Ciudades que se ven al pasar

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Por Antonio Costa

       Íbamos de noche en un tren de Helsinki a Laponia y paramos en mitad de la noche en Tampere. Las luces de la torre se desplazaban de manera vibrante en un lago. Nunca olvidaremos aquella imagen entre dos sueños, en un estado de lucidez asombrosa. Luego estuvimos unos días en la ciudad y era muy interesante pero no volvimos a sentir aquella magia de la noche al pasar.

   Muchos veces las ciudades más hermosas son las que se ven al pasar. Cuando no podemos sujetarlas con la mirada, cuando todavía son ellas mismas y no las controlamos. Son como imágenes que flotan con toda libertad, llenas de soltura. Las ciudades son tan hermosas cuando son así pasajeras e inasibles, cuando todavía son ellas mismas. Igual que las mujeres más hermosas son las que se ven durante un segundo en los autobuses o detrás de las ventanas.

   Regresábamos en coche desde Alemania y paramos en un pueblo de Francia a tomar un café. Resultó que se llamaba Arcis sur Aube y que era el pueblo natal de Danton. Me gustó eso, me atraía Danton lleno de vida en contra del afilado y muerto Robespierre, el funcionario de los conceptos implacables, tal como aparece en la película de Wajda. Vimos la estatua del hombre animando al pueblo y una iglesia gótica cubierta de linternas con un arco apuntado con muchos lóbulos colgando.

     Íbamos en un viaje larguísimo desde Estambul a Tiflis, estábamos agotados y sin dormir esa noche y de mañana pasamos por Batumi. Yo había planeado detenernos en esa ciudad, había leído que en ella estuvieron Chejov, Bugakov, Knut Hamsun, Tagore, que era un lugar elegante del imperio ruso junto al mar Negro. El autobús dio muchas vueltas y vimos una ciudad alucinada que estaba despertando. Era una forma extraña de verla, con las vueltas laberínticas que daba el autobús, mirando las esquinas de los edificios, los entrecruzados de las calles, las sienes de las cafeterías y las tiendas. Distinguimos los grandes hoteles decadentes, vimos la estatua de Medea gigantesca a lo lejos, pasamos entre los grandes árboles a la orilla del mar. Y luego fuimos bordeando la playa sin salir nunca por las afueras. Fue mucho más sugestiva esa mirada pasajera y onírica, con los ojos desarmados, que si nos hubiéramos quedado unos días.

     Otra vez pasamos por Estrasburgo. Cruzamos un puente sobre el Rhin y miramos un poco las avenidas. Quise pasar por el centro para ver de esa forma desprendida y sin ataduras la ciudad. Me fijaba en los edificios con entramado de piedra y madera típicos de Alsacia, en las ventanas oscuras, en los techos en ángulo. Me parecía que tenía en la punta de la mirada todos los techos de Alsacia. Como cuando alguien te roza con la punta de los dedos. Como si alguien desconocido te cuenta toda su vida en una estación entre dos trenes. Me pareció que amaba esa ciudad de forma leve y apasionada mejor que cuando vi “En la ciudad de Silvia” (que de todos modos atrapa de esa magia de la ciudad como mirada casualmente) de José Luis Guerin.

   Pasamos al amanecer por Trebisonda, entre la ciudad y el mar. El autobús se metió por algunas calles, iba atravesando las avenidas dormidas. Todavía la luz estaba azul y toda la ciudad estaba desprevenida. Había leído tanto sobre esa ciudad que fue capital de un reino bizantino perdido entre turcos, que era sinónimo de refinamientos lejanos, que incluso se cita en el Quijote. Y ahora me parecía que se asomaba al mar dormido al borde de los acantilados, en las partes altas destacaban las luces, había un parque lleno de miradores y teterías. Atravesamos entre las mezquitas y las calles imposibles del mercado. Nunca se me quitarán esas visiones de la cabeza.

     También había pensado parar en Karlovac durante mi viaje por Yugoslavia, pero al final no lo hice. La vimos de noche desde el tren que iba de Zagreb a Split. Me asomé para mirar la ciudad con tantos puentes distintos, traté de distinguir a lo lejos el plano en forma de estrella, pues fue construida siguiendo los diseños utópicos del Renacimiento como una ciudad ideal bajada del universo. Y vi poco más que las dependencias de la estación y me acordé de que tiene algunas de las salas de cine míticas mas sugestivas del mundo, algunas abandonadas. Pero me gustó haber pasado por allí y tantearla con los ojos como dedos en la noche.

   Y al viajar desde Ginebra a Sierre vimos algunas ciudades fantásticas. Ya no digo Montreux subiendo desde el lago donde se desmelenaba la estatua de Freddy Mercury porque allí pasamos unas horas. Pero antes vimos las agujas afiladas de la catedral de Lausana delante delas montañas nevadas. Vimos los techos negros cubiertos de pizarras tan arregladitos y con buhardillas iluminadas. Vimos los puentes y los desniveles de la ciudad de cultura elegante junto al agua. La ciudad nos echó una mirada de encanto leve, como una sonrisa al pasar.

     Y cuando íbamos desde Ámsterdam hasta Luxemburgo hicimos un cambio de tren en Lieja. La estación diseñada por Santiago Calatrava nos asombró como una tienda de campaña gigantesca, como un palomar agitado y deslizante. Y luego pasamos el río Mosa y vimos las escaleras tan largas que subían a la parte alta, y las fachadas escalonadas como parodias de pirámides . Y los viejos barrios fabriles pegados a la ciudad industrial con un encanto reluctante. La ciudad de cultura que se proclama con audacia y travesura. La hermosa que no se considera hermosa.

   Me dirigía hacia Fez hace mucho tiempo y el autobús pasó por Mequinez. La ciudad tenía tanta seducción que los viajeros tuvieron que decirme que aún no era Fez. Había minaretes y puertas ceremoniales , se veían zocos y torres imperiales, se distinguían palacios y trozos de murallas . No sabía como mirar aquello, se estaba metiendo en mi mirada sin que yo le hiciera sitio. Y se ponía dentro de mí como palomas orientales. Todo yo estaba abierto ante aquella perspectiva, ante aquella ciudad que no iba a casarse conmigo, que no tenía ningún compromiso, y por eso coqueteaba conmigo.

   Cuando iba en el tren bala desde Tokio hasta Kioto pasé por Nagoya. Y aquello fue más fugaz todavía. Era como ver un sueño veloz en mitad de las montañas, un parpadeo extraño de imágenes. Era una ciudad ultramoderna con edificios flotantes y luces vertiginosas, con vértigo de niveles y trozos de torre Eiffel.. Y en ella había toques fantasmales de tradición, sabía que en algún lugar había un castillo de curvas verdes, compactos y cerrado, con pequeñas y numerosas como si alguien nos observara muchas veces. Y pensé: yo podría estar aquí, igual que pensé muchas veces que pudiera estar en tantos sitios. Y todo se ha quedado en pensamientos.

   Cuando iba hacia el Cabo Norte en Noruega un amigo y yo pasamos por Narvik. También entonces me acordaba de películas, de “Los héroes de Telemark”, de hazañas contra los nazis en las lejanías indomables. Y era como un montón de puntitos entre las montañas azules, calles perdidas entre el infinito de la naturaleza, vagabundas en medio del circulo polar bajo un cielo tan abierto. Parecía mentira que allí hubieran ocurrido tantas cosas. Se desplegaba para nosotros sin preocupaciones, con todas las sugestiones intactas, en aquella mañana de agosto. Y de ese modo casi todos los viajes son una oferta, un asalto cuando menos se espera, un beso dado en la oscuridad.

   Y puedo hablar de Pilsen cada vez que iba a Praga, como pensaba en la cerveza de manera ligera, todo yo era pensamientos ligeros, la ciudad se presentaba ante mí como una sábana extraña, veía las agujas negras y los distritos fabriles, sentía el olor a cerveza y me iba sin darle importancia. Y de cuando iba hacia Iguazú y el autobús en medio de las 23 horas de viaje pasaba por Posadas, en el límite con Paraguay, y veía las farolas reflejadas en el río Paraná y barandillas interminables y torres neogóticas a lo lejos y esa atmósfera de ciudad entre dos mundos , de intermedio entre dos situaciones, que tanto sedujo a Graham Greene. Y de Rousse, entre Rumanía y Bulgaria, cuando el tren paró en su camino hacia Estambul, y me acordé de la infancia de Elias Canetti, ese hombre que también ha visto tantas cosas al pasar, que ha estado pasando siempre, mirando las ciudades con ese despego apasionado y esa libertad lúcida. En la larga espera entre burocracias veía el Danubio que se ríe de las burocracias de los hombres pero que ha unido a Europa como indicó Magrís y que ha sido la arteria palpitante de Europa y ha significado esa apertura entre los paises o la música o la huida.

   Íbamos en un autobús de Barcelona a Venecia y pasamos de noche por Niza. No podremos olvidar la conmoción mágica de Niza, los chalets y palacetes que trepan por los Alpes en los abismos, que se asoman al mediterráneo de forma novelesca, las calles que suben y dan vueltas y se esconden del mar y se asoman a él arrebatadas, los jardines cabalgando los precipicios , las balconadas que piden el mar torrencialmente. Y luego la elegancia de Turín. Pasamos por ella ya de mañana y vimos las avenidas grandiosas y los grandes palacios dormidos y los hoteles espléndidos. Nos parecía que estábamos en el norte fabril y repleto de cultura donde Cesare Pavese vivió sus melancolías nostálgicas y se pegó un tiro en un hotel.

   Me pasé unos años trabajando en Verín en la provincia de Orense. Y varias veces fui a distintas ciudades de Portugal. Una vez fui a Vila Real, la ciudad barroca y saudosa dormida en las cercanías del Duero. Y pasé por Vidago, la población donde se rodó la serie “Los jinetes del alba”. Un amigo me había dicho: Tienes que ir a esa ciudad, donde hay un hotel de cientos de habitaciones casi todas vacías, un balneario de una grandeza fantasmal, que parece que se ha quedado en otra época. Y nunca llegué a visitarla pero pasé muchas veces cerca del balneario con sus entradas esplendorosas rodeadas de árboles, con sus escalinatas, con la infinidad de ventanas musicales superponiendo los estilos , con sus pabellones de recreo y sus jardines y su surtidor . Y al pasar yo imaginaba todas las escenas de amor o de desdicha o de desconcierto, todos los sueños posibles.

   Las ciudades que se ven al pasar son todavía como sueños intocados, permanecen ligeras y abiertas. Se nos ofrecen como damas que nos dan una mirada encantadora al pasar. Ser permiten ser ellas mismas y no vamos a ponerles nombres. Conservan la gracia de las cosas a las que no hemos dominado. Todavía ni siquiera las amamos, son como gracias de la vida, lo apuntan todo y lo sugieren todo.

 

 

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