Lo que dejan las expectativas

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Por Adrián Pastor Pascual

Hace unos días estuve en el Santiago Bernabeu presenciando el Real Madrid-Borussia Dortmund de Champions League. Cuando salí del estadio, puse en relación los sentimientos y los pensamientos que conjuga el deporte con los sentimientos y pensamientos que se mueven en nosotros diariamente. Encontré una fórmula que se adaptaba bien a esta reflexión y que ponía en juego el deporte y la vida cotidiana. La fórmula era: expectativas = previsión. Previsión = ilusión. Ilusión = estado de ánimo.

Este juego psicológico estaba justificado por una razón. Los aficionados que me rodearon durante el partido parecían haber pasado al cabo de noventa minutos por diferentes expectativas, previsiones, ilusiones y estados anímicos. Recuerdo que al comienzo del encuentro, cuando los jugadores aún calentaban y los aficionados se removían con inquietud sobre sus asientos mientras comían pipas, algunos hombres y niños que me rodeaban sostenían los ojos prendidos en millones de chispas. Los niños les preguntaban a sus padres si ellos creían que el Madrid pasaría de los tres goles de diferencia. Los padres, con rostros de absoluta suficiencia y arrogancia asentían e incluso algunos se atrevían a pronosticar resultados superiores a los cuatro goles. Pero entre tanto optimista, encontré a uno que parecía un habitual de la afición blanca. Era mayor, con el pelo blanco, el rostro arrugado y unos labios que sólo se abrían para comer pipas. Sus ojos parecían perdidos, nerviosos y prudentes. En un momento, un hombre que parecía ser el padre del niño que había sentado a su lado le preguntó cuántos les meterían a esos alemanes. El hombre anciano esgrimió una leve sonrisa y dijo: “No tengo ningún pronóstico. Supongo que cualquier cosa puede pasar”.

El partido fue transcurriendo según lo previsto por los hombres que me rodeaban y por sus hijos. Cuando el Madrid hizo el primero, aquellos hombres, excepto el anciano que mantenía un gesto contenido, gritaban a los jugadores con cierto punto de desesperación que metieran la pierna, que fueran más precisos en el pase, que se lanzaran a por el segundo y a por el tercero y a por el cuarto. Incluso fueron capaces de insultar a lo mismos jugadores que habían hecho los goles cuando estos erraban en cualquier aspecto futbolístico. “¡Vamos hombre, vamos!”, gritaban al unísono. Todos querían más, de eso no había duda. Todos recargaban sus previsiones aumentándolas de acuerdo a cómo iban transcurriendo los acontecimientos. Sus ilusiones se estiraron hasta plantarse en el cuarto o el quinto gol cuando el Real Madrid ya ganaba por tres a cero. Sin embargo, eché la vista al anciano, y su rostro había cobrado color. Sus ojos brillaban y alzaba las cejas cuando ante ellos acontecía la posibilidad de otro gol para su equipo o el peligro de recibirlo. Pasara lo que pasara, terminaba por aplaudir a los jugadores. Esas palmas premiaban el esfuerzo y su mirada contemplaba con deleite la pasión de los jugadores.

El partido concluyó y los aficionados se levantaron para despedir a su equipo. Observé a los alemanes alzar sus banderas, cantar y aplaudir hasta ver desaparecer a sus futbolistas por el túnel de vestuarios. A mi alrededor, poco a poco, los hombres con sus hijos fueron abandonando el estadio y todos sin excepción llevaban a casa una mueca extraña, quizás de satisfacción pero con una expectativa no cumplida. En la calle, la muchedumbre fue invadiendo la castellana y los únicos gritos que se escuchaban eran los alemanes. A lo lejos, vi al anciano caminar sin prisa, con las manos en los bolsillos y su pecho hinchado de orgullo mientras sus labios se estiraban en una sonrisa que daba respuesta a su incierta expectativa anterior.

Marché a casa pensando en la ironía que resultaba ver a una afición animando a un equipo derrotado y a la victoriosa con cierto regusto amargo y silencioso. Lo único que separaba a esos dos bandos eran las expectativas con las que habían acudido al estadio. Y aquello me enseñó que el deporte es como la lotería. A veces le toca a uno la ilusión y otras veces el afortunado es otro y que el único modo de ser aficionado sin ser fanático es dejarse llevar por los momentos que te ofrece el deporte y aplaudir cuando el telón se cierra y el público se marcha con sus opiniones.

 

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