…En tiempo de miseria (VI) – La música celestial

Por Luis Martínez-Falero

 

LuisMartinez-FaleroUno no sale de su asombro: se esperaba la dimisión de alguien del PP por el caso Bárcenas o los regalos de la trama Gürtel, y quien dimite es el Papa; se critica el Jaguar en el garaje de Jesús Sepúlveda, y aparece bajo un aparcamiento la tumba de Ricardo III de Inglaterra; el ministro de Educación ha basado su razón de ser en la reforma educativa y ahora sale a la luz que es inviable porque (nos) cuesta 408 millones, y en lugar de una explicación o una salida de Wert del gobierno, dimite la ministra alemana de Educación por plagiar su tesis… Tengo la impresión de que hay unos resortes mágicos por ahí que provocan este tipo de efecto mariposa, sin proceso intermedio de ningún tipo, que lleva a que, si pulsamos una tecla, el efecto sea otro muy distinto. Algo así como un piano cuyas cuerdas improvisaran sus sonidos aleatoriamente y, al querer un si, sonara un do, por ejemplo. Lo malo es que, viendo las noticias día tras día, el sonido resultante es algo parecido a un dúo interpretado por un pianista seguidor del dodecafonismo más extremo y una puerta metálica mal engrasada que no parara de abrirse y cerrarse.

Este concierto continuo para chirrido y sobresalto tiene un indudable efecto sobre los espectadores, es decir, sobre nosotros: un estado permanente de desasosiego y de tendencia al cabreo y la crispación, fruto, sin duda, de la catarsis producida por esta música demasiado terrenal. Estamos esperando, día tras día, un nuevo escándalo, un nuevo caso de corrupción, un nuevo recorte de sueldo, una nueva cifra del paro, un nuevo ERE, una nueva mentira de algún político para salir del paso, un nuevo silencio cómplice para no reconocer que el concierto sigue sonando, a pesar de que nuestros tímpanos ya no dan más de sí, y no podemos escapar de él porque las puertas de la sala están cerradas con llave. Supongo que estos intérpretes inmisericordes esperan que aplaudamos al final. Qué menos.

Porque la cuestión, llegados a este extremo, es que hay políticos que no entienden la razón de nuestra queja: o bien ellos no escuchan los chirridos, o bien –y es quizá lo más probable– ese ruido insufrible les suena a música celestial. Si partimos del hecho de que esa música procedería de las esferas celestes, que giran sobre sí mismas con la armonía más perfecta que podamos imaginar, aquí hay algo que no funciona, porque, en paralelo, los engranajes del Estado giran con suma dificultad, hasta generar esa discordancia insoportable.

Lleva razón Mª Dolores de Cospedal cuando asegura que no nos podemos cuestionar los engranajes, es decir, el sistema político que ha permitido a la sociedad española vivir el periodo democrático más largo de su historia. Lo contrario (asegura) podría llevarnos al populismo o a una dictadura. No le quito la razón, porque así lo demuestra la historia de Europa en los años treinta, también con una crisis económica de dimensiones siderales. Pero no olvidemos que lo que se cuestiona no es el sistema, es decir, la partitura y los signos que contiene, sino la manera de interpretarlos. Hace años fui a un concierto de flauta travesera donde se anunciaban las Variaciones Goldberg, en presumible transcripción para ese instrumento. En lugar de escuchar las notas de Bach, el intérprete comenzó a tocar la flauta no como un instrumento musical, sino haciéndolo sonar como un simple tubo metálico. La cadencia y demás podía ser la del compositor alemán, pero el resultado era una estridencia continua. Alguien dijo a mi espalda, en un susurro, supongo que para aclarar aquello a otro espectador: Es una representación evidente de la lucha del individuo ante una sociedad hostil y represora. Yo entonces agradecí que la cosa quedara en manifestación sonora y no en acción violenta, porque gracias a ello pude salir ileso del ¿concierto?, y no lleno de chichones y hematomas, que hubiera sido una expresión más gráfica del malestar de aquel individuo rebelde, inmerso en una sociedad hostil y represora. Bach y su obra podrían seguir siendo los mismos (variaciones hubo, sobre todo en la intensidad de los soplidos), pero la manera de interpretar distaba mucho de parecerse a las interpretaciones habituales. Es, por tanto, la manera de interpretar la maquinaria del Estado lo que habría que replantearse y, sobre todo, de cómo actúan sus intérpretes. Se puede pedir un cambio de músicos y, si fuera posible, de partitura, pero no de sistema, es decir, de notación musical. Porque la democracia no la encarnan los políticos, sino el concepto –sagrado donde los haya– de soberanía popular, por lo cual los ciudadanos tenemos pleno derecho a opinar en la calle, en los medios e incluso en el Parlamento, aún a riesgo de que el presidente de la Cámara pida el desalojo inmediato de quienes se atrevan a tamaña felonía, en un tono acorde con el tono desafinado de la situación de España. Este continuo desmadre orquestal alienta más el populismo y las derivas totalitarias, que las manifestaciones de los ciudadanos pidiendo ajustes en el sistema. Por tanto, en las próximas elecciones habría que pensar más en un afinador que en un gestor. Nuestros tímpanos sociales y nuestro gusto estético lo agradecerían infinitamente.

 

 

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