Cultura alimentaria y canibalismo

Por Juan Cruz Cruz
Francisco de Goya (1746-1828): “Saturno devora a su hijo”. Recrea la leyenda de Saturno, dios del tiempo: para no ser destronado, decide comerse a sus hijos. Desesperado y crispado, con los ojos fuera de sus órbitas y las manos ensangrentadas, devora el frágil cuerpo del hijo. Un cuadro que sobrecoge por su crueldad. La sensación de horror se acentúa con la oscuridad del fondo.

Francisco de Goya (1746-1828): “Saturno devora a su hijo”. Recrea la leyenda de Saturno, dios del tiempo: para no ser destronado, decide comerse a sus hijos. Desesperado y crispado, con los ojos fuera de sus órbitas y las manos ensangrentadas, devora el frágil cuerpo del hijo. Un cuadro que sobrecoge por su crueldad. La sensación de horror se acentúa con la oscuridad del fondo.

 Sobre el nacimiento de la cultura

El 15 de noviembre de 2013 detienen a un vagabundo de 26 años acusado de canibalismo en Francia: asesinó a un anciano de 90 años y se comió su lengua y su corazón. La explicación que dio a la policía se resume en que “oía voces en su cabeza”. Voces locas, seguro; fuera de toda lógica y de toda ética.

Soy consciente de que sólo el título de esta página puede molestar a mis lectores, los cuales exigen que se hable de la comida con finura, elegancia y estética. Y así debe ser. Pero hay comidas normales y comidas insólitas. La posibilidad de que un semejante sea devorado por otro, nos parece algo aberrante y perturbador. ¿Comidas insólitas? “Haberlas, haylas”, como las meigas. Y además nos provocan a pensar en profundidad el fenómeno de la alimentación humana, fuera de cualquier explicación psiquiátrica acerca de lo anormal.

La relación cultural del hombre con el alimento parece que es rota por el ca­nibalismo o la antropofagia, una mues­tra aparente de inhumanidad o ferocidad. ¿Es verdaderamente el cani­balismo un paso atrás en la hominización, una forma de animalizarse, de ase­mejarse a los animales que comen carne de otros animales de la misma especie?

En su obra Tótem y Tabú Sigmund Freud sentó la tesis de que el nacimiento de la cultura se debe a un acto primitivo de antropofagia: los hijos se rebelaron contra la autoridad del padre, lo mataron y después se lo comieron. Con eso nació en ellos, a la vez que un terror indescrip­tible por el acto realizado, el «ideal» del padre introyectado, un ideal de autori­dad, de gobierno y de procuración que trascendía lo meramente natural. El re­cuerdo inconsciente de este horrible cri­men no se desvaneció, sino que se conti­nuó, diluyéndose en el peso autoritario del «ideal» del yo individual –el «super-yo»– generando la aplicación del ideal a la naturaleza –también al ámbito espon­táneo de la naturaleza instintiva interna, llamada «ello» por Freud– o sea, origi­nando la «cultura».

Esta tesis de Freud, una de las más endebles de su teoría psicoanalítica, pone el nacimiento de la cultura en un acto histórico de caniba­lismo, hecho del que los psicoanalistas ortodoxos no han podido aportar prueba experimental alguna. Pero al menos reconocen –y en esto aciertan– que el cani­balismo no puede ser simplificado como un puro acto animal.

No se puede negar que en algunos puntos del planeta los hombres se han comido a sus congéneres. Pero es demos­trable que, cuando lo han hecho, de nin­gún modo lo hacían de una manera «bestial», sólo para satisfacer el hambre: el acto en cuestión no dejó de tener un sentido cultural. El caso de los aztecas lo atestigua. Sólo los «ideales» que regían su conducta quedaban desvia­dos de una escala de valores universal­mente válida para un ser racional.

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 Antropofagia de excepción y antropofagia de costumbre

Se conservan testimonios de antropo­fagia de todas las partes del mundo. En unos casos, ha sido un acto excepcional. En otros casos, era un acto consuetudi­nario, arraigado en la costumbre de un pueblo.

a) Hablemos primero brevemente de la antropofagia como acto extremo. En su libro sobre La Peur en Occident Jean Delumeau, a propósito de las calamida­des de la guerra general europea llamada de los Treinta Años (1618-1648), recoge un relato en el que se dice que ciudada­nos de la Picardía hicieron “aquello que no osaríamos decir si no lo hubiéramos visto, y que causa horror: se comían sus propios brazos y manos y morían en la desesperación”. Era la autofagia. Y en otro patético testimonio, recogido por el mismo autor, se dice que en Francia “eran buscadas las carroñas de las bestias muertas; las gentes quedaban tendidas en los caminos extenuadas o moribundas… En fin, se llegó a comer la carne hu­mana”[1]. Era la antropofagia.

Caso extremo fue también el ocurrido con los supervivientes (equipo de rugby de Uruguay) del avión estrellado en 1972 en la cordillera de los Andes (29 muertos, 16 supervivientes)[2]. Los que no murieron en aquél accidente pudieron mantenerse 72 días comiéndose a los que habían fallecido en la caída del aparato. Perdieron 30 kilos de peso; y algunos de ellos fueron ca­paces de encontrar un poblado habitado después de realizar durante doce días una marcha sobrehumana (55 km) con temperaturas nocturnas de -25° a -42°.

Setenta y dos días comiendo solamente entre 200 y 400 gramos de carne, atena­zados por un frío enorme.

El biológo y dietista Jean Trémoliéres –que tuvo la oportunidad de conversar después con ellos– sacó una valiosa con­clusión sobre el verdadero significado de la antropofagia como acto extremo: era una comunión con la muerte. “Los dos supervivientes del accidente de avión de la Cordillera de los Andes, al comerse a sus compañeros muertos en la catástrofe, hicieron lo mismo que los rusos durante las hambrunas de 1921, cuando los ase­dios de Leningrado. […] En la voluntad de vivir que los ha salvado, sus hermanos muertos estaban presentes. Dos años des­pués, estos dos rostros no habían olvi­dado nada. La vida asumida en la medi­tación permanente de la muerte hacía aflorar en sus caras una madurez, un res­peto, una caridad, una fe, que eran evi­dentes. Comer la carne de sus hermanos muertos es comulgar con su propia muerte. Nuestra sociedad que quiere ig­norar o apartar los ojos de esta presencia de la muerte se extravía fácilmente, por­que hay en ella una dimensión funda­mental de la vida que sólo existe en el amor, en la unidad, porque nuestra eter­nidad no puede darse sin la comunión de los unos con los otros, en el retorno que el Espíritu nos hace al Padre”[3].

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b) Problema diferente, y fuera de ca­sos límite, es el de la antropofagia con­suetudinaria. Aunque ésta no estuvo en siglos pasados muy extendida entre las diferentes tribus primitivas de Africa, América y Australia, lo cierto es que tampoco fue una actividad rara. Al pare­cer, ya el antepasado Homo erectus de Pekín practicaba, hace millón y medio de años, la antropofagia, según se desprende del análisis de los huesos fosilizados en las grutas que habitaba: tales huesos están fracturados, como si se les hubiese que­rido sacar la médula, y los cráneos que los acompañan parecen haber sido abiertos con el fin de acceder al cerebro y comérselo.

Se ha dicho incluso que durante el siglo IX y X recorrían las tierras de Europa profesionales de la muerte que mataban a los viajeros y los vendían co­mo carne en los mercados[4].

Los Amerindios descritos por los descubridores practicaban tam­bién de modo similar la antropofagia.

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El caso de los antiguos aztecas

Cuando en 1521 los hombres de Hernán Cortés entraron en lo que hoy es México, vieron que los indios aztecas practicaban sacrificios humanos en una escala escalo­friante. El cronista de la expedición, Bernal Díaz del Castillo (1496-1584), escribe que, al pasar por la plaza de un poblado, vio apilados cráneos humanos con tanta regularidad que se podían contar unos cien mil[5].

Cap. 51- Cada día sacrificaban delante de nosotros tres o cuatro o cinco indios, y los corazones ofrescían a sus ídolos, y la sangre pegaban por las paredes, y cortábanles las piernas y los brazos y muslos, y lo comían como vaca que se traen de las carnecerías en nuestra tierra, y aun tengo creído que lo vendían por menudo en los tiánguez, que son merca­dos.

Cap. 61- Acuérdome que tenían, en una plaza adonde estaban unos adoratorios, puestos tantos rimeros de calaveras de muertos, que se podían contar, según el concierto como estaban puestas, que al parescer que serían más de cient mill, y digo otra vez sobre cient mill; y en otra parte de la plaza estaban otros tantos re­meros de zancarrones, huesos de muerto que no se podían contar, y tenían en unas vigas muchas cabezas colgadas de una parte a otra, y estaban guardando aque­llos huesos y calaveras tres papas que, se­gún entendimos, tenían cargo dellos; de lo cual tuvimos que mirar más, después que entramos bien la tierra adentro, en todos los pueblos estaban de aquella ma­nera, e también y en lo de Tascala.

Cap. 91- Ya me habrán oído decir que cuando sacrificaban algún triste indio, que le aserraban con unos navajones de pedernal por los pechos, y bulliendo le sacaban el corazón y sangre y lo presen­taban a sus ídolos en cuyos nombres ha­cían aquel sacrificio. Y luego les cortaban los muslos y brazos y cabeza; y aquello comían en fiestas y banquetes, y la ca­beza colgaban de unas vigas, y el cuerpo del sacrificado no llegaban a él para le comer, sino dábanlo a aquellos bravos animales; y aun tuvimos por cierto que cuando nos echaron de Méjico y nos mataron sobre ochocientos de nuestros soldados, que de los muertos mantuvie­ron muchos días aquellas fieras alimañas y culebras.

Cap. 92- Tenían un poco apartado un sacrificadero, y todo ello muy ensan­grentado y negro de humo e costras de sangre, y tenían muchas ollas grandes y cántaros y tinajas dentro en la casa llenas de agua, que era allí donde cocinaban la carne de los tristes indios que sacrifica­ban y que comían los papas, porque también cabe el sacrificadero muchos navajones y unos tajos de madera, como en los que cortan carne en las carnecerías, y ansimismo detrás de aquella maldita casa, bien apartado de ella, estaban unos grandes rimeros de leña, y no muy lejos una gran alberca de agua, que se hinchía y vaciaba, que le venía por su caño en­cubierto de lo que entraba en la ciudad de Chapultepec; yo siempre la llamaba la casa el infierno”.

Algunos autores estiman -exageradamente- que los individuos sacrificados anualmente en el territorio azteca sobre­pasarían la cifra de 250.000. Desde luego, para la dedicación de la pirámide de Tenochtitlan, en 1487, se sacrificaron alrededor de 75.000 individuos, a los que en la cima se les arrancaba el corazón, se les empujaba y bajaban rodando por las estrechas y empinadas gradas hasta el suelo. Sólo tenían valor gastronómico los miembros superiores e inferiores y el ce­rebro. Se troceaban sus miembros que, hervidos con pimientos y tomates, eran comidos. Y una vez que los cráneos que­daban devorados y sin masa encefálica, eran apilados ordenadamente, en propie­dad de los guerreros que habían aportado las víctimas.

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Fin y modo del canibalismo: gastronómico y ritual

Los antropólogos han distinguido dos órdenes conceptuales de canibalismo: uno, referente al fin que persigue; otro, referente al modo en que se practica.

En lo que atañe al fin que los caní­bales se proponen al comerse a sus seme­jantes, se habla de canibalismo gastro­nómico cuando la víctima es tomada como agradable fuente nutritiva (tal es el caso del canibalismo practicado en las tierras altas de Nueva Guinea); y se habla de canibalismo ritual cuando la víctima es objeto de un acto religioso, supersti­cioso o animista. Este último es el más frecuente de entre todos los casos: pues los caníbales suelen comerse a sus vícti­mas para apoderarse de su espíritu, de su fuerza vital o para congraciarse con sus dioses (se dio entre los egipcios del pe­ríodo predinástico, entre los chinos de las dinastías T’sin, Han y T’ang). Se sabe que en América del Norte los indios iroque­ses se disputaban el corazón de los enemigos valientes y se lo comían para obte­ner su fuerza y arrojo. En algunas tribus de Nueva Guinea el cadáver de un ene­migo era una buena ocasión para demos­trar contra él los sentimientos de cólera y hostilidad al mismo tiempo que era tro­ceado.

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Endocanibalismo y exocanibalismo

Cuando el individuo sacrificado y comido pertenece a la misma tribu o al mismo grupo social que los comensales, se habla de endocanibalismo. Pero si no ha tenido relación con estos o ha sido su enemigo, se habla de exocanibalismo.

Aunque el endocanibalismo es bas­tante raro, se ha dado en los Indios de América del Sur y en algunas tribus del interior de Nueva Guinea (gran isla de Oceanía, en Melanesia, al NE de Aus­tralia).

Lévi-Strauss ha sostenido que la ma­nera en que las diferentes tribus de caní­bales cuecen habitualmente la carne hu­mana, –maneras que van de lo asado a lo hervido– expresa la relación que hay en­tre naturaleza y cultura. El extranjero o extraño a la tribu se asocia a la idea de lo salvaje y natural; mientras que los pa­rientes o allegados son unidos en la idea de convivencia y cultura. Como, por otra parte, lo asado –siempre según Lévi-Strauss– se asocia a lo no-elaborado o natural mientras que lo hervido se co­necta con lo elaborado o cultural, se si­gue que los caníbales que se comen a sus allegados –endocanibalismo–habrían de hervirlos invariablemente, pero los que consumen a los extraños –exocaniba­lismo– habrían de asarlos. Ahora bien, esta interpretación de Lévi-Strauss se ha demostrado inverosímil. “Ha sido reali­zado un estudio estadístico sobre sesenta sociedades caníbales y los resultados es­tán muy lejos de confirmar esta generali­zación. El 35% de estas sociedades, aproximadamente, asan la carne, sin tener en cuenta si viene de un pariente (cul­tura) o de un extraño (naturaleza). De las veintiséis sociedades caníbales que tienen la costumbre de comer a sus allegados y solamente a sus allegados, y que, según Lévi-Strauss, deberían haberlos hervido, sólo se han encontrado dos que pro­cedieran así. Y más aún, los caníbales no se contentan con ser imprevisibles en hacer asar o hervir a parientes o extraños; como no han leído a Lévi-Strauss, los cuecen al horno, los ahúman para cecina o incluso se los comen crudos –una ver­dadera ensalada rusa de carne humana–”[6].

Uniendo los aspectos del fin y del modo de la antropofagia, se observa que tanto el endocanibalismo como el exo­canibalismo pueden tener un fin ritual, un fin gastronómico o los dos conjunta­mente. Se ha dado el canibalismo a la vez gastronómico y ritual, por ejemplo, entre los indios Panos –cuyas tribus habitan en territorios de Brasil y Perú, entre los ríos Madeira y Ucayali–, los cuales consideran que es un deber co­merse la carne de los parientes fallecidos, para evitarles la penosa tarea de recu­perar sus cuerpos después de la muerte; lo cual no impedía que asaran a sus muertos y bebieran su sangre como si fuese vino, llegando incluso a acelerar la muerte del viejo o del enfermo para que les quedara algo que comer.

A propósito del antiguo pueblo de los Masagetas, cuenta Heródoto (siglo V a. C.) una forma ritual de endocanibalismo: “Cuando uno de ellos se hace muy viejo, sus parientes se reúnen todos, lo inmolan e inmolan también con él animales, cue­cen sus carnes y se regalan con ellas. Ellos consideran que este final es el más feliz. Si alguno muere de enfermedad, no se lo comen, sino que lo entierran y es­timan que para él es una desgracia no haber llegado a la edad de ser inmo­lado”[7].

También se practicó con este doble fin –y en fechas no muy lejanas– la antro­pofagia en Nueva Guinea, cuyas normas restrictivas de ingesta eran muy curiosas: una mujer no podía comerse a sus hijos, pero sí a su marido; un varón no podía comerse ni a sus parientes ni a su mujer. Omitiremos detalles referentes al modo de fraccionar, distribuir y cocinar los miembros de la víctima. La administra­ción australiana tuvo en 1960 que impe­dir legal y policialmente cualquiera de esas prácticas.

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Ecología y canibalismo

No han faltado autores que explican el canibalismo por causas ecológicas: el aumento de la población de una región acaba con los recursos naturales (ani­males y vegetales) y pone en peligro el equilibrio del medio[8]. Tanto los anti­guos aztecas como los habitantes neo-guineanos habrían tenido muy limitadas las proteínas de origen animal, las cuales fueron buscadas belicosamente en la car­ne humana de las tribus rivales, especial­mente de las más débiles, las cuales serían tenidas como cercanas reservas de carne.

Pero, ¿cuantos hombres tendrían que ser consumidos dentro de un grupo hu­mano tan numeroso como los aztecas o incluso más reducido como los neoguineanos? Si se tuviese que traducir sólo en número de víctimas humanas la cantidad de proteínas necesarias para abastecer esos grupos, en menos de cinco años no sólo habrían arrasado los pueblos limítro­fes y lejanos, sino que habrían tenido que devorarse unos a otros.

Recuérdese que los aztecas no aprove­chaban todo el cuerpo de la víctima, sino sólo los miembros y el cerebro; además la carne humana se distribuía preferente­mente entre las clases de los guerreros y de los nobles. Se sabe que una tribu sólo llegaría a cubrir entre el 7 % y 10% de sus necesidades proteínicas de origen animal con la práctica asidua de la an­tropofagia. O sea, con ello no resolverían en absoluto su problema alimentario. En realidad, la pesca, la caza, la ganadería y el laboreo constituían sus fuentes básicas y en muchos casos suficientes de sub­sistencia.

Parece lógico remitirse a otras causas. Por ejemplo, en el caso de los aztecas, existe un aspecto psicológico y cultural de enorme significación: de un lado, “la obsesión maníaca por la sangre y la tor­tura”[9]; de otro lado, el carácter religioso de ese pueblo, cuyo ritual de sacrificio iba unido al culto a los muertos. Cuantas más víctimas de la guerra fueran sacrifi­cadas, más propicios se mostrarían los dioses. Cuantos más cerebros humanos fuesen consumidos, más energía, vitalidad y coraje se tendría. Esta es una espiral que no se puede detener fácilmente. Pero el quicio sobre el que pivota todo este proceso es en definitiva la creencia en un supramundo animado, poblado de seres benéficos o malignos; una creencia tam­bién en la superior dignidad del hombre, pues hasta su carne tiene, al ser consu­mida, efectos psicológicos: da más fuerza, más fecundidad y más va­lor que cualquier otro tipo de alimento.

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Canibalismo terapéutico

Antes de seguir adelante, conviene aludir a los casos comprendidos por Piero Camporesi bajo el epígrafe de “Cannibalisme sacré et profane”[10], los cuales no tendrían en realidad que ser incluidos en el canibalismo que pone una acción violenta para matar a otro y después co­mérselo. Se trata de la práctica médica y farmacéutica común, vigente hasta el si­glo XVIII, de utilizar algún elemento del cuerpo humano, vivo o muerto, para su­perar una enfermedad.

Forzando los términos, podría clasifi­carse este hecho como canibalismo tera­péutico. Es defendido, por ejemplo, por el gran renacentista Marsilio Ficino (siglo XV), humanista y médico en la Univer­sidad de Bolonia, quien prescribía en su libro De sanitate tuenda beber sangre de las venas de los adolescentes para reme­diar el agotamiento senil: “¿Por qué nuestros viejos, que no reciben ayuda alguna, no podrían chupar también la san­gre de un joven que sea gallardo de fuer­zas, sano, alegre, moderado, y provisto de una sangre excelente y por ventura supe­rabundante? Que la chupe, como hacen las sanguijuelas, después de haber abierto la vena del brazo izquierdo… durante la fase ascendente de la luna”.

Canibalismo terapéutico sería también la práctica de la momificación de la ca­beza humana: “la momia libera la sangre muerta”, escribía Savonarola en su Prac­tica maior.

El acqua viva era todavía en el siglo XVII un destilado de los cadávares de individuos fallecidos por muerte violenta.

El polvo de cráneo humano se utili­zaba como remedio contra la epilepsia. Pero también en este caso no todos los cráneos humanos tenían el mismo valor: “Los boticarios y los médicos no dan ningún valor a los cráneos que, pertene­cientes a personas muertas naturalmente, son robados en los cementerios. Ponen un cuidado especial en elegir los cráneos que provienen de hombres muertos violentamente y que, una vez limpios de toda inmundicia, han quedado durante algunos años a cielo abierto, como los que la justicia, por la infamia pública de ser grandes bandidos, expone a los ojos de la gente en cajas de hierro encima de las puertas de la ciudad. Según ellos, esta elección es mejor, porque piensan que el cráneo de quien ha pasado al otro mundo por muerte natural está total­mente desprovisto de espíritu interior, pues éste se ha disipado en la enferme­dad; mientras que el de un fallecido por muerte violenta conserva todavía una parte de este espíritu, y además, según di­cen, esa muerte ha concentrado y como escondido allí un suplemento de espíri­tu”[11].

Estas prácticas de canibalismo tera­péutico no reflejan el «gusto por la san­gre» que Camporesi les atribuye. Podrían, más bien, ser valoradas con los mismos criterios éticos que en la actualidad rigen para la «donación de órganos» humanos o para la «transfusión de sangre». Sólo que ahora se saben las causas y entonces no.

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Final

En cualquier caso, el canibalismo viene a ser la afirmación más rotunda de que el hombre sólo come en realidad sus propias ideas (lo que piensa, lo que cree). Ideas que se plasman seguidamente en formas culturales: unas, en consonancia con su dignidad humana; otras, trágicas, de contenido ético repulsivo, como el canibalismo estricto.


[1] J. Delumeau, La Peur en Occident. XIVe-XVIIIe siécles. Une cité assiégée (París, 1978), p. 164.

[2] La historia de estos deportistas fué contada por P. P. Ried en el libro Alive, 1974.

[3] P. Farb / G. Armelagos, Anthropologie des coutumes alimentaires, (París, 1985), p. 159. Los datos sobre cani­balismo en Nueva Guinea están recogidos por R. Berndt, Excess and Restraint: Social Control among a New Guinea Mountain People (Chicago, 1962).

[4] P. Farb / G. Armelagos, op. cit., 128.

[5] Bernal Díaz del Castillo, Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España: terminada en 1575, fue  editada póstumamente en Madrid, año 1532.

[6] Michael Hamer, “The Ecological Basis for Aztec Sacrifice”, en American Ethnologist, 4, 1 (1977) pp. 17-135. Cfr. M. Harris, Cannibals and Kings: the Origin of Cultures (1977).

[7] Herodoto, Historias (trad. francesa de P. E. Legrand, 1932, I, 216).

[8] Michael Hamer, “The Ecological Basis for Aztec Sacrifice”, en American Ethnologist, 4, 1 (1977) pp. 17-135. Cfr. M. Harris, Cannibals and Kings: the Origin of Cultures (1977).

[9]  C. Lévi-Strauss, Tristres Trapiques, 450.

[10] P. Camporesi, Le Pain sauvage. L’imaginaire de la faim: de la Renaissance au XVIIle siécle, París, 1981, pp. 25- 51.

[11] C. Brunori, II medico poeta ovvero la medicina esposta in versi e prose italiane (1726), p. 374.

 

 

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