La sobremesa del desayuno

mont-sainte-victoire-3Paul Cézanne – Mont Sainte Victoire (Barnes) – 1895

 

Por Guillermo Sierra

Hay un hombre solo, J., en un piso de Lisboa. Vive en un quinto, es domingo a las once de la mañana y lleva despierto como dos horas, y hace como media que entra por la ventana de la salita, la que da al patio interior, un olorcillo vigoroso e inquieto directo a su pituitaria. Viene de la casa de la vecina, que está haciendo un sofrito de verduras para lo que vaya a cocinar para el almuerzo. ¡Bendito olor! El patio interior está lleno de enredaderas muy viejas y en el fondo se intuye que está todo muy lleno de polvo y suciedad; nuestro hombre no ha bajado nunca ahí, ni cree que se pueda.

Vaya vaya, piensa. Viste sólo unos calzoncillos holgados y no tiene resaca, porque anoche su compañera no le dejó ni beber apenas. Vaya tela de tía, piensa, y va andando por la casa oscura – el alquiler es caro de cojones y la zona es bastante buena, pero no entra demasiada luz-, con los ojos muy pequeñitos y sin pensar mucho. Tiene puesto en el equipo de música “Actos inexplicables”, de Nacho Vegas, y esa es una canción en la que nadie canta nunca, y que consiste en un mismo esquema una y otra y otra y otra vez, pero es bonita, suena a canción de vaqueros, ostias.

Estuvo hablando el miércoles con su amigo Luis, que estaba ampliamente metafísico y espiritual. Y le soltó la perla maestra de Pessoa, esa pamplina de que há metafísica bastante em não pensar em nada. Que no es ninguna pamplina. Estaba teniendo unos días muy Pessoa, vamos con otra típica y no por ello menos representativa. (Ahora más que nunca):

 

Todas las cartas de amor son
 ridículas.
No serían cartas de amor si no fuesen
 ridículas.

También escribí en mi tiempo cartas de amor,
 como las demás,
ridículas.

Las cartas de amor, si hay amor,
tienen que ser
 ridículas.

Pero, al fin y al cabo,
sólo las criaturas que nunca escribieron cartas de amor 
sí que son
 ridículas.

Quién me diera el tiempo en que   darme cuenta 
cartas de amor 
ridículas.

La verdad es que hoy mis recuerdos de   esas cartas de amor
 sí que son 
ridículos.

(Todas las palabras esdrújulas,
como los sentimientos esdrújulos,
son naturalmente 
ridículas).

 

Este mayo J. se rindió ante el buen tiempo. Qué más puede hacer un hombre cabal con esa primavera lisboeta, que salir a dar paseos. Y bañarse en las playas de los alrededores, y tirarse hojas de cerezos con su compañera. Hacía lo mismo que hacen las mariposas, los escarabajos, los gorriones, las flores de los mismos cerezos e incluso las piedras, marrones y terrosas (con un poco de imaginación mórbida) en mayo. También le hizo un niño a su compañera, haría cosa de un mes. Desde entonces, era todo más elástico, más abrupto y más denso, como él imaginaba que son los pies de los niños cuando se dejan notar a través de la panza materna. ¡Bellísima panza! Últimamente, al follar le venía a la pituitaria olor fortísimo a moras, y llevaba semanas sintiéndose incómodo cada vez que iba a la frutería, mientras la nariz le picaba con rabia.

Sin duda, el color de los días que estamos viendo es entre morado y rosa anaranjado, claros. Es la época de la pituitaria.

Me dijo J. hoy que las chicas inteligentes no estudian, ni trabajan. Se van de misiones al Congo con muchos compis franceses, y se casan con dos o tres de ellos -en progresión variable de edades, y cada uno con más posición social que el anterior, que no más dinero-. Y finalmente mueren, octogenarias y riquísimas en Niza. Descalzas y con un bagaje vital y una calma que ya los quisiéramos usted y yo.
Eso lo dice J., no yo, y que conste en acta.

Qué aburridas me parecen hoy, con toda la tarde rosa y naranja, la pesada responsabilidad de tener la frente torcida y el humor negro y marrón. ¡Sangría, sangría de vodka! Con trozos de manzana, frescos. Sentado en una terraza, y se va yendo el sol.

 

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