Y tú, ¿ya tienes el título, princesa?

Por Sandra Ferrer
perfil1Llevo rato dándole vuelta a una cuestión. Mi neurona es incapaz de encontrar una solución. Después de buscar y rebuscar no he podido encontrar ningún título en este mundo que no se lo den a nadie si no es tras superar algún tipo de prueba. Excepto uno, claro está. El de la realeza. Bueno, y la aristocracia. Ya tenemos dos. Pero creo que aquí tendré que plantarme.

Resulta curioso que para ser cualquier cosa en la vida hay que pasar algún tipo de examen, prueba, elección o proceso más o menos dificultoso para demostrar de alguna manera que somos válidos y estamos capacitados para hacer aquello que dice el título al que aspiramos.

Pero un conde, un príncipe, un rey, simplemente lo es, porque ha nacido en una familia concreta. El resto de mortales nos hacemos ilusiones con frases como «yo soy la reina de mi casa» pero vaya, nuestra casa dudo que se asemeje a los palacios, palacetes o mansiones en los que viven personas de «alta alcurnia».

Hay quien incluso no nace dentro de esos clanes reducidos pero se cuela dentro de ellos gracias al matrimonio.

Pero si ni tan siquiera las personas que tienen títulos ganados a pulso, a veces son incapaces de defenderlos con rigor y profesionalidad, aquellos títulos dados porque sí, porque ellos lo valen, nos regalan situaciones de lo más nefastas.

Efectivamente, hoy quiero reflexionar sobre las princesas y su papel dentro de la realeza. Muchas han sido las damas de la aristocracia o cercanas a las familias reales que han terminado convirtiéndose en princesas herederas y posteriormente reinas o emperatrices. Algunas se han convertido en grandes mujeres dignas de ser alabadas por la historia, siendo grandes estrategas y capacitadas para gobernar con gran efectividad. Otras, sin embargo, no siempre han estado a la altura que las circunstancias reales les exigían.

 

Foto: revista Semana

Foto: revista Semana

 

En la mente de todos seguro que revolotean dos nombres clave en la historia. La princesa Diana de Gales, cuyos escándalos aun siguen salpicando su memoria décadas después de su dramática desaparición y la archiconocida princesa Sissí l. Diana venía de familia bien pero no era miembro de la realeza. No supo amoldarse a las estrictas normas de la casa de Windsor, jugó con fuego y se quemó. La princesa Elizabeth de Baviera sí que era miembro de la casa de Habsburgo, concretamente prima hermana de su futuro esposo, el emperador Francisco José. Pero de nada le sirvió tener sangre azul. Se le agrió nada más entrar en el fastuoso palacio de Schonnbrun.

En el siglo XXI, que dicen que la realeza se está modernizando, ya casi ninguna princesa viene de sangre real. Deportistas, abogadas, periodistas, incluso alguna con turbios pasados difíciles de esconder por más que se empeñen los ajetreados jefes de prensa de las distintas casas reales europeas.

Sinceramente no sé si es mejor o peor una república o una monarquía, de eso ya se ocupan los analistas políticos. Pero si la realeza sigue existiendo, los que forman parte de ella, por nacimiento o imposición, deberían creerse un poco su cometido. Que sí, que viven en las famosas jaulas de oro; que no tienen intimidad; que su vida está al servicio del pueblo y tantas cosas más que muchas de aquellas (y aquellos) que no estuvieron a la altura de sus testas coronadas, utilizaron como burdas justificaciones a sus nefastos actos para la realeza a la cual representaban.

El resto de los mortales tienen vidas mucho más difíciles, viven también en jaulas, pero no son doradas y a veces no tienen incluso comida suficiente, tienen intimidad pero son esclavos de su trabajo y de los caprichos de todos aquellos entes políticos, económicos y sociales que mueven los hilos de todas nuestras vidas.

Es triste que encima que tienen la suerte de vivir vidas excepcionales, no lo quieran aprovechar.

Hace unos días veíamos en la prensa rosa una imagen de nuestra reina (nos gustará o no como persona, pero como reina ha sabido ejercer su papel) amonestando en plena calle a su nuera, la Princesa de Asturias. Me da igual con quien se haya casado el príncipe, no me planteo si me cae bien o mal, pero sí que creo que es derecho de todos aquellos que ocupamos su patria, exigir que estén a la altura de lo que su título les exige. Les guste o no.

Antiguamente los matrimonios reales no estaban fundamentados, al menos en primera instancia, por el amor. Eran formados tras análisis exhaustivos de variables físicas, políticas y de interés a la razón de estado. Cuánto trabajo tenían entonces los pintores de cámara con sus retratos viajando arriba y abajo por los distintos palacios europeos. Pero ahora ya no es así. Se casan por amor. Porque ellos quieren. Plenamente conscientes de con quién lo hacen.

Nuestra princesa escogió formar parte de la realeza cuando aceptó casarse con el príncipe (que se sepa, nadie la obligó). Y al poco tiempo ya le habían dado el título de Princesa de Asturias. Ahora debería de trabajar con más ahínco para ser verdaderamente merecedora del mismo. O como dice el famoso dicho, la mujer del César, además de serlo, hay que parecerlo.

 

 

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