Amores de papel (valga el calambur)

Por Luis Martínez-Falero

 

doncellaJean Rotrou nos regaló en una de sus comedias, Venceslas (1648, adaptación para la escena francesa de No hay ser padre para ser rey, de Rojas Zorrilla, obra del Siglo de Oro español que más tarde mereció un extenso comentario de Voltaire), uno de los versos más hermosos de la historia de la literatura europea: “Apprenons l’art, mon cœur, d’aimer sans espérance” (Acto III, Escena I). Louis Aragon retomó esta cita de Rotrou en Les yeux d’Elsa (1942). Así, el arte de amar sin esperanza parece haber iluminado la creación poética durante varios siglos, a lo largo de los cuales sucesivas generaciones de lectores hemos tomado conciencia (después de todo, la poesía nos ofrece una perspectiva más profunda de la vida) de que quizá todo amor esté abocado a un final, más allá de ese “polvo enamorado” de Quevedo, o de su fuente literaria: Propercio de Asís y su “Elegía IX” del Libro I (“…ut meus oblito puluis amore uacet” [“…para que mis cenizas estén libres de tu amor por haberlo olvidado”]), también recurrente en los poemas “Summer elegies” y “A Propertius quartet” de Derek Walkott. Porque en todo acto de amor hay un acto de desesperanza, sea por la inminencia de la muerte (véanse en Freud los conceptos de ‘Eros’ y ’Thánatos’, en Más allá del principio del placer, 1920), como en el poema “SOS” de José Ángel Valente, ya conocedor del cáncer que lo mataría: “Al norte / de la línea de sombras / donde todo hace agua, / rompientes / en que el mar océano / se engendra o se deshace, / y el naufragio inminente todavía / no se ha consumado, ciegamente / te amo” (Fragmentos de un libro futuro, 2000); sea quizá por la inminencia del mismo final del amor: “…Porque era el último amor. ¿No lo sabes? / Era el último. Duérmete. Calla. / Era el último amor… / Y es de noche” (Vicente Aleixandre, Historia del corazón, 1954); sea, finalmente, porque la relación erótica no nos ha concedido del todo el sentido de eternidad que buscábamos o intuíamos (de ser uno con el otro para siempre): “…Al reposar la llama de la vida / puse mis labios con dulzura lenta / en torno a tu cintura, y los ojos / alcé para mirarte: con más luz, / con más belleza aún me sonreías. / Supe así la desdicha de la carne” (Francisco Brines, El otoño de las rosas, 1986).

De este modo, el amor nos constituye como seres humanos, completa nuestra naturaleza (más allá de la idea platónica de las medias esferas), nos hace conscientes de quiénes somos, de nuestra medida como seres humanos al medir nuestra capacidad de amar. Ese “otoño de las rosas” (con el Carpe diem implícito) o ese “otoño de las nueces” del poema “Corona” de Paul Celan (Mohn und Gedächtnis, 1952) es una advertencia de que el amor, como nuestra vida, está abocado a un final. Por eso necesitamos sumergirnos en nuestra naturaleza para, en el cuerpo del otro, descubrirnos nosotros también. Dice Celan en ese poema: “…Mi ojo desciende al sexo de la amada: nos miramos, / nos decimos lo oscuro, / nos amamos uno a otro como amapola y memoria, / dormimos como vino en las conchas, como la mar en el rayo de sangre de la luna. // Estamos abrazados en la ventana, nos miran desde la calle: / ¡Ya es tiempo de que se sepa! / Ya es tiempo de que la piedra se avenga a florecer, / que a la inquietud le palpite un corazón. / Ya es tiempo de que sea tiempo. // Ya es tiempo”.

Si, como dice Martin Heidegger, somos seres-para-la-muerte, debemos pensar entonces que, como sucede con el tópico iconográfico de “La muerte y la doncella” (cultivado sobre todo por los integrantes de la Escuela de Durero), aparte del sentido moral o existencial, hay siempre un Carpe diem que nos invita al conocimiento, bordeando esa desesperanza al menos unos instantes, los verdaderos instantes en que la vida cobra forma entre nuestros brazos. Quizá por eso Pablo Neruda culminó sus Veinte poemas de amor con la Canción desesperada (“Emerge tu recuerdo en la noche en que estoy…”). Quizá por eso el amor –como toda energía– no desaparece, sino que se transforma, se hace imagen, cobra cuerpo hasta devolvernos a la memoria (la del poeta, la nuestra) al ausente, como en Quelque chose noir (1986) de Jacques Roubaud o como en este poema de Blanca Andreu: “Limpio y claro como una gota de agua / como una lágrima / tu amor / como una gota de agua transparente / como una lágrima / es transparente / limpio y claro / como una lágrima / tu amor / y como un beso” (La tierra transparente, 2001). Puesto que hay final, al amor sólo lo salvan las palabras, pues es frágil como una hoja (de papel o a punto de caer en el otoño), como el sonido mismo que empleamos para decir ‘te amo’ en las distintas lenguas. Sin ese amor, habremos llegado al final del camino antes de iniciarlo. Lo dicen los poetas y, como aseguraba Heidegger en Hölderlin o la esencia de la poesía (1936), parafraseando al propio Hörderlin, “Lo que dura, lo fundan los poetas”. Por eso, sólo en las palabras (en un lenguaje más allá del lenguaje, porque hablamos de algo que llena nuestra existencia) se refleja una historia que supera al tiempo (a la historia de la Humanidad y a nuestra historia particular), para poder decir: “Yo he sido el habitante más triste de tu cuerpo” (José Luis V. Ferris, Niebla firme, 1989) o tal vez “…Qué verdad, qué limpia escena / la del amor, que nunca ve en las cosas / la triste realidad de su apariencia” (Claudio Rodríguez, Don de la ebriedad, 1954).

Quizá, con el fin del amor sólo queden las cenizas de días y de horas, a veces pocas horas (un encuentro fortuito, por ejemplo: esos “encuentros de una sola noche” de los que habla Brines en el libro ya citado), pero siempre permanece el convencimiento de que fue hermoso, como un sueño lejano y dulce, breve y que recordamos con la nostalgia de lo que apenas ha sucedido, como nos cuenta José Agustín Goytisolo en La noche le es propicia (1992), historia de un encuentro fortuito entre un hombre y una mujer, que pasan la noche juntos, y cuyo poema final (que sirve como final de este artículo) dice: “¿Qué hará con la memoria / de esta noche tan clara / cuando todo termine? // ¿Qué hacer si cae la sed / sabiendo que está lejos / la fuente en que bebía? // ¿Qué hará de este deseo / de terminar mil veces / por volver a encontrarle? // ¿Qué hacer cuando un mal aire / de tristeza la envuelva / igual que un maleficio? // Qué hará bajo el otoño / si el aire huele a humo / y a pólvora y a besos? // ¿Qué hacer? ¿Qué hará? Preguntas / a un azar que ya tiene / las suertes repartidas”.

 

Imagen: La muerte y la doncella de Patrick James Lync

 

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