«En los días del vértigo, esperanza en la parada»

Por Javier Estel Madrid

 

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«Todo lo que se mueve a sí mismo es inmortal» Platón, Fedro.

«La angustia es el principio de la voluntad» María Zambrano, Filosofía y poesía.

 

En estos días de retorno, en cualquier tiempo del regresar, se advierte la relevancia para el hombre de la dicotomía dinamismo-quietud. La vida activa frente a la vida contemplativa, el exilio frente al hogar, el deseo frente a la esperanza, el río frente a la estepa, la carrera frente al ajedrez, el caballero frente al senador, el tacto frente a la mirada, el monopatín frente a la silla; penetración y acogida, palabra y escucha, línea y círculo, ola y playa.

El movimiento es vector radical en la historia y la condición humana, vector que atraviesa cada una de nuestras acciones, el hecho mismo de estar vivo desde el acto mismo de la respiración. Como sucede con el par ruido/silencio —aunque en éste se cuela por los intersticios el inclasificable fenómeno del lenguaje—, difícilmente podemos decidir qué fue antes, si lo activo o lo estático, y cuál es la verdadera naturaleza del hombre: su esencia nomadista o la paz del retiro.

El verdadero sentimiento del home, sweet home, quizás solo se produzca en plena actividad, en pleno proceso de la vuelta gracias al anzuelo de la ilusión por el espacio conocido. Porque al haber llegado, al estar-aquí, un comezón de dinamismo vuelve a hormiguearnos por los miembros y las sienes. En este mundo de vértigo programado por pocos y aceptado por todos, estar quieto se ha malinterpretado como un no-ser —¿por qué no hazaña?— pues hasta la lectura se reduce al espacio de los vagones que nos llevan de un lado para otro, quietud absorbida ya por la propia celeridad, ni parada ni movimiento, sino algo sin nombre.

No obstante, sería erróneo considerar para nuestros días una mutación ontológico-histórica en nuestra forma de movernos. El sistema tan solo es responsable de aprovechar esas condiciones y necesidades innatas, antiguas como la prehistoria, cuyos ecos se pueden rastrear bajo otras formas en los distintos géneros literarios. Baste pensar en los mitos dinámicos de nuestra literatura: de Aquiles, el de los pies ligeros, a Gawain —más que Lanzarote, siervo de amor—, caballero errante cuyo modus vivendi es partir  y vivir ad venturam, es decir, hacia lo que haya de venir; de aquí al Romanticismo, periodo en donde tanto los viajes como las paradas se hacen más largos, último momento en el que, de la mano de Rousseau o Hölderlin, la humanidad occidental podría haber hallado su verdadera esencia en la quietud del exilio. Así hasta la posmodernidad o hipermodernidad, donde lo veloz se caricaturiza definitivamente en vértigo, perdido el sentido último del acto mismo de moverse en el momento en que el hombre es un autómata impelido por extraños números, como demuestra la escena de la película Up in the air, en la que aparece George Clooney absorto frente a los enormes paneles del aeropuerto: ¿viajes?. Es la era del piloto de fórmula 1, velocidad no útil en circuito cerrado, o del volador, el hombre que ya no corre ni monta a caballo: vuela, pero no como los dioses, sino transportado igual que mercancía. A la posmodernidad le cabe el acierto de potenciar y multiplicar los procesos innatos de estímulo-respuesta. Frente a aquellos que hablan de Narciso, es el perro de Pavlov el verdadero mito de nuestro tiempo, tiempo de erróneo movimiento involuntario.

Como el cometa efímero de origen desconocido, cada vez que vuelvo dudo en la posibilidad de la parada mientras respire algo más que respiración dentro de mí: una búsqueda no mía. Mi salvación es detenerme el tiempo preciso en el simulacro de eternidad de los sinónimos poema, amor, recuerdo. Aún más: mi salvación es una perfección estática, que alguien me enseña, sin desafío sino con el ejemplo, la enseñanza de que solo se ha buscar esperando y sabiendo dejarse caer.

 

@JaviEstelMadrid

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