Lo que sé de los hombres

Por Alma Delia Murillo

Es que no sé nada, que no entiendo nada. Y, lo puedo decir ahora, cuánto me alegro de no entender y de que no me importe.

 

Recuerdo mi período de policía del pensamiento de mis exparejas: sometidos a interrogatorios, a encuestas del tipo “¿qué estás pensando?” o “¿me estás diciendo la verdad?”. Llevados a tribunales femeninos donde juzgamos al compañero en turno y a la familia entera: repasando desde la madre o la hermana insoportable hasta los amigos buenos y los amigotes. Dioses, qué tortura.

 

No es que sepa, pero ahora intuyo. Intuyo que el silencio es bueno cuando va acompañado de una mirada amorosa. Intuyo los sudores, qué viaje maravilloso transitar por el universo de los sudores masculinos: meter la mano en la entrepierna o en la corva de la rodilla y humedecerla. Hundir la cara en su pecho y conversar desde ahí, desdoblar un diálogo entre mis mejillas tibias y el latido de ese caballo que los hombres llevan por corazón sacudiéndoles el cuerpo.

 

Intuyo que la certeza del enamoramiento puede nacer del gesto más fino, del toque más sugerido y que un “estoy enamorado de ti” puede resultar burdo e innecesario.

 

Intuyo cuando el brazo en la cintura quiere decir una cosa o la otra. Intuyo la distancia y la cercanía. Y bailo.

 

Intuyo el no definitivo y el sí desmesurado. Los hombres son tan diversos y tan complejos que a veces se me antoja convertirme en otras cien mujeres para conocerlos más. Y me entristece el prejuicio ridículo de que los hombres son simples o son todos iguales, quien diga eso tiene el espíritu irremediablemente chato. Me confieso culpable de haberlo pensado varias veces, culpable de que todavía, en un arranque de resentimiento, me ganen las fieras y quiera repetirlo. Pero sé que no es verdad.

 

Las mujeres -tenemos que admitirlo- somos caprichosas, esperamos y demandamos demasiado, vivimos aprobando y desaprobando a nuestros compañeros. Cuánto se habla de que la mirada y la sensibilidad masculina deben cambiar, ¿y nosotras?, al menos hagamos una pausa para preguntárnoslo. Sugiero.

 

Tengo cuatro hermanos varones, todos tan diferentes que resulta difícil creer que llevan la misma sangre.

 

He tenido pocas parejas pero mi amor con ellos ha sido absoluto. El dolor también.

 

Sé que hay hombres que abandonan pero hay otros que se quedan y están. Y hay mujeres que gritan: vete.

 

Veo a algunas de mis amigas feministas avergonzar a sus parejas en público y después renegar porque el pocoshuevos que estaba a su lado, no las aguantó, no tenía los tamaños para ellas. ¿Será esa la única lectura posible?

 

Si yo tuviera una pareja que me avergonzara en público tampoco aguantaría, lo doy por hecho. Y no sé si eso me convertiría en una pocoshuevos.

 

No creo en las recetas y, a estas alturas, tampoco creo en el feminismo a ultranza. Creo en la condición humana, creo que tenemos que dejar repetir clichés y lugares comunes, dejar las taxonomías de culpables e inocentes, víctimas y victimarios.

 

Ya veo venir las quejas en los comentarios: que digo esto porque no vivo las duras condiciones de injusticia que viven otras mujeres. Aclaro que no estoy obviando esa realidad ni minimizándola, pero es que hoy no vine a hablar de eso.

 

Hablo de las relaciones de pareja por voluntad mutua. Hablo de los vicios de las mujeres, quién puede negar que los tenemos. Sería una declaración de estupidez total insistir en que nosotras lo hacemos todo bien y que los hombres son los cabrones, brutos y violentos de la historia. Suena horrible, ya sé, pero en buena medida es parte del discurso radical y deformado que vengo escuchando durante los últimos años de lucha feminista. Sí, merezco que me apedreen por atentar contra la bondad divina e incuestionable de las mujeres. Heme aquí.

 

Y vuelvo a mi tema. Lo que sé de los hombres es que me gusta cómo comen. Mucho. No me canso de contemplar su relación con la comida, no los veo contando calorías ni eligiendo grupos de alimentos: comen por instinto, por gula, por tragones, porque sí.

 

Lo que sé de los hombres es que a veces lastiman, como mi padre, por ejemplo.

 

Lo que sé de los hombres lo sé por sus sudores y sus silencios, por su manera de sostener mi rostro entre las manos, por su manera de quedarse o de irse.

 

Lo que sé de los hombres es que son todos diferentes, gloriosamente diferentes, sorprendentemente diferentes.

 

Sé que huelen distinto, que palpan distinto, que muerden distinto, que aman distinto.

 

Y hoy sé que me he permitido el enorme placer de escribir sobre ellos con gozo, con asombro, sin resentimientos y sin rabia. Y cuánto me alegro de poder hacerlo.

 

 

 

Fuente: Sin embargo

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