Borges habla sobre la escritura

Recolectadas en un periodo de siete tardes en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, estas conversaciones revelan sus opiniones y convicciones acerca del mundo y el destino literario.

 

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No hay mucho que quede por decir de Borges; su legado resuena nítido en la imaginación de sus lectores. Pero alguna vez en 1972, cuando tenía ya setenta años y estaba completamente ciego, un joven literato llamado Fernando Sorrentino lo entrevistó durante siete tardes en una habitación recluida de la Biblioteca Nacional y grabó sus conversaciones. Aquí Borges dejó sus opiniones acerca de los más diversos temas que iban desde política, autores específicos, guerras, historia y, por supuesto, literatura. El libro se publicó dos años después bajo el título Siete conversaciones con Jorge Luis Borges.

Los siguientes son algunos fragmentos recolectados de diversos fragmentos incluidos en las siete entrevistas, que hablan sobre la escritura y el mundo literario. El Borges que habla aquí es un hombre sabio y modesto, de quien se puede extraer franca riqueza no sólo para la escritura, sino para la vida misma.

Sobre el destino literario:

Antes de haber escrito una línea, yo sabía, de un modo misterioso y, por eso mismo, indudable, que mi destino era literario. Lo que yo no supe al principio es que, además del destino de lector —que no me parece menos importante que el otro— tendría también el destino de escritor.

 

Sobre la escritura contemporánea:

Porque creo que un escritor no debe intentar nunca un tema contemporáneo, ni una topografía muy estricta. Porque inmediatamente van a descubrir errores. O, si no los descubren, van a buscarlos, y, buscándolos, los encontrarán. […] De modo que creo que conviene cierta lejanía en el tiempo y en el espacio. Además, creo que la idea de que la literatura trate de temas contemporáneos es relativamente nueva. Si no me engaño, la Ilíada se habrá escrito dos o tres siglos después de la caída de Troya. Creo que la libertad de la imaginación exige que busquemos temas lejanos en el tiempo o en el espacio, o si no, como están haciendo los que escriben ficción científica ahora, en otros planetas. Porque si no, estamos un poco trabados por la realidad y la literatura se parece ya demasiado al periodismo.

 

Sobre la literatura psicológica:

Desde luego creo en la literatura psicológica, y creo que toda literatura en el fondo lo es. Los hechos son facetas o modos para mostrar un personaje. […] Me parece que la literatura debe ser psicológica y debe ser imaginativa.

 

Sobre el cuento corto:

Creo que cada año uno oye cuatro o cinco anécdotas muy buenas, precisamente porque han sido trabajadas. Porque es un error suponer que el hecho de que sean anónimas signifique que no hayan sido trabajadas. Al contrario: creo que los cuentos de hadas, las leyendas, incluso los cuentos verdes que uno oye, suelen ser buenos porque, a medida que han pasado de boca en boca, se los ha despojado de todo lo que pudiera ser inútil o molesto. De modo que podríamos decir que un cuento popular es una obra mucho más trabajada que un poema de Donne o de Góngora o de Lugones, por ejemplo, puesto que, en el segundo caso, la obra ha sido trabajada por una sola persona, y, en el primero, por centenares.

 

Sobre el éxito del escritor:

Yo recuerdo que, cuando empecé a escribir, nunca pensábamos en el éxito o en el fracaso de un libro. Lo que se llama éxito ahora, no existía entonces. Y lo que se llama fracaso, se descontaba. Uno escribía para uno mismo, y, acaso, como decía Stevenson, para un pequeño grupo de amigos. En cambio, ahora se piensa en la venta, sé que hay escritores que anuncian públicamente que han llegado a la quinta, a la sexta o a la séptima edición, y que han ganado tanto: todo eso hubiera parecido totalmente ridículo cuando yo era joven. O, mejor dicho, más que ridículo hubiera parecido increíble. Se hubiera pensado que un escritor que habla de lo que gana con sus libros, lo hace como diciendo: «Yo sé que lo que yo escribo es malo, pero lo hago por razones comerciales, o porque tengo que mantener a mi familia». De modo que yo veo esa actitud casi como una forma de la modestia. O de la mera tontería.

 

Sobre Shakespeare:

Fuera de Macbeth y de Hamlet, [mi recuerdo] corresponde más bien a memorias verbales que a memorias de situaciones o de personajes. […] Pienso en Shakespeare sobre todo como un artífice verbal. Lo veo más cerca, por ejemplo, de Joyce que de los grandes novelistas, donde lo más importante son los personajes. Por eso descreo de las traducciones de Shakespeare, porque, como lo esencial y lo más precioso de él es lo verbal, pienso hasta qué punto lo verbal puede ser traducido.

 

Sobre la métrica:

Me resulta más difícil escribir versos libres. Porque si no hay una especie de ímpetu interior, no pueden hacerse. En cambio, la métrica regular es una cuestión de cierta paciencia, de aplicación… Una vez que usted ha escrito un verso, eso lo obliga a ciertas rimas, el número de rimas no es infinito, las rimas que pueden usarse sin incongruencia son pocas… Es decir, cuando yo tengo que fabricar algo, fabrico un soneto, pero no podría fabricar un poema en verso libre.

 

Sobre el género de la novela (en la misma entrevista, Borges dijo que este género estaba destinado a desaparecer)

No, nunca pensé en escribir novelas. Yo creo que si yo empezara a escribir una novela, yo me daría cuenta de que se trata de una tontería y que no la llevaría hasta el fin. Posiblemente esto sea una invención de mi haraganería. Pero creo que Conrad y Kipling han demostrado que un cuento corto -—no demasiado corto—, lo que podríamos llamar long short story, puede contener todo lo que contiene una novela, con menos fatiga para el lector.

La ventaja esencial que le veo es que el cuento puede ser abarcado de un solo vistazo. En cambio, en la novela se nota más lo sucesivo. Y luego está el hecho de que una obra de trescientas páginas no puede prescindir de ripios, de páginas que sean meros nexos entre una parte y otra. En cambio, en un cuento, todo puede ser esencial, o más o menos esencial, o —digamos— puede parecerse más a lo esencial. Creo que hay cuentos de Kipling que son tan densos como una novela, o de Conrad, también. Es verdad que no son demasiado cortos.

 

Sobre la haraganería del escritor:

Es que la obra de un escritor está hecha de haraganerías. El trabajo esencial del escritor consiste en distraerse, en pensar en otra cosa, en fantasear, en no apresurarse para dormir, sino imaginar algo… Y luego viene la ejecución, que ya es el oficio. Es decir, no creo que sean incompatibles las dos cosas. Además, creo que cuando uno está escribiendo algo más o menos bueno, uno no lo siente como una tarea, lo siente como una distracción. Una distracción que no excluye la inteligencia, como tampoco la excluye el ajedrez, que me agrada mucho y que me gustaría saber jugar —siempre he sido un mal ajedrecista.

 

Sobre la publicación: 

La imagen que yo dejaré cuando me haya muerto —que ya dijimos que eso es parte de la obra de un poeta, y, quizá, la más importante—, no sé exactamente cuál será, no sé si me verán con indulgencia, con indiferencia o con hostilidad. Desde luego, eso me importa muy poco ahora: lo que sí me importa no es lo que he escrito sino lo que estoy escribiendo y lo que voy a escribir. Y creo que eso le ocurre a todo escritor. Dijo Alfonso Reyes que uno publicaba lo que había escrito para no pasarse la vida corrigiéndolo: uno publica un libro para dejarlo atrás, uno publica un libro para olvidarlo.

 

Consejos a escritores jóvenes:

Yo le aconsejaría a ese joven imaginario que estudiara los clásicos; que no tratara de ser moderno, porque ya lo es; que no tratara de ser un hombre de otra época, de ser un clásico, porque, indudablemente, no puede serlo, ya que irreparablemente es un joven del siglo XX. Y luego, al cabo de un tiempo, le aconsejaría también el estudio de los clásicos de nuestra lengua.

 

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