El Nihilista

Por Nieves y Miro Fuenzalida 

 

nihilismo

 

Los mejores productores de mundos ilusorios fueron las religiones monoteístas. Si rascamos la superficie del  judaísmo, el islamismo o el cristianismo encontramos al nihilismo yaciendo en su . Hoy el nihilismo  ha adquirido propia.

¿Marxismo? Sí, pero sin revolución. ¿Sauna? Sin mucho sudor, por favor. ¿Tocino? Siempre que sea sin grasa. La moderación es lo que ha venido reemplazando  aquello que es grande, bello o peligroso… ¿Cierto? Si no, miremos la  del “gene silencioso” que nos promete la  sin lágrimas. O el centrismo que ofrece una política sin lucha de clases.

¿Y qué hay de malo en esto? Todos queremos evitar los extremos, sobre todo el peligro… ¿O no? Por supuesto. Desgraciadamente el problema es que por mucho que queramos evitarlos, el conflicto, el  dolor  y el  peligro están aquí para quedarse y la inhabilidad de reconocer este hecho  nos lleva a la negación del mundo. Originariamente el nihilismo fue el intento de escapar del caos y el sinsentido de este mundo inventando otra realidad trascendente, otro mundo celestial en donde el sufrimiento, la guerra y el despropósito dejan de existir. Los mejores productores de mundos ilusorios fueron las religiones monoteístas. Si rascamos la superficie del  Judaísmo, el Islamismo o el Cristianismo encontramos al nihilismo yaciendo en su interior. Hoy el nihilismo  ha adquirido vida propia y el fin de las creencias religiosas no significa el fin del nihilismo.

El  mundo contemporáneo que  inicia el modernismo inaugura la división religiosa entre nihilismo radical y nihilismo pasivo, entre la lógica de la negación de este mundo que, llevada a su extremo, llama por su aniquilación y el contentamiento con este mundo que renuncia a su aspecto maligno y a la pasión y los valores que contiene. Es decir, entre valores que no pueden encontrar un mundo y un mundo sin valores. Entre el deseo de nada y la aniquilación de la voluntad. Entre el suicidio terrorista y el llamado a la moderación.

La destrucción como última , la nada que reemplaza la realidad, la inmersión en el vacío es la respuesta del que nada quiere con la pasividad y los tranquilizantes que el gobierno y el  ofrecen. Es la respuesta radical del fracasado. Las noticias de la TV están llenas de historias increíbles. El empleado que es despedido y vuelve por última vez al lugar de  armado con una pistola con la que mata al jefe y a todos los que se cruzan en su  para caer en pocos minutos bajo el fuego policial. El adolescente que entra a su liceo con metralleta  disparando a diestra y siniestra para morir bajo una de balas. O el padre divorciado que mata a sus  y luego se dispara a sí mismo… ¿Qué es lo que ha ocurrido aquí? ¿Por qué en todos estos casos hay el deseo de herirse a sí mismo? La envidia, el egoísmo y el miedo llevan al asesinato del negro, del judío, del gitano, del hereje o del homosexual para mantener la homogeneidad del grupo. El sacrificio del chivo expiatorio es un acto de afirmación y purificación social. La decepción y el resentimiento, en cambio, son la situación opuesta en donde el deseo destruye la sociedad en lugar de construirla. Aquí no se salva nadie, todos son amenazados igualmente con la destrucción. El resentido no acepta que se le haga responsable por su fracaso y ve como única salida la radicalización del resentimiento en actos destructivos. La fusión de la destrucción y la autodestrucción es el único donde el fracasado logra sentir el sentimiento de poder sobre los otros y sobre sí mismo.

La finalidad destructiva del nihilismo radical en la sociedad de consumo se entrelaza con el nihilismo pasivo. Y, aunque parezca curioso, esto no es de extrañar. Cuando la política del consenso clausura el antagonismo social el resentimiento se transforma en política destructiva y la impotencia política en pasividad soporífica. La sociedad de consumo ve el conflicto entre estas  dos formas de nihilismo como el antagonismo fundamental de la época.

Pero… ¿Qué tal si este es un antagonismo falso y el verdadero antagonismo se encuentra en otra parte? ¿No sería mejor considerar el nihilismo  como una lógica paradójica que simultáneamente destruye y constituye lo social?

El último hombre, dice Nietzsche, prefiere la ausencia de la voluntad a la voluntad de la nada. Una vida reaccionaria que elige la felicidad a la acción, la pasividad narcótica a la búsqueda de un fin. Una criatura apática, sin pasión ni compromisos, sin sueños ni ideales. Su única aspiración es  ganarse la vida, sentirse satisfecho y evitar cualquier sacrificio. La felicidad es consumir y la política es conformismo pasivo. ¿No es este el modelo ideal de la sociedad occidental? Un  conformista compulsivo sujeto a la manipulación infinita del mercado, disociado de los otros, sin mayor consideración por sus semejantes cuya única autovaloración depende de cuantos deseos pueda satisfacer. Con el último hombre el nihilismo pasivo se convierte en la banalización del nihilismo y la devaluación de los valores termina en un mundo sin valores. Con la economía del dinero la diferencia entre los valores tiende a desaparecer. Cuando el dinero reduce la cualidad a cantidad las diferencias valóricas se borran y el valor de la distinción entre cosas y cosas pierde sentido. Con el dinero electrónico, el dinero, para peor, se vuelve una entidad espectral, un marco abstracto mucho más violento y poderoso que no puede ser localizado, a pesar de que domina completamente la vida social. Confrontadas con esta realidad las personas sienten que ya no tienen control sobre el desarrollo social y lo ven como algo que les pasa igual que la lluvia y los terremotos. La política, en estas circunstancias, queda reducida a la competencia entre grupos reconocidos que rivalizan y negocian intereses particulares y estilos de vida sin desafiar o cambiar las relaciones hegemónicas, carente de proyectos fuera de su propia perpetuación. Un juego político sin la posibilidad de cambiar el juego porque su fin es mantener a distancia la irrupción revolucionaria. Y, en el caso de que esto fallara, siempre está ahí “The American Army”.

Al otro lado del nihilismo pasivo nos encontramos con el fundamentalismo ultra antagónico, violento y terrorista que nada quiere con el mundo banal del capitalismo tardío en donde los valores supremos no tienen lugar. A este mundo imperfecto e inadecuado el nihilista radical le niega autoridad política y su objetivo es derrumbarlo completamente. El fanático iconoclasta se ve como el instrumento de una autoridad absoluta que busca destruir la Ciudad  para crear la Ciudad de Dios, para hacer que la sociedad se ajuste a sus valores. Y para lograrlo está dispuesto a sacrificar su vida por la verdad que ama. Para el nihilista radical el mundo como es no debiera ser y el mundo que debiera ser no es. No está interesado, como el anarquista o el revolucionario, en las contradicciones internas del sistema. Él se separa del sistema que odia y su blanco es el tejido mismo de lo social. Una estrategia desesperada en contra de la indiferencia social. Lo que caracteriza al ataque de New York como nihilista es la transformación de uno mismo y de los otros en instrumentos, la absoluta indiferencia hacia las víctimas y el silencio de los autores y planificadores del ataque. A diferencia de la política afirmativa y liberadora que reclama responsabilidad, la violencia nihilista permanece anónima y carente de proyecto, fuera de su propia perpetuación.

La diferencia entre terror y guerra en contra del terror es la muerte. Al sacrificar la propia vida, lo más valioso que uno tiene, el terrorista desafía la pasividad nihilista de la sociedad de consumo  en la que el sacrificio por una causa social es inimaginable. El nuevo terrorismo, en su pasión por purificar el mundo, termina en destrucción total. La violencia que desencadena y las muertes que causa sobrepasan cualquier limitación y consideración puramente humana al ejercerse en nombre de Dios o de un texto sagrado que se elevan por encima de la vida… “Cree en Dios y todo está permitido”. El terror fundamentalista moraliza la política y conceptualiza las diferencias como un antagonismo absoluto entre el Bien y el Mal que lleva a la autodestrucción total.

Con la política de seguridad después el 9/11 el terror y la guerra en contra del terror se transforman en un factor social que, curiosamente, en lugar de destruir el “business as usual”, lo sostiene.  El Terrorismo ya no es una calamidad excepcional, sino que se ha transformado en una técnica de gobierno que impone conductas y modelos de normalidad que redefinen las relaciones de poder y cancelan los principios democráticos fundamentales. Los derechos individuales quedan sujetos a la voluntad de los aparatos de seguridad. El terror interno elimina la dialéctica de la excepción y la norma. Ahora el estado de excepción es la norma y la democracia, una ilusión hipócrita.

El antagonismo fundamental, entonces, no es entre nihilismo radical y nihilismo pasivo, entre la política sin creencia y la creencia sin política, sino entre nihilismo y anti nihilismo, entre el trabajo muerto y el trabajo vivo, como decía Marx.

¿Y qué significa ser anti nihilista? Nietzsche decía que se necesita un martillo para destruir los ídolos nihilistas y construir nuevos valores. Lo que, en un curioso sentido, significa que el anti nihilismo es un perfecto nihilismo que se vuelve en contra de sí mismo y se destruye para crear nuevos valores inmanentes. La idea es la de que los valores se producen y lo que hoy necesitamos es transformar los valores existentes para crear nuevos basados en la fuerza de la vida. La destrucción activa que es necesaria para convertir la voluntad de la nada en afirmación vital no significa la eliminación de sí mismo o de los otros. Si la destrucción es necesaria, lo es para crear algo diferente. El riesgo, por supuesto, es que la destrucción puede resultar en una aniquilación nihilista o en el retorno de los valores trascendentes. El problema permanente del anti nihilismo es el de distinguir cuidadosamente entre destrucción creativa y su doble, la destrucción negativa. Entre la metafísica de un mundo de esencias eternas y el materialismo de este mundo. Desde la perspectiva este mundo, es decir de la inmanencia, dice Deleuze, no hay nada más allá porque la inmanencia es inmanente solo para sí misma y no deja lugar para “dimensiones suplementarias”.

Nuestros valores son la forma en que nuestra vida se expresa a sí misma. Sin vida, obviamente, nada sería posible y un valor inmanente es un valor enraizado en la vida. La cuestión, por tanto, no es valor y no valor, sino el valor de los valores, su relación positiva o negativa con la vida, es decir, si el pensamiento y la acción se orientan hacia la destrucción o renovación del mundo.

Fuente: MediaIsla

 

 

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