Melancolía fingida y estacional

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Por Guillermo Sierra

Ocurre, como cuando en un paseo en barquita, sucede que momentáneamente, todo el mundo se apelotona en el mismo lado. Entonces las bolsas y las neveras, dando saltos impulsadas por sus esquinas, caen también -claro- al mismo lado; acentuando así el desequilibrio. Todos los tiestos se caen y hacen ruido, y los tripulantes chillan angustiados como si estuviesen en el Atlántico Norte y su Titanic hiciese agua a chorros entre icebergs. Luego la barca escora un poco más, buscando, ávida y cruel la vertical, como dando un último aviso de que efectivamente vamos a caer. Instantes después, irremediablemente, vuelca. Esta es exactamente la sensación que me producen estas alturas de verano. Superado el 1 de agosto, el verano se dispone a dar la vuelta de campana y desparramar todo lo que aún no se le ha caído o roto, dejando así las playas aún más llenas de basura. Y es una melancolía alegre, regada de gin tonics, cervezas y barbacoas, desenfrenadamente, para distraerme y no caer en la cuenta de la cuesta abajo. Es una clase de optimismo resignado; que siempre pensé que era la sensación real más cercana a la felicidad, y que ahora creo que ni de coña.

Me pasa que con el vaivén de la barca me mareo y me altero, y comienzo a confundirme la tarde y la mañana; la noche y el día están más claras. Me despierto tempranísimo y tomo el cola cao sin pensar en nada, apacible. Me lavo los dientes y me coloco en el sofá a ver La ventana indiscreta en TCM mientras fumo un pitillo. O me siento en el jardín a leer Viaje a la Alcarria y me enciendo una pipa, que es lo que hacía mi abuelo a las ocho de la tarde todos los diciembres. Acabo esto y me abro una cerveza, muy quieto, hasta que el tropel de mis primos pequeños llega de la playa reclamando comer. Mastico somnoliento rodeado de familiares y me voy a la cama entre saludos leves, buenas noches, como el atardecer en invierno. Encaro luego la siesta con decisión.

Las tardes las despego fogosas tras grandes siestas; y las entrego -como los aztecas entregaban iguanas y bichos así, a modo de sacrificio- al vicio y al placer; con fruición.

Y así sigo. Cuando llega el día quince -el cumpleaños de mi padre- ya sé que otro año más, el verano va a empezar a convulsionar presagiando su muerte. Es el momento de salir de viaje. De las pocas y deshilachadas cosas que he aprendido en mi vida, una es que no hay que hacer viajes en junio o julio, y sí en agosto o septiembre. Hace unos años fui una semana a un festival de música indie al mediterráneo, en julio, a comprar en Consum y a reventarme las vacaciones. Al volver no solo no tenía dinero, tenía que estudiar, trabajar y físicamente había envejecido cinco años, sino que aún me quedaban por delante casi dos meses de recordar melancólicamente aquellos días; en los que sudábamos todos juntos bajo toldos de plástico negro, bebíamos cerveza caliente y nos limpiábamos las uñas con el mismo tenedor de plástico que usábamos para comer ensaladilla.

Ahora no hago eso, ahora me voy a países extranjeros del norte, donde haga frío tampoco; fresquito. Cada agosto o septiembre, agudizo los sentidos por si me encuentro a algún español; remoto conocido, para correr hacia él con alegría feroz, y sentarnos a beber como cerdos y rememorar doscientas veces que nos vimos una vez en el cumpleaños de la hermana de un amigo común. Para que me salga una mijita de patriotismo, he de irme fuera de España; y creo que no soy el único. También veo cosas que me hagan recordar la helada y la escarcha; bebo anís -que me recuerda a hacer pestiños en navidad- y quiero ver la serie Fargo, sólo porque en una imagen promocional que vi, salía un tipo junto a un coche encallado en un metro de nieve. En unos días me cansaré de tanto frío y tanto villancico, y volveré a los atardeceres rojos y pausados, regados de martinis y compañías agradablemente estivales: así consigo una espera más dinámica y livianamente entretenida; que es como concibo yo esta estación.

 

 

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