Barcos que salen de Patagonia

 

Canal de Beagle

 

Texto: Antonio Costa
Fotos: Consuelo de Arco

 

Y ella descubrió  la nieve, y los lobos de mar, y el canal de Beagle,  y el último tren, y el final de los Andes, y los últimos lagos, y una confitería en mitad de la nada, y los barcos hacia la Antártida, y el cine más al sur del mundo, y una cárcel donde llevaron  a unos hombres para apartarlos de todo, pero especialmente la nieve, ella  era una caribeña de sangre cálida, cantaba vallenato y mambos,  pero estaba fascinada por la nieve, lo primero que la alucinó antes de aterrizar fueron las alas congeladas del avión, aquello era realmente el fin del mundo, lo inconcebible, lo que estaba fuera de todo, y teníamos que escuchar un tango en el fin del mundo,  y leer como Saint Exupery concibió  “El principito” en la Patagonia y se casó con Consuelo,  una escultora del trópico,   y caminamos a duras penas  bajo el frío  entre las casas de madera poniendo mucho cuidado al pisar  la nieve,  y nos refugiamos en el Café de la Esquina, y estábamos en la habitación leyendo la Lonely Planet, planeando todavía más, comentando todo lo que habíamos visto, ella nunca había visto la nieve, ese era el mayor prodigio para ella y la tuvo que descubrir precisamente en el fin del mundo, todos los niños quedan alucinados  con la nieve,  tiene un sentido místico y nostálgico, me acuerdo de “Dónde están las nieves de antaño”, de Francois  Villon,  yo leía recostado en la cama y ella me acariciaba con  sutileza inalcanzable   en los dedos,  desde la ventana del Hostal Malvinas se veía el canal de Beagle silencioso en la noche,  veíamos los palos de los barcos,  el agua tranquila, y al otro lado la isla Navarino que ya era Chile, allí  estaba la población más al sur del mundo,   Fort Williams ,  pero  era una base militar, no era una ciudad como Ushuaia, una ciudad donde se podía escuchar tango en una  sala de baile junto al mar.

 

 

Llamamos al conductor intrépido y apareció enseguida en la puerta del Hostal Malvinas,  pasamos la Casa Beban,  construida en 1915 por suecos,  el aeropuerto pegado al mar,   los  barrios  con casonas de madera,  llegamos al  Parque Natural, en  la entrada se veía el cartel que señalaba el final de las carreteras argentinas,  “Aquí termina la nacional que empieza en Buenos Aires”,  decía en letras grandes, vimos  el tren del fin del mundo, había una estación    en miniatura con su edificio central,  su casa de correos,  su ventanilla para billetes,  la locomotora de sabe Dios cuándo,  los vagones íntimos,  lo vimos avanzar entre los árboles y llegar a la otra estación  soltando humo,  estaba la capilla del fin del mundo, donde se casaban las parejas que querían casarse más al sur que nadie, el conductor hizo la broma: el hombre sale corriendo, dice: ¿qué acabo de hacer?, y se pierde entre los bosques,  serpenteábamos entre las lengas cubiertas de hojas amarillentas,  llegamos a las instalaciones del camping  Lago Roca, había una confitería, unos merenderos,  un chiringuito para postales,  vimos el lago Roca, la quietud más increíble, el agua más limpia del mundo, tenía una presencia casi mística, uno se quedaba mirando, las ondas eran como un nocturno de Chopin,  el conductor dijo que el agua era purísima y tomé unos sorbos, luego resultó que no se podía, al otro lado estaba Chile, uno parecía reencontrarse en  aquella quietud, parecía que todo el transcurrir del mundo se hubiera detenido en aquel lago, se oían unos cuervos a lo lejos y destacaban  de un modo nítido.

 

Isla de los LobosIsla de los Lobos

 

Siguió llevándonos y se veía el río Pipo y las presas que construían los castores, habían llevado castores de Canadá hacía unas décadas y se habían reproducido como moscas y amenazaban el equilibrio ecológico, eran muy  listos, levantaban construcciones como arquitectos y construían embalses, no había quien pudiera con su actividad,  uno los admiraba y sentía algo de miedo,  nos llevó  a un mirador desde el cual se divisaba la inmensidad, el canal de Beagle, la isla de Redonda,  las nieblas al otro lado, encontramos a unas francesas que avanzaban como nosotros por una pasarela de madera hasta el último punto, parecíamos escogidos para un espectáculo esplendoroso,   ella tenía mucho frío pero admiraba la nieve y los silencios del mar, todo aquel inmenso secreto del mar,  sonrió a las francesas y les transmitió su frío y su ilusión por encontrarse allí, también había una señora mejicana, no podían creer donde se encontraban,  desembocamos en la bahía de Lapataia, las aguas se remansaban allí y la inmensidad del océano se convertía  en una canción intimista, llegaban seres de todo el continente americano y desembocaban allí y se quedaban callados porque el mar estaba sumamente callado, escuchábamos chillar gaviotas,  me acordaba de antiguas historias de los yamana, pensaba en relatos de los primeros europeos que llegaban allí,  nosotros éramos como ellos, regresamos a través de las espesuras, bordeamos un río clandestino, el tipo se paró y nos dejó asomarnos a un precipicio por el que discurría un camino, se desvió hacia un claro religioso, avanzó por senderos de tierra, nos dejó un rato en un recinto alto donde nos sentíamos únicos, era  un tipo entusiasta,   la admiraba a ella y se dirigía con frecuencia a ella, y nos dijo que nos daba un premio por nuestro entusiasmo, nos llevó a la oficina de turismo junto al puerto e hizo que nos dieran un diploma  de que habíamos estado en Ushuaia,   nos ilusionamos como niños al contemplarlo,  le dijimos que un día volveríamos, y que le mandaríamos a nuestros amigos.

 

 

Queríamos ir a Tolhuin y visitar esa confitería en medio de la nada, en mitad de la Patagonia desértica,  iban clientes de toda Argentina,  paraban los autobuses de turistas que venían de Buenos Aires solo para que saborearan los pasteles , había que cruzar por los lagos, se pasaba por centros invernales, Solar del Bosque, Llanos del Castor, Haruwen,  con  instalaciones para esquí  o  trineos, se distinguían los edificios entre los árboles o subidos a los montes,  la carretera estaba cubierta de nieve y ella nunca había visto la nieve,  la miraba con los ojos grandes, como si el mundo se hubiese vuelto loco o místico, como si todo se hubiese anulado y quedase solo el blanco o el olvido, ella era caribeña  pero quería ver la nieve,  era  lo que más la sacaba de toda su experiencia, pero cuando las carreteras en Galicia tenían una nieve como aquélla los coches no salían, incluso se suprimían las clases en los colegios, y sin embargo allí  pasábamos al borde de abismos,  la carretera hacía curvas al lado de precipicios, y el conductor decía que no pasaba nada,  yo tenía miedo  pero me callaba para no asustarla, pensaba en los accidentes, en la muerte posible, en salirse de la carretera,   y aquella carretera  a cada momento nos daba alguna sorpresa, no circulaba casi nadie,  íbamos prácticamente solos en medio de todas las leyendas del invierno,  empezamos a bordear el Lago Escondido, que tenía un nombre tan sugerente, era pequeño,   poco después llegó el Lago Fagnano, éste era muy alargado y a menudo íbamos  por su orilla, veíamos alojamientos y casas junto al agua y nos imaginábamos  como sería la  vida en ellas, inventábamos en voz alta fiestas en sus comedores, cenas mirando el agua,  paseos  por la orilla escuchando música, soñábamos con tener alguna de aquellas propiedades e invitar a amigos a pasar unos días, incluso hacíamos planes para comprar alguna, ella estaba fantaseando continuamente, era bello ir bordeando el lago durante tantos kilómetros, disfrutar la paz y los sueños del agua, percibir las espesuras y los rincones que llegaban hasta la orilla.

 

Isla de los cormoranes

 

Al final del lago estaba  Tolhuin, eran unas cuantas casas que apenas formaban calles, aunque yo creía que incluso habría menos, que solo estaría la confitería solitaria,  era un edificio enorme con carteles grandes delante del cual paraban los autocares, y allí se hacían los pasteles más famosos de Argentina, el conductor nos presentó a algunos empleados, ella pidió hablar con el dueño, resultó que era  de Málaga,  un tipo expresivo y amable que celebró que yo fuera español, nos llevó a los talleres y nos enseñó como se fabricaban los distintos tipos de pasteles, olía a azúcares y a cremas suculentas, pasamos delante de trabajadores harinosos a los que ella sonreía y animaba, el dueño se fotografió con nosotros varias veces,  dijo que nos sentáramos en una mesa y nos pusieron  pasteles con café sin cobrarnos nada,  nos presentó a un japonés, Sekiji,  que estaba durmiendo en la confitería, venía desde Alaska en bicicleta , había cruzado un montón de países, se había echado una novia en Méjico y chapurreaba algo de español, ella  aprovechó  para charlar animadamente con él ,  le faltaban cien kilómetros para llegar a Ushuaia y no podía hacerlo porque la carretera estaba cubierta de nieve, estaba atrapado en Tolhuin, se podía entretener comiendo pasteles pero su viaje quedaría incompleto,  yo apunté que la única manera  era subirse con la bicicleta a un camión y de ese modo habría llegado a Ushuaia en bicicleta,   nos dio su tarjeta con el correo electrónico para que siguiéramos en contacto, se veía una foto con él montado en bicicleta en algún lugar de América,  me acordé del libro de Paul Theroux  “El viejo tren de la Patagonia”  , del viaje en moto de Daniel Day Lewis en una película, pero el suyo era más completo, había pasado  cantidad de ríos,  montañas,  fríos, calores,  vientos al atravesar  los Andes,  las llanuras,  luego había que volver y ya  era de noche, el trayecto se hacía doblemente peligroso, pero el conductor insistía en que no pasaba nada, de noche la nieve todavía parecía más alucinante y los edificios de las estaciones de invierno tenían algo de espectral entre los bosques, en algún momento  bajamos para ver los lagos a lo lejos,   el coche chirriaba y se acercaba peligrosamente a los precipicios, cuando al final surgió Ushuaia con sus luces sobre el canal de Beagle era como si volviéramos a nuestro hogar provisional en el sueño.

 

 

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