La pesadilla de todos los días

Por José Antonio Ricondo

 

Cada mañana, antes de posar mi pie izquierdo en el suelo, miro a la chica que descansa a mi lado y la acaricio con un beso.

Está presente. Y me gusta y da fuerzas para ver lo que depara la levedad del día, de lo cotidiano.

 

I

Ya puesto en pie, aún sin despertar del todo, la máquina comienza a moverse, apelotonadamente, por el pasillo, camino de quitarme las magañas, en un torbellino de ideas, antesala de lo que irá al procesador. Es como un circuito vertiginoso, similar a la euforia que padeció Blesa, el impecable e inmaculado, ante los números “de récord” de su Caja Madrid, sin que estallase alarma alguna. Pero pecó y se le enchironó. Se manchó y mucho, y, si quiere la Justicia, volverá a limpiarse en el trullo cual vulgar robaperas, pero a lo grande.

 

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Articulación de espejos que no tienen fin. El objeto nunca se pliega hacia sí mismo (Doc. Vloo.)

 

Pero con similar desorden las ideas se pegan, se dan codazos, juegan como los próceres al quítate tú, que me pongo yo. No le es fácil a uno que pasaba por aquí y cuyo oficio no es el de escribir. Aunque es divertido intentarlo. Creo que nunca ha habido en España tanto acopio de información para darle pizarra al dalle, como dicen los segadores cántabros. Sin embargo, todo apunta a que lo próximo va a ser recortar la libertad de expresión.

 

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En la angustia… (Doc. Arthur Sanov, The Primal Institute, Los Ángeles, ed. Flammarion.)

 

Y de repente, una granizada de piedras de considerable diámetro, y heladas, amenaza en belicosa tormenta la pantalla, saliendo por aquí y acullá en un caos semicontrolado. Y es cuando el sentimiento tiene prisa para liberarse cuando lo que siente es vértigo, vergüenza y vómito -con perdón-. Y vas viendo las púas clavadas que, ahora, al ser tantas, comienzan a adquirir cierto peso molesto y pesado.

Te las vas quitando una a una sin orden, como digo, pero sí concierto. Las jóvenes madres -demacradas por el trote de la aguja minutera que, con manía, no perdona, todo lo acaba y siempre llega-, que con suerte trabajan, sin tener tiempo de un saludo, de un adiós, de un nos vemos. No trotan, galopan con sus bebés en brazos a la guardería, donde los abuelos, hasta volver a verles y tenerles, como en el desayuno, en la cena y en el beso de buenas noches.

Otras, ni mejor ni peor, con sus nenos todo el día, y su cabeza haciendo números, con respeto a tocar el interruptor de la luz, en un país con dirigentes tan luminarias e iluminados que han conseguido que sea el más caro en la factura de la luz, con la aquiescencia callada de los consejeros -eminentes políticos algunos- de los dueños de esa energía. ¡Qué contrasentido!, ‘dueños de la luz’, ellos tan muertos y tan oscuros. Qué sabrán de la luz…

Los parados sin esperanza, los suicidios inconfesables… Y, ante estas fiestas, alguien será feliz. Suponemos. Muchos podrán serlo, al no estar en ese barco sin rumbo y sin patrón. Pero se les vendrá a la cabeza, se les atragantará, quizás, el turrón. Y, a pesar de todo, hay que vivir y sobrevivir. El cacumen de cada cual sabrá cómo y de qué manera, y cuándo, si siempre o pensando en la autoinmolación. Siendo, de serlo, solo noticia de media columna, y olvido desde el siguiente día.

 

 

II

Me arrepiento del epifonema con que terminaba el texto anterior. Sería lo último. No vale la pena ser protagonista en esta tragedia; ya lo son los que la provocan. La historia nos dice que todo es un pulso y que, aunque ellos vuelvan a las andadas y gamberradas de bulto, los más, los que somos más, si no la guerra sí muchas batallas hemos ganado. Rebelarse, obstaculizar, resistirse, paralizar, revolver(se), acercarse más unos a otros hablando y escuchando son medios infalibles para acabar y desactivar este dislate.

Será el reflejo de ser patriotas, no patrioteros. Amar al país, preservarlo, que nunca quede en ridículo ante los demás, defender y cuidar su cultura, no despreciarla, enorgullecerse de sus victorias, siendo estas las que significan cualquier paso adelante en los derechos y libertades de la ciudadanía, y, con total libertad, poder poner cada cual su grano de arena en la satisfacción de los problemas colectivos.

Con la resaca de la anemia civil y política, de unos gobernantes incapaces, dormidos y ridículos que no supieron abordar la crisis de 1898, el cirujano Enrique Diego-Madrazo escribe en 1903 un libro que sería condenado y apartado de los comercios por la Iglesia de entonces. Lo único que pretendió en sus páginas fue despertar a la ciudadanía de la abulia en que la había arrinconado el poder. Extracto unas líneas suyas que me parecen paradigmáticas en estos momentos de ridiculez, agobio, amoralidad y partidismo interesado:

La enfermedad es grave; pero no moriremos mientras el soldado tenga alma, mientras no caiga en la muerte moral de sus jefes; la mínima parte de la fuerza nacional que éstos representan, será posible transformarla ó sustituirla, porque siempre dispondremos de la abundosa y cristalina corriente de la masa, de esa gran masa que está rebosando virtud, y á la que solo falta que una mano piadosa pose en su alma dormida y le diga como á Lázaro, levántate y anda (…). (¿El pueblo español ha muerto?, p. 63).

 

 

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