Restaurante El Espagueti Dorado

Por Ramón J. Soria Breña

 

¿Existen agujeros en el tiempo?, ¿túneles extraños que nos permiten viajar al pasado?. ¿lugares oscuros como en la última película Richard Curtis titulada “About Time”? Sólo conozco uno que funciona. La maquina del tiempo de un guiso que una vez degustamos con placer, dejamos olvidado muchos años y ayer volvió de pronto y por sorpresa.

 

fotograma de la película de Richard Curtis "About Time"

fotograma de la película de Richard Curtis «About Time»

 

Pensé, amenacé: ¡otro restaurante de pasta!. Me dejé llevar. Apenas seis mesas para dos en un medio sótano sin ventanas, con luz tenue, paredes pintadas de un extraño malva, cuadros plagiados a un discípulo malo de Sorolla e hilo musical en la zona de la barra con Blade Runner de Vangelis. Seguro que el cocinero era algún replicante y que el resto de brumosos comensales eran de la mafia calabresa de turismo e incógnito por Madrid. Para más inri me aclaraste que no había carta sino dos platos de espagueti a elegir que cambiaban de un día para otro según el humor del cocinero. Aquel día la decisión estaba entre los que iban de rojo o de negro, como si Stendhal estuviera promocionando a través de la pasta su novela. Espagueti con tomate o lo mismo con sepia en su sangre, así los cantó el camarero que a mi me recordaba a alguien conocido. Tu elegiste el vestido de negro y yo, por no traicionar mis principios, de nuevo el guisote más rojo. Al menos el servicio era rápido y en cinco minutos tuvimos en la mesa una burrata auténtica aliñada con puré de tomates secos, albahaca y aceite siciliano a modo de entremés. Luego, tras rebañar con un excelente pan los restos del aceite, trajeron los platos de pasta prometidos.

 

Me bastó sólo el olor para viajar muy lejos, fue suficiente morder los primeros espagueti para recordar aquel día, más de veinte años antes, en idéntico restaurante, con similares cuadros horribles, parecida penumbra y camarero, pero en otra ciudad, Roma. Tú me miraste, sonreíste enigmática, estabas en el ajo, esto no era posible, la memoria me jugaba una mala pasada, también en aquel antro nos sirvieron un plato de spaguetti pomodoro y otro con salsa negra de tinta de sepias. ¿Estaba soñando?, ¿la estrecha entrada del garito era acaso un agujero en el espacio-tiempo al modo del novelón “22/11/63” de Stephen King?

 

La pasta está perfecta, al dente, la salsa de tomate, como entonces, intensa, espesa, suave, hecha con los mejores tomates maduros, cebolla dulce, ajos confitados. Al otro lado la salsa de la tinta llevaba trompetas de la muerte, una pequeñas sepias muy tiernas y un poco de alioli invisible que perfuma la salsa en su justo equilibrio. Junto al plato el cocinero me deja un cestillo con un buen taco de parmesano y una pequeña mandolina afiladísima que me permite hacer una lluvia de finas virutas de queso sobre la pasta. Todo igual que entonces. Todo o casi todo porque ya no soy el mismo de entonces, ni tu tampoco. ¿Cómo era posible estar comiendo hoy en el mismo lugar?. Me levanté de la mesa y salí a la calle para comprobar que seguía en Madrid, que no estaba en Roma, a principios de los años noventa, en una callejuela sin nombre cercana a la Piazza Navona.

 

espagueti

 

No es fácil hacer una buena salsa de tomate, tampoco encontrar en Madrid pequeñas sepias tiernas o preparar una salsa con su tinta, con trompetas de la muerte, cebolla morada, un punto de guindilla y que todo armonice de forma perfecta. Además los espagueti con tomate son un plato de batalla, de diario, sencillo, infantil, que pocos van a pedir en un restaurante un día de celebración y menos saborear como si fuera la más delicada golosina de un sofisticado cocinero. Tras volver de la calle Valverde me asomé a los fogones. Mi memoria supo recuperar del archivo de rostros la de aquel mismo cocinero, con el pelo mas blanco quizá, pero idéntica sonrisa de fauno y la misma frase que entonces. Al cuore non si comanda. Volví a la mesa. No tenía palabras. Tampoco tú me aclaras el enigma.

En el noventa y uno, vagueando por Roma, deslumbrados por todo, con hambre veinteañera, nos metimos en un portal que daba a un patio y una fuente arruinada, sobre el patio se abría otro portal con una de las puertas vencidas y unas escaleras arrumbada que daban a un minúsculo restaurante con los muros pintados de un raro azul rojizo, la luz era muy tenue, se tamizaba a través de unos ventanucos que daban al mismo patio, las paredes estaban vestidas con tres estampas campestres con un vago estilo a algunos cartones costumbristas de Sorolla y en alguna parte sonaba aquella música futurista de Blade Runner. Nos trajeron vino, una burrata cremosa, ligeramente ácida, riquísima, dos platos enormes de pasta que devoramos con asombro. Tras un café y pagar la factura volvimos a la calle. Otros días quisimos repetir la comida, llegar al mismo sitio, pero ya no encontramos el lugar o la calle o el portal con aquella fuente de mármol roto sin agua.

 

Hoy me encontraba ante los mismos platos de espagueti, en el mismo lugar, con la misma persona compartiendo pasta y asombro. ¿me había metido por un agujero de gusano de Stephen Hawking y había regresado a una de las esquinas del paraíso de mi pasado?, ¿Aquel extraño antro había abierto una franquicia en Madrid?, ¿estaba soñando tras haber comido una de esos venenosos sobres precocinados de pasta trufados de glutamato y me iba a despertar de un momento a otro solo, sudoroso y aterrado?. Tu seguiste muda, no soltaste prenda. Tras el café salimos a la calle, a  Madrid. Saqué el móvil, hice una foto al pequeño rótulo despintado del “espagueti dorado”, al portal, a la calle, a la bocacalle que daba a la Gran Vía. Esta ha sido mi forma de dejar las miguitas que hoy, a la hora de comer, me permitirán volver al restaurante. Quién sabe si cuando vuelva, al cruzar el portal, me encuentro de nuevo en la calleja aquella de Roma, veinte años atrás. Creo seriamente en esta posibilidad, que el sabor de unos espaguetis me permitan viajar por el espacio-tiempo. Ya os contaré.

 

 

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