Esbozo de la atracción

Por Javier Estel Madrid

 

la foto(1)«Dios no juega a los dados con el universo». Dijo alguien. Y en pocos años el universó le mató.

No obstante, ¿andando el tiempo, algún fiscal se atrevería a llevar a cabo un proceso al cosmos —quizás debiera incluirse en las leyes de memoria histórica—? ¿algún juez su encarcelamiento, una vez que Zeus se encuentra desterrado en las bibliotecas y los museos? Y sin embargo, de nuestros pasos y de nuestras palabras ¿son culpables las estrellas? Cuando Albert Einstein, con su inteligencia supersónica, pronunció la sentencia blasfema, ¿quién/qué de las tres cosas debería haberse ofendido en mayor medida? ¿La divinidad, el azar o lo total?

No creo que, por desgracia, ninguno de los hombrecillos que van por ahí respirando solo oxígeno, rememoren esta frase cuando lo que puede ser casualidad se presenta en su vidas —comprensible hasta cierto punto: que se les venga a la mente un viejo bigotudo o, peor aún, una frase brillante, no suele gustar cuando se busca el deleite en la sorpresa que entrega la vida —si es la vida, si es sorpresa, si es casualidad… Con un poco de suerte, se acordará de la película Serendipity. Con toda probabilidad, la descartarán para la reflexión malcatalogándola como film pasteloso, Kitsch que, como mucho, potenciará la idea de aquellos seres que hablan con simpleza de la media naranja, sin ni siquiera acordarse del andrógino de Platón —por aquello de parecer más cultos; de lo que está escrito, recuperando, aún ignorantes de ello, esos mundos de Grecia y del Medievo que rechazamos porque ¡oh, claro! los posmodernos somos superiores.

Pues no lo tenemos claro, univocidad de pensamiento en nuestras cabezotas destornilladas, cuando el hecho inesperado sucede. No me refiero a la sensación de existencia, que en el fondo es sucesión de esos hechos inesperados, sino a ese instante en que una acción realmente cambia el curso de la historia, aunque sea de nuestra pequeña historia, a ese momento que en el recuerdo concebimos como la vivencia de un deja vu, a ese espacio que transformado ya en memoria nos revela que la vida tiene cursos, carriles, que acabamos de cambiar de andén.

¿O quizás de órbita?

Solo una cosa era evidente para los poetas renacentistas de la belleza: el mundo cambia desde la palabra. Orfeo —el flautista de hamelín, si se prefiere— encantaba; es decir: atraía hacia sí con su canto, que era logos y música. Pronunciar la palabra adecuada, escuchar la canción apropiada, no es una verdad que suceda simplemente aquí, ahora. Es mucho más. Es inconcebible. Es lanzar la piedra en medio del río de las realidades, cambiar la armonía del flujo invisiblemente líquido del cosmos, con esas nuevas ondas que ahora, un ahora atemporal, dimanan al contacto de nuestra decidida voluntad.

Y así esperar que aquellas vibraciones, tan neoplatónicas como cuánticas, aquellas olas de sentido y de deseo, vuelvan a nosotros en el único lago en donde las cosas y los seres regresan. No quedándose parado; pues ya viene con nosotros el centro, ya nosotros somos el centro… una entidad nuevamente imantada, resonante, unos ojos cargados de palabras, de la palabra, una recomposición andante del puzzle de la vida, en donde ahora encaje lo que antes presionábamos con torpes manos de niño impaciente.

Solo esperar y estar tranquilos. No tener prisa, no exigir a los dioses el cumplimiento del conjuro. No revelarlo. Disimular un estado de involuntariedad. Receptivos a la llegada, mientras se sigue viviendo, esperar la visión, la epifanía.

Amor nuevo y de siempre. Ayer hablé con Dios. Solté los dados. Fui universo.

 

 

@JaviEstelMadrid

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