Arthur Rimbaud (1854 – 1891). «Una temporada en el infierno»

Por Teresa R. Hage

 

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Una temporada en el infierno
[1873]
Arthur Rimbaud

 

 «Antes, si mal no recuerdo, mi vida era un festín donde se abrían todos los corazones, donde todos los vinos corrían.

Una noche, me senté a la Belleza en las rodillas.

–Y la hallé amarga. –Y la insulté.

Me armé contra la justicia.

Me escapé. ¡Oh bujas, oh miseria, oh odio! ¡A vosotros se confió mi tesoro!

Logré que se desvaneciera en mi espíritu toda la esperanza humana. Contra toda alegría, para estrangularla, di el salto sin ruido del animal feroz.

Llamé a los verdugos para, mientras perecía, morder las culatas de sus fusiles. Llamé a las plagas para ahogarme en la arena, la sangre. La desgracia fue mi dios. Me tendí en el lodo. Me sequé al aire del crimen. Y le hice muy malas pasadas a la locura.

Y la primavera me trajo la horrorosa risa del idiota.

Habiendo estado hace muy poco a punto de soltar el último ¡cuac!, se me ocurrió buscar la clave del festín antiguo, donde había tal vez de recobrar el apetito.

La caridad es la clave. –¡Esta inspiración demuestra que soñé!

«Seguirás siendo hiena, etc.», exclama el demonio que me coronó de tan amables adormideras. «Gana la muerte con todos tus apetitos, y tu egoísmo y todos los pecados capitales.»

¡Ah! Ya aguanté demasiado –Pero, querido Satán, te lo suplico, ¡menos irritación en la pupila! Y mientras llegan las pequeñas cobardías rezagadas, tú que aprecias en el escritor la carencia de facultades descriptivas o instructivas, te arranco unos cuantos asquerosos pliegos de mi cuaderno de condenado.

 

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 Mala Sangre

Tengo de mis antepasados galos el ojo azul pálido, el cerebro estrecho y la torpeza en la lucha. Hallo mi vestimenta tan bárbara como la suya. Pero yo no me unto la cabellera con manteca.

Los galos eran los desolladores de animales, los quemadores de hierba más ineptos de su tiempo.

De ellos tengo: la idolatría y el amor al sacrilegio; –¡oh! todos los vicios, cólera, lujuria– magnífica, la lujuria; –en especial, mentira y pereza.

Me espantan todos los oficios. Maestros y obreros, todos campesinos, innobles. La mano de pluma vale igual que la mano de arado.– ¡Qué siglo de manos!

–Nunca tendré mi mano. Luego, la domesticidad conduce demasiado lejos. La honradez de la mendicidad me desconsuela. Los criminales repugnan como castrados: yo estoy intacto, y me da lo mismo.

Pero, ¿quién me hizo tan pérfida la lengua, que hasta aquí haya guiado, salvaguardándola, mi pereza? Sin servirme para vivir ni siquiera del cuerpo, y más ocioso que el sapo, he vivido por todas partes. No hay familia de Europa que yo no conozca.
–Me refiero a familias como la mía, que se lo deben todo a la Declaración de Derechos del Hombre.–¡He conocido a todos los niños bien!

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¡Si tuviese yo antecedentes en un punto cualquiera de la historia de Francia!

Pero no, nada.

Me es evidentísimo que siempre he sido de raza inferior. No logro comprender la rebeldía. Mi raza nunca se levantó más que para el pillaje: así los lobos con el animal que no mataron ellos.

Recuerdo la historia de la Francia hija primogénita de la Iglesia. Habría hecho, villano, el viaje a tierra santa; tengo en la cabeza caminos por las llanuras suabas, vistas de Bizancio, murallas de Solima; el culto de María, el enternecimiento por el crucificado, se despiertan en mí entre mil hechicerías profanas. – Estoy sentado, leproso, en los cacharros rotos y las ortigas, al pie de un muro roído por el sol.– Más tarde, reitre, habría vivaqueado bajo las noches de Alemania.

¡Ah! Algo más: bailo el aquelarre en un rojo calvero, con viejas y con niños.

No recuerdo más lejos que esta tierra y el cristianismo. Nunca me terminaría de ver en ese pasado. Pero siempre solo, sin familia; incluso ¿qué lengua hablaba? No me veo jamás en los consejos de Cristo; ni en los consejos de los señores, –representantes de Cristo.

Qué era yo el siglo pasado: hasta hoy no me vuelvo a encontrar. No quedan vagabundos, no quedan guerras vagas. La raza inferior lo ha cubierto todo –el pueblo, como dicen, la razón; la nación y la ciencia.

¡Oh la ciencia! Lo hemos recuperado todo. Para el cuerpo y para el alma, –el viático, – tenemos la medicina y la filosofía, – los remedios caseros y las canciones populares arregladas. ¡Y las diversiones de los príncipes, y los juegos que éstos prohibían! ¡Geografía, cosmografía, mecánica, química!…

¡La Ciencia, la nueva nobleza! El progreso. ¡El mundo avanza! ¿Por qué no va a dar vueltas?

Es la visión de los números. Vamos hacia el Espíritu. Es segurísimo, es oráculo, esto que os digo. Comprendo y, como no sé explicarme sin palabras paganas, querría callarme.

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¡Vuelve la sangre pagana! El Espíritu está cerca: ¿por qué no me ayuda Cristo, dando a mi alma nobleza y libertad? ¡Ay! ¡El Evangelio pasó! ¡El Evangelio!

Estoy esperando a Dios con glotonería. Soy de raza inferior desde la eternidad.

Heme en la playa armoricana. Que las ciudades se enciendan al atardecer. Mi jornada está hecha; dejo Europa. El aire del mar me quemará los pulmones, los climas perdidos me curtirán. Nadar, desmenuzar la hierba, cazar, sobre todo fumar; beber licores fuertes como metal hirviendo, – como hacían los queridos antepasados alrededor de las fogatas.

Volveré, con miembros de hierro, con la piel oscura, los ojos enfurecidos: por mi máscara, me juzgarán de una raza fuerte. Tendré oro: seré ocioso y brutal. Las mujeres cuidan de estos feroces enfermos cuando regresan de los países cálidos.
Me veré mezclado en asuntos políticos. Salvado.

Ahora estoy maldito, tengo horror a la patria. Lo mejor es un sueño muy borracho, en la playa.

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No hay partida. –Reanudemos los caminos de aquí, cargado de mi vicio, el vicio que ha hundido sus raíces de sufrimiento a mi lado, desde la edad del juicio– que asciende al cielo, me golpea, me tira, me arrastra.

La última inocencia y la última timidez. Está dicho. No traer al mundo ni mis repugnancias ni mis traiciones.

¡Adelante! La marcha, la carga, el desierto, el aburrimiento y la cólera.

¿A quién alquilarme? ¿Qué alimaña hay que adorar? ¿Qué santa imagen atacamos? ¿Qué corazones romperé? ¿Qué mentira debo sostener?– ¿Qué sangre pisotear?

Mejor, guardarse de la injusticia. – La vida dura, el embrutecimiento simple–, alzar, con el puño descarnado, la tapa del ataúd, incorporarse, asfixiarse. Así, ninguna vejez, ningún peligro: el terror no es francés.

¡Ah! Estoy tan desesperado, que a cualquier imagen divina ofrezco impulsos hacia la perfección.

¡Oh mi abnegación, oh mi caridad maravillosa! ¡Aquí abajo, no obstante!

De profundis Domine, ¡seré tonto!

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Ya desde muy niño admiraba al forzado irreductible tras el cual se cierran siempre las puertas de la prisión; visitaba los albergues y los alojamientos que el podía haber consagrado con su estancia; veía con su idea el cielo azul y el trabajo florido del campo, olfateaba su fatalidad en las ciudades. Tenía más fuerza que un santo, más sentido común que un viajero –y él ¡él solo! era testigo de su gloria y de su razón.

Por los caminos, en noches de invierno, sin cobijo, sin ropa, sin pan, una voz me atenazaba el corazón helado: «Debilidad o fuerza; hete aquí: es la fuerza. No sabes ni adónde ni por qué vas; entra en todas partes, contesta a todo. No te matarán más que si fueras cadáver». Por la mañana, tenía la mirada tan perdida y la compostura tan muerta, que quienes me encontré quizá no me vieran.

En las ciudades el fango se me aparecía súbitamente rojo y negro, como un espejo cuando la lámpara deambula por la habitación contigua, ¡como un tesoro en el bosque! Buena suerte, gritaba yo, y veía un mar de llamas y de humo en el cielo; y, a izquierda, a derecha, todas las riquezas, llameando como millones de truenos.

Pero la orgía y la camaradería de las mujeres me estaban prohibidas. Ni siquiera un compañero. Me veía ante una multitud exasperada, delante del pelotón de ejecución, llorando la desgracia de que no hubieran podido comprender, y perdonando.
– ¡Igual que Juana de Arco! – «Sacerdotes, profesores, maestros, os equivocáis al entregarme a la justicia. Yo nunca formé parte de este pueblo, yo nunca fui cristiano; soy de la raza que cantaba en el suplicio; no comprendo las leyes; no tengo sentido moral, soy un bruto, os equivocáis…»

Sí, tengo los ojos cerrados a vuestra luz. Soy una alimaña, un negro. Pero puedo salvarme. Vosotros sois falsos negros, vosotros maniáticos, feroces, avaros. Mercader, tú eres negro; general, tú eres negro; emperador, vieja comezón, tú eres negro: has bebido un licor libre de impuestos, de la fábrica de Satán. – Este pueblo está inspirado por la fiebre y el cáncer. Los tullidos y los viejos son tan respetables, que solicitan ser hervidos. – Lo más astuto es abandonar este continente donde la locura anda al acecho, para proveer de rehenes a estos miserables. Entre en el verdadero reino de los hijos de Cam.

¿Sigo conociendo la naturaleza? ¿Me conozco? – No más palabras. Amortajo a los muertos en mi vientre. Gritos, tambor, danza, danza, danza, ¡danza!

Ni siquiera veo la hora en que, al desembarcar los blancos, caeré en la nada.

Hambre, sed, gritos, danza, danza, danza, ¡danza!

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Los blancos desembarcan. ¡El cañón! Hay que someterse al bautismo, vestirse, trabajar.

He recibido en el corazón el golpe de gracia. ¡Ah! ¡No lo tenía previsto!

No he hecho mal alguno. Los días van a serme leves, se me ahorrará el arrepentimiento. No habré conocido los tormentos del alma casi muerta para el bien, donde se alza la luz tan severa como los cirios funerarios. El destino del niño bien: ataúd prematuro, cubierto de límpidas lágrimas. Sin duda que el desenfreno es tonto, que el vicio es tonto; hay que arrojar la podredumbre aparte. ¡Pero el reloj no habrá llegado a no dar ya sino la hora del puro dolor! ¿Van a secuestrarme, como a un niño, para jugar en el paraíso, olvidado de toda desgracia?

¡Rápido! ¿Hay otras vidas? – Dormir en la riqueza es imposible. La riqueza siempre ha sido bien público. Sólo el amor divino otorga las llaves de la ciencia. Veo que la naturaleza no es sino un espectáculo de bondad. Adiós, quimeras, ideales, errores.

El canto razonable de los ángeles se eleva del navío salvador; es al amor divino. – ¡Dos amores! Puedo morir de amor terrenal, morir de entrega. ¡He dejado almas cuyo dolor aumentará con mi partida! Me escogéis entre los náufragos; quienes se quedan, ¿no son acaso amigos míos?

¡Salvadlos!

La razón me ha nacido. El mundo es bueno. Bendeciré la vida. Amaré a mis hermanos. Ya no son promesas de niño. Ni la esperanza de eludir la vejez y la muerte. Dios es mi fuerza, y yo alabo a Dios.

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El aburrimiento ya no es mi amor. Las rabias, los desenfrenos, la locura, cuyos impulsos todos, cuyos desastres conozco, –toda mi carga está depositada. Valoremos sin vértigo el alcance de mi inocencia.

Ya no sería capaz de solicitar el consuelo de una paliza. No me creo embarcado hacia una boda con Jesucristo por suegro.

No soy prisionero de mi razón. He dicho: Dios.

Quiero la libertad dentro de la salvación: ¿cómo perseguirla? Los gustos frívolos me han abandonado. Ya no hay necesidad de entrega ni de amor divino. No añoro el siglo de los corazones sensibles. Cada cual tiene su razón, desprecio y caridad: yo conservo mi puesto en lo alto de la angélica escala del sentido común.

En cuanto a la felicidad establecida, doméstica o no… no, no la quiero. Me disipo demasiado, soy demasiado débil. La vida florece por el trabajo, vieja verdad; pero mi vida no pesa lo suficiente, se eleva y flota muy por encima de la acción, ese querido lugar del mundo.

¡Qué solterona me estoy volviendo, por falta de valor para amar a la muerte!

Si Dios me concediera la calma celestial, aérea, la plegaria, – como a los antiguos santos. – ¡Los santos! ¡Gente fuerte! ¡Los anacoretas! ¡Unos artistas como ya no hacen falta!

¡Farsa continua! Mi inocencia me haría llorar. La vida es la farsa a sostener entre todos.

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¡Basta! Llega el castigo. – ¡Adelante!

¡Ah! ¡Los pulmones arden, las sienes braman! ¡La noche me da vueltas en los ojos, con ese sol! El corazón… Los miembros…

¿A dónde vamos? ¿Al combate? ¡Soy débil! Los demás avanzan. Los aperos, las armas… ¡el tiempo!…

¡Fuego! ¡Fuego contra mí! ¡Aquí! O me rindo. – ¡Cobardes!
– ¡Me mato! ¡Me arrojo a los cascos de los caballos!

¡Ah!…
– Ya me acostumbraré.

¡Sería la vida francesa, el sendero del honor!

 

Henri_Fantin-Latour, Un coin de table

Un coin de table, 1872, Henry Fantin-Latour.

 

Noche del Infierno

Me ha tragado una buena buchada de veneno. – ¡Bendito sea tres veces el consejo que me llegó! – Las entrañas me arden. La violencia del veneno me retuerce los nervios, me hace deforme, me arroja al suelo. Me muero de sed, me ahogo, no puedo gritar. ¡Es el infierno, la pena eterna! ¡Ved cómo se reavivan las llamas! ¡Ardo como es debido! ¡Venga, demonio!

Había entrevisto la conversión al bien y a la felicidad, la salvación. Podía describir la visión, ¡pero el aire del infierno no soporta los himnos! Eran millones de criaturas encantadoras, un suave concierto espiritual, la fuerza y la paz, las nobles acciones, ¿qué sé yo?

¡Las nobles ambiciones!
¡

Y sigue siendo vida! – ¡Si la condenación es eterna! Todo hombre que desee mutilarse está ya condenado, ¿verdad? Me creo en el infierno, luego estoy en el infierno. Es el cumplimiento del catecismo. Soy esclavo de mi bautizo. Padres, habéis hecho mi desgracia y la vuestra. ¡Pobre inocente! – El infierno no puede atacar a los paganos. – ¡Sigue siendo vida! Más tarde, las delicias de la condenación serán más profundas. Un crimen, de prisa, para caer en la nada, por la ley de los hombres.

¡Calla, calla de una vez!… Éste es lugar de vergüenza, de reproche: Satán diciendo que el fuego es innoble, que mi cólera es espantosamente tonta. – ¡Basta!… Errores que alguien me sopla, magia, perfumes falsos, músicas pueriles. – Y decir que poseo la verdad, que veo la justicia: tengo un discernimiento sano y firme, estoy listo para la perfección… Orgullo.
– Se me reseca la piel de la cabeza. ¡Piedad! Señor, tengo miedo. Tengo sed, ¡tanta sed! ¡Ah! La niñez, la hierba, la lluvia, el lago sobre las piedras, el claro de luna cuando el campanario daba las doce… El diablo está en el campanario, a tal hora. ¡María! ¡Virgen Santa!… – Horror de mi estupidez.

rimbaud_arthur_poemes_les_illuminations_une_saison_en_enfer_notice_par_d5611613h¿No son aquéllas almas buenas que me desean el bien?… Venid. Tengo una almohada tapándome la boca, no me oyen, son fantasmas. Por otra parte, nadie piensa nunca en los demás. Que nadie se acerque. Huelo a chamusquina, eso es seguro.

Las alucinaciones son innumerables. Es eso lo que siempre he tenido: no ya fe en la historia, el olvido de los principios. Me lo callaré: poetas y visionarios se pondrían celosos. Soy mil veces el más rico, seamos avaros como el mar.

¡Qué cosas! El reloj de la vida se acaba de parar. Ya no estoy en el mundo. – La tecnología es seria, el infierno está ciertamente abajo – y el cielo arriba. – Éxtasis, pesadilla, dormir en un nido de llamas.

Cuánta maldad de observación hay en el campo… Satán, Ferdinando, corre con las semillas silvestres… Jesús anda sobre las zarzas de purpurina, sin inclinarlas… Jesús andaba sobre las aguas. La linterna nos los mostró de pie, blanco y con trenzas oscuras, flanqueado por una ola esmeralda…

Voy a desvelar todos los misterios: misterios religiosos o naturales, muerte, nacimiento, porvenir, pasado, cosmogonía, nada. Soy maestro en fantasmagorías.

¡Escuchad!…

¡Tengo todos los talentos! – No hay nadie aquí, y hay alguien: no querría divulgar mi tesoro. ¿Alguien desea cánticos negros, danzas de huríes? ¿Alguien desea que desaparezca, que me zambulla en busca del anillo? ¿Alguien lo desea? Haré, con el oro, remedios.

Confiad, pues, en mí: la fe conforta, guía, cura. Venid todos, –hasta los niños, –que yo os consuele, que os divulguemos su corazón, – ¡el corazón maravilloso! ¡Pobres hombres, trabajadores! No pido oraciones; con vuestra confianza solamente me contentaré.

– Y pensemos en mí. Todo esto me hace añorar poco el mundo. Tengo la suerte de no sufrir más. Mi vida no fue más que locuras suaves, qué lamentable.

¡Bah! Hagamos todas las muecas concebibles.

Decididamente, estamos fuera del mundo. Ningún sonido ya. Me ha desaparecido el tacto. ¡Ah! Mi castillo, mi Sajonia, mi bosque de sauces. Las tardes, las mañanas, las noches, los días… ¡Qué cansado estoy!

Debería tener mi infierno por la cólera, mi infierno por el orgullo, – y el infierno de la caricia; un concierto de infiernos.

Me muero de cansancio. Es la tumba, voy hacia los gusanos, ¡horror de los horrores! Satán, farsante, quieres disolverme en tus encantos. ¡Exijo! ¡Exijo un golpe con la horquilla, una gota de fuego!

¡Ah! ¡Ascender de nuevo a la vida! Poner los ojos en nuestras deformidades. Y este veneno, ¡este beso mil veces maldito! ¡Mi debilidad, lo cruel de este mundo! ¡Dios mío, piedad, escondedme, me comporto demasiado mal! – Estoy escondido y no lo estoy.

Es el fuego quien se reanima con su condenado.

 

 

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