Maikol Culquipoma y la institución sin fines de lucro

Por Juanjo Fernández Torres

 

Foto-JJFT-35.4KB–    Señor, a dónde se dirige – le espetó el vigilante en la puerta de vidrio que daba acceso al instituto, un oasis en medio de los vocingleros comercios de alrededores de la avenida Abancay, arteria y vena del centro de la ciudad.

–   Voy a averiguar sobre cursos de inglés, me han dicho que este instituto es bueno – compartió sus intenciones Maikol.

–    Su DNI – le solicitó el vigilante con voz de rutina con el ligero matiz de el que se sabe con poder para autorizarte el ingreso.

–  Por acá debe de estar – afirmó instintivamente el potencial estudiante hurgando sus bolsillos infructuosamente – creo que lo he olvidado en mi casa – admitió refiriéndose a su casa en Huanta, a más de 600 kilómetros de distancia. Ya había tenido problemas con la policía en el ómnibus viniendo a Lima por el dichoso documento.

–     Señor, tiene que identificarse – el matiz de poder para autorizar el ingreso era más notorio en la voz del uniformado.

–    La verdad, señor vigilante, me lo he olvidado el DNI en Huanta … ayer llegué de viaje – confesó penosamente Maikol.

–  Bueno, pero tiene que traerlo para la próxima – cedió el hasta hacía un instante impertérrito vigilante haciéndose a un lado; al fin y al cabo a un paisano no se le hace problemas, menos cuando está recién bajado en la capital.

 

Ya en la ventanilla de recepción, le informaron a nuestro héroe de todos los cursos, hasta de niños y talleres sabatinos, lo que soportó estoicamente sin preguntar, pues le dio pena interrumpir la concentración de la joven mujer enfundada en un uniforme azul noche y que declamaba su discurso informativo con voz afectada de anunciante de supermercado. Afortunadamente la oficiosa informante le dejó llevar el tríptico que había garabateado con líneas y círculos que supuestamente hacían su explicación más clara y visual, pues muchos detalles habían surcado el aire a la velocidad del hablar limeño.

–    Señorita, ¿me podría prestar su baño? – indagó dubitativo Maikol con la esperanza de poder descargar el peso que lo apremiaba desde que la movilidad cruzó la avenida Perú, camino al centro de la ciudad, trayéndolo de la casa de triplay y calamina de su tío, de donde Lima se acaba y empieza la arena virgen.

–    Claro, señor, está acá entrando al patio a la mano izquierda – éso sí lo entendió claramente, su necesidad le había aclarado los sentidos y ya la chica no hablaba en tono de anunciante.

 

Se dirigió a la puerta señalada, entró presuroso y su sistema olfativo recibió un golpe a pleno pulmón. Aunque su nariz le marcaba el camino de regreso a donde el aire no estuviera tan cargado de urea y amoniaco, su vejiga lo impulsaba a esperar paciente su vaciado. Las paredes del recinto eran de un cemento que casi nunca había sabido de la existencia de pintura y, de a pocos, había logrado una coloración pardusca de edificio en construcción. Al fondo había incrustada una paila rectangular, también de cemento pero impregnada de amarillo, en la que  apuraba el proceso que, en circunstancias normales, sería casi una ceremonia para él. La paila-urinario estaba premunida de un tubo con orificios que en algún momento debía irrigar y drenar la orina, pero, a juzgar por los vapores, hacía tiempo que la paila andaba en sequía.

 

Una vez afuera del baño, se dirigía de regreso a la calle cuando casi se estrelló con una pareja de hombres, sesentones ambos, que pasaron sin siquiera haberse percatado de su tímida presencia. El más alto y gordo de los dos, más gordo que grande, contrastaba claramente con su acompañante no sólo por la diferencia de estatura, sino también por la actitud más relajada. El matiz de su voz estaba cargado de la autoridad de quien se sabe con poder para autorizar tu ingreso o salida de su empresa. Maikol, fiel a su añeja afición por la conversación ajena, no dijo nada pero se ubicó estratégicamente, cual Garabombo el Invisible, para escuchar lo que hablaban. Le llamaba la atención no sólo el hombre grande de vestimenta casual, tez clara, ojos verdosos y mirada de dueño de establo, sino también el otro hombre, pequeño de estatura, dentro de un terno oscuro que seguramente había comprado en una de esas tiendas que ofrecen trajes para graduaciones de primaria y primeras comuniones. Ante la mirada socarrona del gordo, el pequeño saludó a una mujer que cruzó delante de ellos con beso en ambas mejillas, jalándola de los brazos suavemente hacia abajo para no empinar demasiado su corta humanidad que hacía juego con su breve cabellera hirsuta. Un Acakurpa, pensó el quechua-hablante furtivo, pues le recordó a las bolitas que empujan los escarabajos allá en su Huanta natal.

 

–    ¿Y cómo quedó ese asunto de transferencia de personal a la nueva empresa? – quiso saber el hombre grueso después que la mujer continuó su camino, mientras se restregaba las gruesas manos y mostraba el brillo de su gran anillo y su ambición haciendo juego en los ojos.

–    Todo va muy bien, doctor – el hombre pequeñito se mostró satisfecho — ya el cambio de razón social se realizó y todos los trabajadores firmaron su carta de renuncia y las planillas de la nueva empresa para el ministerio – informó con tono burócrata – sus liquidaciones fueron de 400 soles per cápita – agregó tratando de sonar técnico.

–    Ya déjate de hablar en latín barato, ¿hiciste la transferencia a tiempo? No quiero tener que hacer a esa gente estable, ya bastante tengo con los profesores – le espetó el supuesto doctor – esos cholos deberían estar agradecidos que tienen  chamba, deberíamos reducir el personal de limpieza a la mitad – el matiz de poder para autorizar tu ingreso o salida de su empresa se acentuó hasta llegar a ser el tono de voz dominante e inapelable con que acostumbraba a dar un tema por terminado.

–    Sí, doctor, todo está en regla – se apresuró a asentir el hombrecito para tranquilizar a su interlocutor; ya no se daba por aludido con las choleadas de su superior, su terno lo inmunizaba. Aunque no pudo dejar de empinarse un poquitín.

 

La conversación se ponía interesante para Maikol, pero los dos hombres avistaron un automóvil oscuro estacionando en la cancha de básquet colindante con el patio de los baños del trauma nasal. Ambos hombres, gordo por delante, se dirigieron a abordarlo por la puerta trasera que el chofer ya había abierto presuroso mientras saludaba genuflexo a los personajes que, a juzgar por la conversación hurtada por los oídos de Maikol, controlaban el instituto en el que nuestro amigo había tenido la esperanza de obtener algún trabajito o, quién sabe, alguna ayuda para estudiar inglés, el idioma que dicen habla el mundo.

 

Otra vez en la calle, en dirección a la Plaza Dos de Mayo, Maikol caminó meditabundo sin poder sacar de su sistema el trauma olfativo del baño aquel ni de su mente el encuentro furtivo con la pareja de personajes  en el instituto cultural.

— No creo que acá den becas a gente necesitada, y chamba menos – pensó en voz alta al abrigo de la bulla de los carros en la avenida. Se alejó leyendo el tríptico garabateado preguntándose lo que significaría la frase que encontró al final de su lectura: “institución sin fines de lucro”. Quizás la próxima vez la señorita de recepción se lo podría explicar más lentito.

 

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