Literatura y memoria (I): Adolfo Suárez y la libertad sin ira

Por Javier Estel Madrid

la foto(1)Dicen los que saben que la historia la escriben los vencedores. De ello deduzco que la literatura ha de ser necesariamente creación de los vencidos. Y, mientras contemplo por la televisión cómo en mis lejanas y queridas calles madrileñas miles de personas se apostan en una fila interminable para dar su particular y brevísimo adiós al gran político español de todos los tiempos, me pregunto en qué lugar queda Adolfo Suárez, qué territorio acogerá su figura con mayor naturalidad: si serán los manuales de historia, los versos de los poetas o el género oportunista de la novela histórica. Pues si bien es, junto al rey, la cabeza más visible de aquella transición, y pudiera pensarse —por los documentales de estos días— que forma ya parte del recuerdo y el  imaginario, lo cierto es que su verdadera intrahistoria, su caída fulminante y su derrota tempranera, su silencio y su silenciamiento, responden a todas las características del hombre vencido.

No debe parecernos paradójica entonces su enfermedad, sino el curso natural de un hombre que se supo cuidar de esa España que, como diría Machado «ha de helarte el corazón». No una de las dos españas, las cuatro, las cinco y las mil, porque todas coinciden en ello. Lo digo como el vate que en sentido pindárico pretende elogiar al verdadero atleta de nuestra democracia para resguardarlo de la única manera posible del frío y el desdén de nuestra amnesia: mediante la palabra. Lo digo en el sentido de que el Alzheimer le llegó a Suárez a tiempo de no sufrir con un Alzheimer mayor, el Alzheimer social —como recordaba el otro día el filósofo Emilio Lledó en la Universidad de Salamanca— que, especialmente mi generación, está sufriendo a pasos agigantados.

No es simple olvido: es Alzheimer: porque es olvido del olvido, porque hemos perdido la consciencia de que estamos olvidando, o de que estamos haciendo un uso acrítico del proceso memorístico. La memoria es, ante todo, un ejercicio. Costoso y desagrable, pero necesario. En otro sentido, no ha de olvidarse que se trata de un ejercicio primeramente individual, para poder serlo después colectivo. Solo así puede ser un remedio contra el mal, como propone Todorov, y la prueba de que en España no se ejecutan correctamente estos procesos de la memoria es que, en ningún caso, han evitado una reproducción de ese mal que nos asoló. A mí solo me vale recordar las historias tal como me las contaba mi abuelo: sin odio; especialmente, lo que quedaba suspendido, sin decir, en los aleros de sus palabras, esa España que hemos sido hace dos días, tan solo hace dos generaciones. Mientras Suárez agonizaba, y en las calles de Madrid la violencia innata del hombre emergía desde las profundas entrañas, apartábamos, sí, mientras Suárez se marchaba para siempre, una idea fundamental no tan difícil de concebir: que en un tiempo mucho peor a todos los niveles, en un tiempo en que nuetros padres vivieron con el temor real de una nueva dictadura, de una nueva Guerra Civil, un hombre se transformó y se entregó hasta ser la clave sin la cual este acueducto se hubiera derrumbado.

Tomemos el ejemplo de los poetas: toda la literatura es recuerdo. Tomemos la palabra y el verso para recordar al vencido: no tan fiel como la historia, e incluso fácilmente manipulable, pero si proviene de un espíritu honesto, por la empatía de tratarse de un discurso humano, por la fuerza de tratarse de un discurso rítmico y estético, penetra, convence, es justo. O una canción: Libertad: SÍ. Pero. Sin ira.

 

 

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