Sintiendo todo en el Museo Sorolla

Texto: Antonio Costa
Fotos: Consuelo de Arco

 

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    Fui a ver el museo Sorolla, ya había ido otras veces. Me alucinaba ese chisporroteo de imágenes, esos cuerpos de niños en la arena, los vestidos flotantes de las mujeres, ese deshacerse todo en la luz. Parecía que todo  era  pura alucinación. Y la gente vagaba asombrada  por las salas,  se quedaba mirando los objetos antiguos de Sorolla, el reloj,  la otomana secreta, el escritorio,  los azulejos , los empleados estaban un poco sofocados,  el recorrido laberíntico llevaba  a escaleras y ventanas internas y cámaras esquinadas.  Todas las salas parecían un cuadro de Sorolla, y las personas que andaban por allí, uno no veía más que imágenes flotando en la luz.  Éramos igual que un sueño hecho de imágenes, en que todo deslumbra un instante y casi no puede tocarse. Tenía todo una sensualidad loca. Me quedé parado ante el cuadro  “Clotilde en la playa “.  La dama se desmaterializaba  en el mar,  era la presencia del mar en Madrid, con toda su irrealidad, con toda su vida, con toda su vibración  fugitiva. Y luego estaban los jardines,  las señoras metidas en el tiempo, se veía todo tan fugaz y tan difícil de atrapar, y por eso daba la sensación de que teníamos que aprovecharlo todo intensamente, de que teníamos que afinar la vista y deslumbrarnos unos a otros. Aquellos cuadros eran la fiebre disparada a través de los colores, todo el mundo se quedaba pasmado, incluso había niños que se quedaban  como flotando.  Salí al jardín,  me gustaba sentarme en los bancos de cerámica, en medio de la vegetación tropical,  junto a las columnatas y las divinidades ligeras y  los árboles delirantes.  Otros vagaban como emanaciones  por el parque, o se quedaban parados con  expectación junto a las fuentes. Y entonces escuché una conversación a mi lado. Era una mujer que hablaba con un médico. La mujer le hablaba con ansiedad, decía que lo había estado buscando, que sabía que los domingos él se sentaba allí.

–       ¿Entonces qué le ocurre a usted? – dijo el médico.

–       Ya se lo dije,  estoy desorientada.  A menudo me detengo en la calle y me apoyo en un árbol y me pongo a escuchar todos los sonidos de la ciudad,  los coches,  los niños,  los autobuses. Incluso oigo los ruidos de lejanas cocinas,  de gente que está haciendo el amor,  de  alguien que está respirando en una habitación apagada.  Creo que no puedo vivir con todo eso. Y he venido a este museo y todo son colores y luces. Siento demasiado las cosas.

–       El hombre se ha protegido demasiado – dijo el médico – No quería oír cosas, levantaba muros por todas partes,  se escondía en hipocresías. La salud es como un castillo de la persona. Estamos todos demasiado clasificados,  creyendo demasiado nuestro papel, y si ahora nos sube la fiebre perdemos parte de ese control. Pero eso tiene su lado positivo,  sirve para que circulen más las cosas,  para que la personalidad no se encierre tanto,  para que fluya el espíritu de algún modo. Para que nos salgan los sueños y  las ideas,  para que sintamos más y no tengamos miedo de hacerlo.

–       ¿Entonces usted qué aconseja? – dijo la mujer.

–       Que se deje llevar un poco -dijo el médico – Que no tenga miedo,  que escuche lo que le dice la fiebre. Cuando uno está creativo siempre tiene una especie de fiebre. La fiebre es como un hervir del organismo, y eso es necesario para que surjan cosas.  Haga usted como hacía Sorolla, siéntalo todo.

 

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