El juego del rechazo

Hace precisamente dos años, en junio de 2012, en el suplemento litarario de Télam, apareció una nota, “Por el camino de la primera edición”, que daba cuenta de las vicisitudes que debió padecer Marcel Proust a la hora de editar Por los caminos de Swan, la primera de la serie de novelas que iban a constituir “En busca del tiempo perdido” que, dicho sea de paso, es una de las mayores obras literarias del siglo XX.

 

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El 24 de abril de este año, con el título de “Sobre escritores y editores”, se publicaba lo que había sucedido con Malcolm Lowry y la edición de su magistral novela Bajo el volcán. El rechazo a Marcel Proust se registró en 1914, el rechazo a Malcolm Lowry en 1946. No fueron los únicos.

Doris Lessing a lo largo de su vida cosechó cerca de quince importantes premios literarios, entre ellos el Príncipe de Asturias en 2001 y el Nobel en 2007. En la primera de las cinco novelas que integrarían su pentalogía Los hijos de la violencia puso en escena a Martha Quest, una escritora que resulta claramente su doble. Posteriormente, el juego de la dualidad lo extendió a la vida real: envió los originales de su última novela a diferentes editoriales, aunque no lo hizo bajo su nombre sino bajo el de un ignoto autor inventado para la ocasión. En definitiva, ella era Premio Nobel y su novela, estaba segura, valía por peso propio. También estaba segura de que la llamarían de inmediato, ávidos por publicarla. Las respuestas de las editoriales demoraron su tiempo, pero todas coincidieron en que, tratándose de un escritor desconocido, ese manuscrito carecía de méritos para ser editado.

Algo parecido sucedió en Francia con otra mujer famosa, aunque no por ganar el Nobel de Literatura. En 1997 la editorial Plon, de París, publicó La institutriz, una novela de Claire Chazal. El libro tuvo un inmediato éxito de ventas: todo el mundo hablaba de esa popular periodista de televisión devenida escritora. En complicidad con Claire Chazal, la revista “Voice” maquinó un singular operativo: cambiaron los nombres de los personajes de La institutriz y, claro está, el nombre de la autora. Esa falsa novela inédita fue presentada a diversas editoriales de Francia, todas la rechazaron recurriendo al mismo e inapelable argumento: texto menor, de poca calidad literaria, autor desconocido. La guinda del postre la puso la propia editorial Plon: devolvió los originales de la misma novela que, con otro nombre de autora y otros nombres de personajes, ellos habían editado.

 Suele ser peligroso trocar un nombre célebre por uno desconocido. El 30 de abril de 2013, bajo el sello Sphere Books  apareció en Londres The Cuckoo’s Calling, una novela policial firmada por un tal  Robert Galbraith. La crítica fue indulgente para con ese autor indocumentado, con suerte y buena voluntad se vendieron mil quinientos ejemplares. Un domingo, pocos meses después de esa magra venta, The Sunday Times reveló que Robert Galbraith en realidad era J.K.Rowling, la creadora de Harry Potter. Algunas horas más tarde, según Amazon, The Cuckoo’s Calling encabezaba la lista de best-sellers con más de cinco mil libros vendidos en un solo día.

En enero de 2006 The Sunday Times había orquestado otra trampa caza-bobos: veinte editoriales y agentes literarios recibieron los dos primeros capítulos de dos novelas que, anticipaba la carta de presentación, estaba escribiendo un joven y desconocido autor. Las veinte editoriales y los agentes rechazaron esos manuscritos, sólo Barbara Levy, una agente literaria de Londres, mostró cierto interés por una de las dos novelas presentadas. Levy propuso reunirse con el joven y desconocido autor, pero esa reunión jamás pudo realizarse ya que, parodiando un título de Ítalo Calvino, se trataba de un autor inexistente: lo había inventado The Sunday Times. Los capítulos presentados sí eran reales, correspondían a dos novelas, Holiday, de Stanley Middleton y In a free state, de V.S.Naipul, que en 1974 habían ganado el prestigioso Premio Booker; vale recordar que en 2001 V.S.Naipul había obtenido el Nobel de Literatura. Ese galardón le sirvió de poco: los dos primeros capítulos de su In a free state fueron impugnados y Barbara Levy sólo mostró cierto interés en la escritura de Stanley Middleton.

Por los caminos de Swan y Bajo el volcán en algún momento también sufrieron el estigma del rechazo. En un caso se debió a una mala lectura de André Gide, quien no bien advirtió su error publicó en Gallimard toda la obra de Marcel Proust. Con Malcolm Lowry sucedió algo parecido: había enviado el manuscrito de Bajo el volcán al editor inglés Jonathan Cape y este a su vez se lo pasó a un tal Mr. Jackson, quien tuvo la ocurrencia de aconsejar “reducir la novela a las dos terceras partes de su extensión actual”.  En respuesta a ese disparate, Lowry le envió una extensa carta a Jonathan Cape, en la que a lo largo de cincuenta carillas realizó una sinopsis, capítulo por capítulo, de Bajo el volcán, se mofó de los dictámenes de Mr. Jackson y dejó en claro que no modificaría una sola línea. Y así fue como se publicó la novela.

El juego del rechazo editorial sigue vigente, sólo que en las últimas décadas no se articula por comprensibles razones literarias sino por serviciales razones mercantiles. Y en ese juego, lamentablemente, perdemos todos.

 

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