¿César Vallejo ha muerto?

Por Rodolfo Alonso

Cesar Vallejo

Me enorgullezco limpiamente de saber que el primer hombre que me hizo descubrirme latinoamericano llevó en sus venas la sangre de mis antepasados labradores gallegos, y también la noble sangre de los primeros hijos de la América primera, la aborigen, la indígena.

Nadie estuvo más hondo
ni más cerca.
Nadie llegó tan lejos
más temprano.
Nadie fue más ninguno
y menos Nadie.

(Rodolfo Alonso)

 

Como él anticipó, en un poema memorable: Piedra negra sobre una piedra blanca, falleció en París pero sin aguacero, y no un jueves sino un viernes santo. A las 9.20 horas del 15 de abril de 1938 se produjo su muerte. Y sin embargo, cuánta vida nos ha seguido dando. Mi descubrimiento personal, hondo e íntimo, de César Vallejo, me resultó un hecho extraordinario. No sólo porque ocurrió a los 15 años sino, también, porque mi primera percepción de su enorme, profundísima poesía fue absolutamente inocente, inesperada. (Algo similar me aconteció, contemporáneamente, con Roberto Arlt.)

Había allí algo encarnado en lenguaje que iba más allá del lenguaje. Y el sentimiento se contagiaba sin posibilidad alguna de retórica, latente en su palabra, viva. Y se dio entrañablemente vinculado con dos acontecimientos que también se me hicieron legendarios: la guerra civil española, con aquellos humildes milicianos, los voluntarios que defendieron a la República, y el hecho de que en su sangre se mezclaran —todavía de manera inconsciente para mí— lo celtíbero y lo indígena.

La madre de César Vallejo se llamó María de los Santos Mendonza Gurrionero (“de pecho en pecho hacia la madre unánime”), y era hija del sacerdote gallego Joaquín de Mendonza y la india chimú Natividad Gurrionero. Pero no sólo eso. También su padre, Francisco de Paula Vallejo Benítes (“Mi padre, apenas, / en la mañana pajarina, pone / sus setentiocho años, sus setentiocho / ramos de invierno a solear”), no sólo era hijo de otro sacerdote gallego, José Rufo Vallejo, sino que su propia madre también era otra india chimú, Justa Benítes.

Y eso no es todo. César Vallejo nació el 16 de marzo de 1892 en una Compostela indoamericana, la peruanísima Santiago de Chuco. Y en su sangre conviven, se confunden, se unifican, la morriña dolida del gallego trasplantado con la melancolía sangrante del indio sometido. Y los entresijos de la mitología católico-cristiana, ineludiblemente entrelazados con verdaderas, auténticas historias de amor, junto con todo lo que arrastra haber nacido de sangre indígena en el mismísimo meollo del Perú de los Incas.

 

Cesar-vallejo-niza-1929

César Vallejo en Niza en 1929.

 

¿De dónde sale sino la “Dulce hebrea” de Los heraldos negros (1918) a la cual se le pide “Desclávame mis clavos oh nueva madre mía!”, de dónde la amada que se ha “crucificado / sobre los dos maderos curvados de mi beso”? ¿O, incluso, “un viernesanto más dulce que ese beso”? Por supuesto que del lenguaje. (Pero no sólo del lenguaje.) De donde surgió también ese magnífico Trilce que, desde Trujillo, en 1922, agota de antemano muchas de las futuras experiencias de las vanguardias europeas. O aquel que a mí me parece el libro más hondo y tocante —y logrado— que haya producido la guerra civil: España, aparta de mí este cáliz, mucho más que póstumo, y no por casualidad escrito por un hijo de América (“¡Niños del mundo, está / la madre España con su vientre a cuestas!”).

Y alrededor del cual la misma agonía del poeta, casi enhebrada en la lumbre del mito, vueltos uno solo destino personal y momento histórico, se vuelve asimismo luminosa evidencia, verbo hecho aliento. (Según otro poeta, su amigo Juan Larrea, las últimas palabras de Vallejo fueron: “Me voy a España”. Es decir, a la España republicana, que estaba desangrándose también —al mismo tiempo— en su “agonía mundial”. En la Clínica Arago, donde falleció, los médicos no atinaban a explicar la verdadera causa de su muerte. Pero al año siguiente, 1939, al editarse por fin sus indelebles Poemas humanos, escritos probablemente entre 1930 y 1937, pudieron conocerse estas otras palabras tan suyas, no sólo premonitorias: “En suma, no poseo para expresar mi vida sino mi muerte”).

¿De dónde surge, digo, algo así, de tal calibre? De la lengua humana, empapada de vida y también fuente de vida, vida ella misma, instintiva y orgánica, cargada de los humus nutricios de la pequeña historia y de la gran historia, pero también de los instintos y los sueños, de las ansiedades y los deseos de los hombres. De un hombre capaz de ser, a la vez, él mismo y todo lo humano, lo más humano de lo humano, de ser único y general, al mismo tiempo, entre todos los hombres, junto a todos los hombres. La de César Vallejo no es una voz unánime, sino prójima, íntimamente próxima. (Qué otro, sino un gran poeta, podía habernos dejado esa sucinta clase —magistral— de economía política: —la cantidad enorme de dinero que cuesta el ser pobre…”).

Me enorgullezco limpiamente de saber que el primer hombre que me hizo descubrirme latinoamericano llevó en sus venas la sangre de mis antepasados labradores gallegos, y también la noble sangre de los primeros hijos de la América primera, la aborigen, la indígena. Como la lengua, como la vida, toda sangre es espléndidamente mestiza. Sólo la muerte es pura.

¿Me será permitido insistir, con modesta firmeza, que no puedo dejar de percibir a César Vallejo como el más grande poeta de la lengua castellana, y hasta quizás no sólo en el siglo XX?

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RODOLFO ALONSO. Poeta, traductor y ensayista argentino. Voz reconocida de la poesía iberoamericana. Publicó más de 30 libros. Primer traductor de Fernando Pessoa en América Latina, y primero con sus heterónimos en castellano. Junto a Klaus Dieter Vervuert, primeros en traducir Paul Celan. Tradujo Ungaretti, Marguerite Duras, Pavese, Éluard, Drummond de Andrade, Montale, Prévert, Apollinaire, Murilo Mendes, Pasolini, Rosalía de Castro, Artaud, Bandeira, Baudelaire, Valéry, Mallarmé, Olavo Bilac, Lêdo Ivo, Breton, Schehadé.

 

Fuente: MediaIsla

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