Hiperconectados, hipertrofiados, hiperlejos

Por Alma Delia Murillo

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A la hora de llorar hace falta un abrazo. No son suficientes los textos de WhatsApp, ni los mensajes privados en Facebook o Twitter.

Cuando se presenta el dolor que rompe, hay que estar bien seguros de que alguien que nos ama nos mire a los ojos, y si se puede, nos contenga entre sus brazos.

Lágrimas, saliva, sudores. Componentes esenciales en el destilado de la vida.

Nos asusta tanto dejar salir al animal que somos, que lo hemos acorralado tras la barricada de los medios de contacto digitales. Telecontacto, amor y amistad a distancia. Qué gran catástrofe. La devastación de los vínculos profundos y complejos.

Nos estamos volviendo expertos en manejar las relaciones de lejos pero también nos estamos volviendo incapaces en la cercanía. De pronto me siento casi nostálgica ante la imagen de una discusión amorosa en una llamada: esa que nos obligaba a levantarnos y salir de los lugares públicos para buscar un poco de privacidad, a tomar el teléfono con las manos temblorosas y pegarlo al oído, llorar, desarmarnos, pedir perdón, escuchar la voz rota del otro y saber que eso también es el amor. Pero tal parece que el triunfo del contacto limpio, aséptico y protegido de los mensajes de texto sobre las llamadas telefónicas se ha consumado.

Esa extraña incapacidad de tomar el teléfono y hablar, de articular con la propia voz emociones y pensamientos es un síntoma más de este déficit de cercanía, de esta gran falacia que llamamos hiperconectividad. Ya mejor ni hablar del miedo patológico a pararnos delante del otro y mostrarnos vulnerables.

Que estamos más conectados que nunca, que todos podemos tener un millón de amigos y ser “influencers” en redes sociales. Somos víctimas con tal facilidad e inocencia de nuestras perversiones que me resulta escalofriante, funesto.

Mis amigos reales son aquellos a los que nunca contacto en Facebook porque nos vemos, nos colgamos del cuello para llorar las penas o nos desternillamos de risa juntos. Facebook, Twitter y hasta WhatsApp, que parecen ser la divina trinidad de las relaciones virtuales, sobran como han sobrado siempre las prótesis cuando las relaciones son verdaderas

El sábado pasado vi a mi amigo Francisco, caminamos bajo la lluvia a golpe de carcajada como él dice. Me senté delante de él a contarle mis tonterías mientras veía los dedos chuecos de sus manos que están así por aquel accidente del que tanto hemos hablado. Lloré, lloró, peleamos por unos horribles caramelos que nos dieron en el restaurante porque los dos queríamos el de uva. Y nos dijimos te quiero, carnalito; te quiero, carnalita.

Cuento con los dedos de una mano–derechitos en mi caso, no como los pinches dedos feos del Francisco- a mis amigos verdaderos y todos tienen algo en común: son tan tercos, tan pasados de moda, tan militantes de sus propias causas y querencias, que se empeñan en marcar el teléfono insistentemente hasta que logramos quedar para vernos.

El escritor guatemalteco Mario Roberto Morales planteó hace pocos años el concepto Intelicidio que sostiene más o menos sobre este eje (cito):

No creo que antes en la historia haya existido una generación de jóvenes que rechazaran así el conocimiento y elevaran a valor identitario la ignorancia (…) Esta merma en la capacidad analítica es resultado de un intelicidio perpetrado por la sustitución de la cultura letrada por la audiovisual, en vez de utilizar ésta como apoyo y complemento de la primera. Los elementos letrados requieren su desciframiento antes de impactarnos emocionalmente. Esto implica un esfuerzo cerebral que los mensajes audiovisuales no requieren y por eso los jóvenes prefieren ver películas a leer libros.

Si los jóvenes prefieren ver películas a leer libros, ¿por qué los adultos preferimos los mensajes de texto a las llamadas telefónicas? “Nos peleamos o terminamos por WhatsApp” es una frase que escucho cada vez con más frecuencia, habría que preguntarnos si alguna vez empezamos algo y si lo empezamos de verdad.

Quizá estamos pasando del intelicidio racional al intelicidio emocional sin darnos cuenta. Tal vez este cáncer, esta entidad enferma ya hizo metástasis en nuestras células hiperconectadas, ecoamigables, hiperdistantes y ecoidiotas. Perdón si hiero sensibilidades hipermodernas pero ninguno de estos conceptos pasado por el filtro de la lucidez se sostiene, denles dos o tres vueltas desde la fiereza de la existencia y verán cómo se desbaratan uno a uno.

Es que todo lo queremos fácil, ligero. Y para eso la distancia es un gran caldo de cultivo. Por eso la antiamistad en Facebook disfrazada de amistad. Por eso la lejanía de WhatsApp disfrazada de contacto inmediato.

Por eso los mamarrachos que tenemos por empresarios promueven mensajes del tipo diviértete leyendo veinte minutos al día. Leer no siempre es divertido; a veces es doloroso, perturbador, difícil o sí, aburrido. ¿Y qué con ello? ¿Les cae que veinte minutos al día son suficientes para leer? No quiero enterarme de su precocidad amatoria: será de dos o tres minutos, calculo. Si seguimos cambiando el sonido de las carcajadas reales por un emoticón de carita feliz, es posible que la vida nos lo cobre con dosis de amargura en soledad. Y lo tendremos bien ganado, por pendejos.

Mejor volver a montar al caballo sin silla ni prótesis; mejor volver a ser criaturas que aman de cuerpo presente. Mejor tener amigos que se tocan, se abrazan, y a los que ninguna insulsa red social les dice cómo relacionarse y mucho menos cómo quererse.

 

@AlmaDeliaMC

Sin Embargo

 

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