¿Para cuándo Colombia?

Por José Antonio Ricondo

Conversamos hace días con Diego -nombre supuesto-, un colombiano que, a sus 32 años, el ELN secuestró a su hermano mayor durante 85 días. Ya no solo por la despiadada experiencia que sufrió y sus secuelas, sino por la situación aún de inseguridad que se padece en su país, este hombre ya en la cuarentena habla vertiginosamente rápido y mueve invariablemente su pierna izquierda cuando está sentado. No puede controlar su descanso por más que se esfuerce en aliviar la desagradable sensación que padecen sus piernas. Nos dice nervioso y vehemente:

Allí, si queremos estar charlando con un grupo de amigos, no podemos estar en una terraza como esta. Tenemos que hacerlo en casa, encerrados. Cada momento fuera de ella es una amenaza para la propia seguridad.

 

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Es un país enquistado en un conflicto que va para medio siglo largo y que ha llevado mucho sufrimiento y padecimiento a través de cientos de miles que han muerto y los millones de personas que han tenido que desplazarse. Los colombianos están seguros de que el diálogo entre el Gobierno y los grupos guerrilleros es positivo, pero que serán palabras vacías y papel mojado si no lleva aparejado sólidos cambios sociales que venzan la inhumana diferencia de clases que soporta el país, malviviendo la tercera parte de la población por debajo del nivel de pobreza.

¿Qué puede esperarse de las futuras generaciones que han vivido ese dolor de tantas muertes y desaparecidos tanta crueldad? ¿Podrán recuperar la memoria, manteniéndola para que no vuelva a repetirse tan descomunal barbarie? Como decíamos arriba, todo sería posible siempre que se pudiese despejar también el segundo término de la ecuación, el nivel de pobreza:

No hay familia en la que no esté alguno de sus miembros afectado por el conflicto. Incluso hay alguna en que han caído víctimas de esta sinrazón dos, tres y hasta cuatro de sus componentes, y muchas veces de manera brutal.

Los colombianos están a la espera de poder llegar a ser una nación normal en crecimiento, de poder restañar las heridas, de conseguir que cada generación entrante se sienta libre de pertenecer al país con dignidad y con el orgullo de que se puede lograr luchando por ello. No puede concebirse un Estado que no ha sido capaz de salir de tantos años de miedo, angustia e inseguridad. Muchos países hispanoamericanos incluso han tenido dictaduras sangrientas y tratan de resurgir, pero la actualidad colombiana es la del estancamiento en donde el perfil es el de aguantar lo que decidan los narcos, los guerrilleros que ya no dan más de sí, los paramilitares…

 

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Sí. Los colombianos rechazan de plano el arma del secuestro. Es la transgresión, la violación, que les es más repugnante. El año pasado salió a la luz un informe -Una verdad secuestrada- que investigaba que en tan solo cuarenta años, de 1970 a 2010, la cifra de secuestros superó las 39.000 personas. Es difícil que pueda sustentarse así un país, una población. Unas guerrillas que en nombre del marxismo, del pueblo y de la libertad secuestran a la población sencilla, y a toda una ideología, no puede estar en parrilla de salida alguna. Confiamos en que las riendas de la nueva situación que ha de venir las tomen personas lógicas e inteligentes:

Cuando se llevaron a mi hermano, a mi padre no le dijimos nada. Pero en la calle le preguntaron si ya le habían soltado. Fue tal su sorpresa y dolor que al año siguiente murió.

No se puede encubrir o negar la decisión y el anhelo de los campesinos y demás sectores sociales por unas briznas de libertad y bienestar. Cuanto más demore el Gobierno sus lamentos y sus contraataques y respuestas, más arrinconados estarán en el margen de la exclusión social, que no en el de la confrontación. Y así, no será fácil explicar la dejación de funciones del Estado para con los más vulnerables, en un país que parece que va saliendo poco a poco de esa situación epidémica.

Le pregunté a Diego, al despedirnos, si una vez en España había alguna posibilidad de integrarse aquí, de rehacer su vida. Me interesé por ayudas oficiales ya que, supongo, su situación no podría ser la de un inmigrante, sino más bien la de un inmigrado político o el de un refugiado, víctima de una lucha armada y de una vida sin vida que él no ha buscado. En cuanto escuchó la palabra ayudas, no me dejó acabar:

No quiero ningún tipo de ayuda, solo que me orienten. Soy orgulloso. Ya me lo dijo el cónsul español antes de salir ¿Has pensado que vas a ser una carga para el Estado español?

Nos despedimos con un fuerte abrazo. Cada uno cogió rutas diferentes, y yo seguí sin poderme separar aún de mis pensamientos, de la incertidumbre que podría tener Diego y de la situación absurda y contradictoria en la que mucha gente se encuentra. Y pensé en la fantasía y la realidad de ‘Cien años de soledad’ o de ‘El coronel no tiene quien le escriba’…

 

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