Vivir entre brotes (I)

«En estos momentos, sólo se oye el ruido
del reloj y la respiraciónde las personas.
Me gusta oírles. Me siento mejor.»
(Vivir entre brotes)

 

«Han pasado veintiséis largos años, y me encuentro leyendo estas antiguas líneas. Y me doy cuenta de que, más o menos, todo es igual. L., con sus días (o temporadas tremendas) agravados, creo yo, por el paso del tiempo. Antes, yo era la ilusión que, a veces, iluminaba su vida. Ahora, en sus días tormentosos, yo soy la diana en donde paran sus dardos.

Es tan duro para mí… No sé qué es lo que me hace seguir. Los cuatro hijos, la inercia, el cariño que aún siento por él… Son, creo, demasiados años de ansiedad. Con él, no duran los días de tranquilidad. Son pocos y aislados. ¡Qué miedo tengo a envejecer! ¡Dios, ayúdame, POR FAVOR!».

 

esperandoEsperando, 2002

 

 

Esta página de diario la escribió Miyo en el diario común en donde los dos escribíamos cuando nos venía en gana, en una suerte de chateo amoroso y divertido. Entonces, eran días de pasión, de juventud y de fuerza. Eran tiempos normales, comunes o parecidos a los del universo de aquellos jóvenes nacidos en la sombra del tardofranquismo, y cuyas vidas e impulsos no pulsaban al ritmo natural propio de su edad.

 

miyoY aquel pájaro herido que entibiabas en tus manos

 

Soportaban, sin saberlo, una pesada losa que atoraba cualquier salida acorde con su evolución. Bien venida la democracia, parecía que, de una forma obsesiva, había que recuperar aquellas ilusiones huérfanas, aquellos tiempos muertos y vacíos para resucitarlos, para llenarlos y animarlos. Pero no tenían los mimbres, las suficientes herramientas para su construcción.

Por eso, había que correr, luchando para encontrar sobre la marcha aquellos tiempos perdidos. Cada cual con lo suyo, con lo que tenía, sus obsesiones, sus fobias y sus alegrías. La mayoría de las veces, por ensayo y error. Pero siempre, vertiginosamente, con el vértigo al que Miyo no estaba educada, ni evidentemente deseaba estarlo.

Su vida, natural, pacífica y romántica, exenta de ñoñez, la había conformado decidida y esencial en grado sumo, característica que aparecía, como un fenotipo más, en su semblante, en su rostro y en todo su ser. Y, sin embargo, su paso del propio corazón de la juventud a la madurez truncó cualquier proceso natural a los que ella estaba acostumbrada. Una serie de graves sucesos, que a veces parecían encadenados, comenzarían a alertarla.

Resultó ser una puerta violentamente abierta, por la que había de irrumpir con estrépito y, contradictoriamente, tantas veces en silencio. Si no fuera real, su biografía pudiera pasar por un melancólico y fuerte motivo para las páginas de un libro, de unas líneas tristes y desgarradas, a lo peor, dignas de conmiseración. En cambio, su otro polo, el opuesto, nunca lo iría a permitir.

Cuando me encuentro solo, abatido por la singular actividad que, en largas temporadas del año, me embiste y me ata hasta el frenesí y acaba en la extenuación, cuando comienzo a analizar el declive humano y, sobre todo, el propio y el de Miyo, el descenso suave pero inflexible de la montaña de la vida, y los recuerdos del tiempo pasado se hacen tan inasibles, se hace más segura la presencia de mi mujer, de aquel pajarillo, como la llamaba cuando la conocí.

Sus veintitrés líneas son un índice que, de una manera borrascosa, puntualmente como una agitada tormenta y un inacabable tormento, muestra los duros episodios que acercan el rechazo de las duras noches sin luna, de gato en vela, de ojos humedecidos, y del volver a empezar.

Parecían seducirnos irresponsablemente sensaciones contradictorias, de dialéctica sin fin, de falta de mediación, que siempre acabaron como acaban las tempestades, con calma, con refuerzos humanos, muy humanos, para que no volviesen, y para que, de no haber otro remedio, estuviésemos preparados, al menos, para otras ediciones.

Yo, L., puedo confirmar que el otro platillo ha pesado más en nuestro equilibrio, que la mano de la opulencia y de la fortuna siempre ha estado más rebosante que la de la tristeza y la indigencia de amor. Ése ha sido, dicho noblemente, nuestro común denominador personal.

 

 

bosqueSaliendo del bosque, 2013

 

N

uestra vida en común se ha parecido, más que a un cuadro figurativo, a la técnica de la transparencia que, con viveza, Miyo consigue en sus cuadros cuando pinta. Porque, confieso, nuestro amor no ha sido nunca un entretenimiento según el ánimo del momento, tampoco algo fruto del relajamiento o de lo cotidiano y su rutina.

Ha sido, por mi parte, un estar en vela, guardando armas, con mucha atención en el remo que me tocase agarrar, cuidando de que nadie ni nada nos pisase el ya grandísimo huerto que hace tanto nos dio por plantar. Reconozco, sin embargo, la dureza que Miyo sentía en esos años y pueda sentir a veces aún. Dos caracteres totalmente diferentes han podido hacer mella, a veces hasta lo insignificante, en ambos corazones y en nuestro entorno.

Y, como si se tratase de una disciplina confiada y autoimpuesta, siempre salimos triunfantes de las quizás veinte batallas en nuestro recorrido, triunfos pírricos que también nos enseñaban en nuestra experiencia, de los que aprendíamos a estar más alerta en las próximas lides que inexorable y naturalmente habrían de llegar.

Me desnudo, y digo que Miyo siempre ha sido la ilusión que ha iluminado mis noches, senderos y peleas con los otros. Su filosofía práctica, su decir natural y su elegancia de pensamiento han sido cualidades y regalos sin precio. Siempre han sido valiosos favores en mi caminar, y luz de faro potente en el navegar tumultuoso de mi barca.

Nunca he sido su enamorado ideal, ilusamente esperado. Pocas veces duraron los días de tranquilidad. Fueron pocos y aislados, pero me ha querido, nos hemos querido y nos queremos. La fuerza interminable de la vida, sin embargo, nos ha hecho ir, a menudo, a rebufo de lo que nos rodeaba. Una educación altruista nos incapacitó para concentrarnos, para estar solos con nosotros, una disciplina no aprendida y, mucho menos, entrenada.

Ahora, con los hijos mayores y sin mayores responsabilidades, el destino nos depara un aprendizaje nuevo, saber estar solos. Si hasta hoy supimos ser pacientes, esto nos regala la contemplación de las pequeñas cosas, la pujanza de los nuevos brotes en las ramas de los tilos, presos en el tendedero, esperando verse libres en el pueblo, o la observación del alma de Pocholina, nuestra perrita abandonada, y su ansiedad con el nieto bebé.

Pero antes y ahora, Miyo sigue siendo la ilusión que ilumina mi vida, el cuadro inacabado, aparentemente perfecto, que siempre necesita el toque preciso, el análisis certero del porqué de ese color o esa línea, el libro escrito por los dos, bien guardado, que sacamos a menudo, como borrador, para seguir escribiendo, con nuestros borrones y tachaduras, y líneas tranquilas con mucho arte en medio.

Que el viento del noroeste -señal de su enfermedad en La Casuca, de un mes largo y aterrador con una grave pleuresía, acompañada y quizás provocada por su delgadez- no quiera seguir siendo memoria de su soledad y tristeza, de aquella incesante melancolía y compunción enquistada. Aunque este zarzagán siga ululante, amenazante -me dice el susurro de Miyo-, y parezca que huye, permanece escondiéndose de algo o de alguien.

Buen aprendizaje para sus sensibilidades y miedos extremos, imaginación suprema y ciertas dificultades para adaptarse a un mundo demasiado real, y donde había poco espacio para sus sueños e ilusiones. Únicamente en El Mato, sola con la abuela, y la tía y los tíos solteros, había espacio para su mundo solitario. Allí aprendió a encontrar la belleza de las pequeñas flores que aparecen entre las piedras, los rumores y arrullos de los vientos, todos parecidos y cada uno diferente, la calma con que cae la lluvia sobre la hierba o los canchos, el repiqueteo de las gotas al caer en las orillas de los grandes charcos.

Estaba convencida de que la ciudadanía o la libre movilidad de las personas en un territorio no se hacía con órdenes ni leyes, sino con educación, virtud esta última que tampoco tenía por qué darse solo en los colegios. Así, los temas complejos, pero interesantes, Miyo los despachaba con esa desenvoltura fresca que, para los contertulios, rayaba en el atrevimiento.

Al final, y pronto, estos agradecían que alguien les sacase las castañas del fuego, sobre todo cuando la mayoría comenzaba a tostarse y algunos incluso a chamuscarse. A los temas ricos e integradores, como el anterior, les daba una elasticidad propia, merecida, ya que, para ella, cada persona poseía una riqueza inabarcable.

No dejaba de ser una cristalización más de su ser peculiar, de una manera de ver la vida con total autonomía, aprendida en ningún libro, que le hacía tener una responsabilidad sin artificio, pero con un índice de apertura ante los problemas y ante los demás repleto de novedad y, sobre todo, de cesión y de renuncia.

Progresivamente, su inteligencia natural se iba adaptando y expandiendo, con una autoridad individual tal que su escala de valores no coincidía siempre con la convencional. Miyo era capaz de ir a destajo, cuando se lo proponía, aguzando el ingenio si se trataba de hacer funcionar a todo el que tenía a su alrededor.

Sabía que había de llevar hacia adelante a todos los suyos y a toda costa, en todo aquello que significase un índice de inclusión familiar o de construcción de la propia identidad de su entorno. Y todo salía a la perfección, mientras ella recondujese los momentos y emprendiese todas las batallas con su amor y espíritu peculiares y mientras siguiera poseyendo el carisma y el recurso de la palabra que nos inundaba, que nos motivaba, y en donde ella ponía toda su fuerza, todo su corazón y su vida, ya que su niñez había crecido entre brotes y conocía perfectamente esos procesos hasta llegar a la eclosión que iluminaba todo.

Sin embargo, Miyo tuvo siempre malos sueños porque, para ella, la vida era algo que quería controlar, y no podía. La vida, para ella, era algo tan maravilloso que no concebía cómo podía tener un final. Este sentimiento que no pecaba de originalidad, que lo sufre cualquier mortal, ella lo sentía de una forma descarnada, casi violenta, porque todo lo veía siempre un poco desmedido, y su pureza y candor rayaban en la osadía.

 

José Antonio Ricondo

 

 

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