Esplendor apagado en la jungla

Por Antonio Costa
Fotos: Consuelo de Arco

 

 

Un día fuimos a Tigre, esa Venecia salvaje que casi nadie recuerda, sueño de esplendores apagados en mitad de junglas y canales, parece de una película de Werner Herzog, cogimos el tren normal en la estación de Retiro en Buenos Aires e iba parando en todas las estaciones, en los asientos desvencijados se sentaban personajes cargados de bolsas, que querían venderte algo, que te pedían, que te contaban cosas con la mirada, llegamos y mi mapa no funcionaba, desde la estación de tren no era capaz de situarme junto al canal principal que había recorrido diez años antes, tardé mucho en conseguirlo y nunca se encuentran las mismas cosas, por fin pudimos situarnos junto a uno de los embarcaderos donde salían barcos de paseo, nos subimos a uno y ella entró con tono tan festivo que el empleado dijo “ para servirla”, parecía una princesa en todas partes, nos situamos en unas sillas de cubierta donde nos daba el viento en la cara, el barco partió por el canal, fue dejando la ciudad desperdigada con construcciones coloniales que nos daban nostalgia al moverse por la orilla, se metió en canales secundarios, se perdió en los laberintos del agua, iba por canales cada vez mas pequeños, al lado de sauces que nos tapaban, en mitad de espesuras que parecían abstraernos, bordeando senderos que partían de embarcaderos solitarios,   íbamos viendo mansiones pretenciosas con galerías, construcciones líricas con ventanales y molduras,   casitas comidas por enredaderas a donde llegaba muy suave el ruido del agua, y uno se imaginaba las tardes y las noches en esos recintos preservados por el agua de las visitas inoportunas, escuchando con intensidad los chapoteos y los crujidos de los sapos, los mil rumores del agua .

El barco se internaba cada vez más, los canales se alejaban hacia abstracciones pictóricas, a veces un anciano estaba solo sentado en un banco, o un niño permanecía sobre unas escaleras   mirando pasar el barco con asombro, y ella y yo vibrábamos con cada segundo de avance ,   cada recodo que se descubría, hasta que parecimos haber llegado a lo más intrincado de aquella selva y sentíamos que sería difícil regresar al mundo real de conversaciones,   todos los viajeros aunque no lo quisieran se hacían más graves, finalmente el barco regresó gradualmente a las zonas más pobladas, de nuevo reaparecían los palacios silenciosos junto al agua, y el moverse lentamente tenía algo de llamada enigmática, y llegó al gran canal, y entramos de nuevo en el embarcadero, fue algo precioso, dijo ella, y se le notaba en los ojos que había hecho algo más que hacer fotos, que habían quedado verdaderas impresiones en su interior, fuimos a comer a un sitio hermoso en la calle principal , después   paseamos densamente y encontramos un pub de estilo irlandés detrás de una floresta en lo alto de unas escaleras, había una vista increíble detrás de las hojas, apareció una señora con aspecto de dama suiza y yo le pedimos dos cafés,   Ella quiso averiguar lo que había dentro y vino a buscarme al poco rato, era como una mueblería antigua, había sofás principescos , lámparas de pantalla, un silencio prodigioso, y sobre unas mesas había unos libros viejos que se vendían, ediciones antiguas de escritores raros, qué no se habrá publicado en Argentina, qué no conocerán ellos de las literaturas de todo el mundo, siempre me encanta hurgar entre libros, y descubrí uno de Julio Camba, el maestro de lo incisivo y la concisión, pensé en comprarlo pero me dije : en otro momento, supuse que seguiría allí mucho tiempo, pensamos en volver porque en toda la ciudad había humo y los edificios parecían jirones y ella no pudo hacer fotos.

Volvimos a Tigre porque ella quería hacer fotos, y seguía el humo, estaba un poco más despejado y eso nos daba esperanzas, pero seguía y nos sumía en agobio y melancolía, pero la ciudad estaba hermosa, esta vez no subimos a un barco, recorrimos las calles, ya me manejaba mejor con el mapa, había domesticado la ciudad como el principito había hecho con la serpiente, paseamos por unas avenidas arboladas en torno a unos canales en la parte trasera de la ciudad, casas antiguas y melancólicas mostraban hierros y colores oxidados, chalets con jardines abandonados sugerían grandezas o fracasos onettianos, una avenida con tapias agobiadas de buganvillas mostraba casonas prominentes y silenciosas, y había una casi ahogada por la vegetación otoñal, un desconcierto de ramas la escalaba, la hojarasca rodeaba su puerta , la bautizamos “La casa que se tragó el otoño”, el otoño la amaba y la asediaba, ella   dijo que teníamos que inventar una novela sobre esa casa, cuando regresamos la observamos con más detalle y ella cogió unas hojas como testigos, fuimos por una calle con desniveles que llevaba hacia el centro, había un restaurante que se llamaba La casa de los escritores y decidimos que allí teníamos que comer, tenía varios espacios que daban a diferentes luces y nos quedamos en uno minúsculo para dos personas,   nos tomamos un pescado suculento regado con vino tinto (nosotros amábamos el tinto) que saboreábamos gota a gota, antes de cada sorbo hacíamos un brindis,   luego caminamos con calma hacia el canal principal entre las jacarandás .

Pensamos en ir a aquel café con balcón en la espesura en que habíamos estado la otra vez,   pensaba que me compraría el libro de Julio Camba que había dejado, yo era tacaño para las minucias y de golpe era capaz de gastar grandes cantidades que no tenía, pero supe que nada se repite nunca y que cada cosa que no se hace es una oportunidad perdida, la cafetería estaba cerrada, en esos casos siempre me parece que no es verdad, que me estoy confundiendo, pero estaba decididamente cerrada, caminamos por la avenida principal, ella hacía fotos, estudiaba con cuidado las imágenes que no había podido captar la otra vez, y ya no podían ser las mismas, millones de instantes se nos escapan, ella no quería que se perdiera nada, sonreía a todas las personas,   hablaba con algunas, fotografiaba las construcciones al otro lado del río,   subimos al puente principal y enfocamos los barcos y las casas que se balanceaban en el agua al atardecer, era una fiesta inagotable y melancólica la que se celebraba en el agua , los dos estábamos continuamente invitados a una fiesta y no queríamos perderla, pero no teníamos suficientes ojos para vivirla, avanzamos hacia el otro lado del canal, vimos los mercados , los restaurantes lujosos, los almacenes, había un restaurante con unos jardines enormes donde se colocaban parrillas , y más lejos una especie de molinos, y los árboles gigantescos les daban sombras y festejos de hojas, a ratos se perdía la comunicación entre nosotros, pero cuando llegamos de nuevo al puente principal y estaba atardeciendo todo cobró una poesía que nos hacía acercarnos otra vez, vimos la estación de tren con su gracia neogótica,   nos sentamos en bancos entre el césped que tenían algo de infantil,   entonces todo recobraba magia, volvía a sonar a viaje, los dos sucumbíamos al embrujo del tren, nos convertíamos en seres que querían simplemente regresar a Buenos Aires a través de las numerosas estaciones , y cada persona que esperaba en una estación parecía un personaje, y la vida se volvía como fotografiada, y ella pensaba en fotografiarlo todo, y yo pensaba en cómo pondría todo en palabras.

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