sigue siendo tan importante para las mujeres porque nos ofrece, en forma de mitos y relatos, una especie de utopía libertaria, un ideal de pareja en el que nuestro amado nos considerará sus compañeras y nos tratará como a iguales y nos querrá para siempre, tan incondicionalmente como nuestro padre nos ama. Esta necesidad de enamorar a un hombre viene reforzada dada por una imposición social y económica, pues nuestro mundo está ideado para que la gente se aúne en grupos de dos, empezando por el qué dirán y terminando con las ventajas fiscales del matrimonio.

El amor nos hace sentirnos protagonistas del relato, nos hace sentir especiales para otra persona, diferenciadas del resto. A menudo, una mujer que nace en una sociedad donde no se le permite trabajar o dedicarse a la investigación o la cultura, sólo alcanza prestigio a través del matrimonio. Por eso se nos educa en la cultura patriarcal para que seamos narcisistas, sumisas, dependientes y susceptibles de ser amadas y deseadas por un hombre.

En el amor romántico el uno necesita al otro para fusionarse: el mito de la media naranja nos hace creer que no somos un ser completo hasta que nos juntamos a otra mitad. Además, el romanticismo está basado en un modelo de pareja heterosexual y en la repartición de roles tradicional que crean hombres que necesitan mujeres, y mujeres que necesitan hombres. La necesidad, sin embargo, no tiene que ver mucho con la libertad y el deseo.
Las mujeres hemos sido más vulnerables a la tragedia romántica porque nos han educado para que nos pasemos la vida deseando que un hombre nos salve y nos colme la existencia (como Isolda, Melibea, Julieta, la Bella Durmiente, Cenicienta, Blancanieves…). En este sentido, las conquistas legales, jurídicas, sociales y económicas de las mujeres en materia de igualdad deben acompañarse también de una lucha por liberar al amor de la necesidad. Es decir, de lograr que las mujeres tengan otras metas en la vida más importantes que lograr un hombre que las ame, para que así puedan relacionarse con ellos en un plano de igualdad y de libertad.

A pesar de que muchas mujeres tienen independencia económica, vida social intensa y en ocasiones éxito en su desarrollo profesional, todavía son muchas las que no se sienten completas sin un hombre a su lado. Quizás porque las películas, los relatos, las canciones, nos siguen seduciendo con el mito del príncipe azul o la princesa rosa, y sus finales felices, que causan una tremenda frustración en casi todos nosotros, más grande cuanto más idealizamos las relaciones de pareja.Así pues, la mayor parte de nosotras nos hemos creído el cuento de hadas; en definitiva, nos han seducido para que nuestra mayor meta en la vida sea encontrar un hombre ideal, o al menos, no quedarnos solas, como si las mujeres fueramos dependientes por naturaleza.
Mientras el patriarcado va eliminandose de las estructuras legales y económicas de nuestra sociedad, sigue sin embargo muy arraigado en la cultura, y en los relatos amorosos. En la producción de sentido, en la creación cultural es donde creadores y creadoras han de aportar su granito de arena en la representación de modelos amorosos más igualitarios. Por ello creo que hay que comenzar a construir personajes femeninos que protagonizan la historia de su vida, que toman las riendas de sus problemas, que no esperan toda la vida a que las salve un príncipe azul o una princesa rosa.

Se trataría de (de)construir los estereotipos tradicionales que representan a las mujeres como seres débiles, sumisas, incapaces de hacer nada, victimistas, infantilizadas, caprichosas, y perversas. Y comenzar a representar modelos positivos de mujeres que luchan, que tienen conciencia de su poder, que crean redes sociales de apoyo mutuo, que logran que su identidad y su autoestima no varíen dependiendo de si un hombre las valora. También sería esencial construir, paralelamente,personajes masculinos que sepan compartir el protagonismo y valorar las habilidades de su compañera de reparto.

Lo ideal sería trabajar en la transformación cultural del patriarcado, paralelamente a la lucha por la igualdad política, social y económica. Así, podríamos innovar en la creación de contenidos antipatriarcales, en definitiva, crear representaciones simbólicas de relaciones amorosas menos egoístas e interesadas, y alejadas del patrón dominio-sumisión tradicional. Sólo así podremos transformar el romanticismo patriarcal, en nuestra era posmoderna, en un romanticismo igualitario, construido desde la necesidad humana de dar y recibir afecto, que en definitiva es la base del amor.

El Romanticismo Patriarcal I

 

 

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