El día que Sissí se casó con el emperador

Por Sandra Ferrer

perfil1Si cualquier boda celebrada en cualquier rincón del mundo es siempre (o casi siempre) motivo de alegría, los enlaces en las altas esferas se convierten en verdaderos asuntos de estado. La realeza europea, a lo largo de los siglos, ha utilizado estas celebraciones como una muestra de su poderío. Hoy, hace 159 años, Viena era el escenario de una de las bodas más famosas de la historia, el enlace entre el emperador Francisco José y Elizabeth de Baviera, conocida por todos como Sissí.

De manera excepcional, aquella fue una boda por amor y no amañada por la familia imperial, aunque aquel amor de novela con el que empezó la relación no fue garantía de futuro. Los festejos tampoco fueron una experiencia del todo agradable para la princesita bávara acostumbrada a la libertad en su castillo de Possenhofen. Y es que el boato con el que fue recibida Sissí era poco menos que impactante.

El 24 de abril, a las siete de la tarde, el Imperio de los Habsburgo tenía los ojos y las esperanzas puestas en la iglesia de los capuchinos de Viena. Nada menos que quince mil velas iluminaban el interior del templo decorado con centenares de flores blancas y colgaduras de terciopelo rojo. Las joyas que lucían la futura emperatriz y todas las invitadas al enlace brillaban con fuerza a la luz de aquellas velas. Setenta obispos y prelados asistieron al arzobispo de Viena, el  cardenal Rauscher, en una ceremonia que terminó con una larguísima y ensordecedora serie de salvas con los cañones que anunciaban al pueblo de Viena que ya tenían nueva emperatriz.

Hasta llegar a ese momento, Elizabeth había pasado por una auténtica montaña rusa de sentimientos y sensaciones. Desde su ceremonia de renuncia al trono de Baviera en Múnich, Elizabeth y su familia emprendieron un largo viaje escoltados por el cariño del pueblo, un cariño que se transformó en miradas escrutadoras y poco amables de la aristocracia que formaba la rígida y tradicional corte vienesa. Hombres y mujeres que valoraban por encima de todo la riqueza y un árbol genealógico intachable, algo que Elizabeth no traía precisamente de su Baviera natal.

A un ajuar más bien modesto (a pesar de que veinticinco baúles repletos de joyas, vestidos, más de cien zapatos, ropa interior y multitud de accesorios pueda parecer desorbitado), se añadía el hecho de que Elizabeth pertenecía a la rama real de los Wittelsbach, una rama menor de la dinastía imperial. Sissí era más bien una princesa modesta que además se preocupaba por los más desfavorecidos, los cuales, por cierto, eran cada vez más numerosos en el espléndido imperio de su esposo. Y es que mientras la corte imperial gastaba cantidades impresionantes de dinero en joyas, vestidos y todo tipo de lujos para celebrar el enlace de su emperador, el pueblo sufría cada vez más la carestía provocada por la falta de trabajo y los constantes conflictos en los que el imperio se veía implicado. Precisamente en aquellos días de grandes celebraciones en la capital imperial se libraba una de las guerras más difíciles del siglo, la Guerra de Crimea.

 

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Pero en Viena, aquel 24 de abril de 1854 solamente importaba aquella ceremonia en la que el pueblo había puesto todas sus esperanzas. No importaba cuánto se hubiera gastado (o malgastado) en aquellos fastos, los habitantes del imperio solamente querían ver en la pequeña Elizabeth un rayo de esperanza que abriera el encorsetado y rígido gobierno del que iba a convertirse en su esposo. Demasiada responsabilidad para una niña que se tropezó, lloró y rompió el protocolo en más de una ocasión provocando la indignación de la aristocracia de sangre, personas que estaban dispuestas a no facilitar la vida de aquella princesita ascendida al poder por algún capricho del destino.

Tras la ceremonia religiosa, el largo día de la boda de Francisco José y Elizabeth se prolongó hasta bien entrada la noche. Audiencias, otra procesión por las calles de Viena para presenciar la iluminación de la ciudad en honor de los recién casados y, por fin, la cena de gala, que dio por finalizados los actos de la jornada nupcial.

El día de la boda fue un fiel reflejo de lo que sería su vida en la corte. Protocolo, rígidas normas y estrictos planes que debían cumplirse a rajatabla sin tener en cuenta los sentimientos de una niña a la que ni siquiera se le permitió abrazar a sus propias primas ahora que ya era la emperatriz de Austria.

El resto de su vida, como de todos es sabido, no fue un cuento de hadas.

Fuente: Sissí, emperatriz contra su voluntad, Brigitte Hamann

Imagen extraída de la novela La maldición de Sissí, de Catalina de Habsburgo

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