Paseando con los monstruos de Munch

 

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 Por Antonio Costa

   Sí, ya sé lo que se dice, los noruegos no saben hacer ciudades, allí lo que importa es la naturaleza, los fiordos y las montañas, y llegar al Cabo Norte a través de Laponia, a lo sumo como ciudad está Bergen con sus casas de comerciantes con las grúas de madera en el puerto, etc Y sin embargo a mí me encantaba ir en Oslo por la avenida Franz Johan , por donde van las figuras alucinadas con los ojos redondos de Edward Munch en su cuadro “Atardecer en la calle Franz Johan” y poner la misma expresión que ellos y llenarme de extrañeza en medio de la corriente humana. Y pensar que aquella ciudad era la Cristianía por donde daba vueltas el protagonista de “Hambre” de Knut Hamsun que se desmaya y ve visiones porque no come y conoce a un montón de tipos raros antes que Henry Miller en “Trópico de cáncer” y consigue que una mujer le deje verle los pechos en el corredor entrando a su casa.

   Y me encantaba ir a la Galeria Nacional y mirar ese cuadro innombrable, “El grito”, de 1893, , y verlo desde todas las posturas y quedarme allí durante horas, y tratar de captar qué clase de pánico provoca ese grito, que clase de susto quiso dar a los burgueses de su tiempo, qué inquietud o sobresalto vino a provocar en la Historia, de que raíces quiso arrancarnos para que nos encontráramos solos ante la existencia mucho antes que Sartre o Camus. E iba todos los días a ver ese cuadro y me quedaba allí delante mirando esa boca desquiciada y tenía yo también deseos de gritar como me ocurrió muchas veces ( o como pensé una vez, y quería escribir una novela sobre ello, subirme a un campanario en Toledo y empezar a tocar como loco las campanas para que la gente se sobresaltase y saliese de su rutina y se mirase a si misma de pronto en las calles).

   Y me encantaba ir al Museo Munch, donde veía tantos otros cuadros del gran expresionista , y las salas donde pintó profusamente, y daba vueltas entre esas figuras misteriosas, las mujeres vampiro, las adolescentes asustadas, su propia figura perdida en los pasillos de su casa, sus caras arrasadas en mitad de la extrañeza. Y allí también estaba la versión de “El grito” de 1910, con la cara verde, con la vorágine aún más vertiginosa, y las dos versiones me parecían igual de inquietantes y arrasadoras.

   Y me encantaba sentarme en los parques inmensos por donde pasaban grupos de chicas hermosas que parecían muy abiertas, y se me sentaban al lado jubilados que me contaban que se habían casado con jovencitas africanas muy sensuales y estaban muy contentos, y se les veía rejuvenecidos, y no mostraban ningún problema racial, y yo a veces me tiraba como los noruegos en el césped y me dejaba estar en medio de olores invasivos como si fuera un vikingo tranquilo y la civilización no consistiese en reprimirnos.

   Y me encantaba ir al norte al parque Frogner, donde había muchas estatuas desenfadadas en las avenidas , y estaba el Monolito de Gustav Vigeland, esa gigantesca torre hecha de cuerpos humanos que se enganchan unos a otros en todas las posturas, se huelen y se tocan todas las partes del cuerpo en confusión total, como si la humanidad fuera un solo cuerpo en mil aspectos y contorsiones y posturas y hubiera una gran alegría y entusiasmo en esa contorsión interminable que hermana infinidad de cuerpos desatados. Producía alegría ver ese gran ditirambo del cuerpo, de la vitalidad y del exceso, que parece contraponerse a todos los puritanismos del norte y a todas las cerrazones. Y seguía dando vueltas sin fin por el parque y no me importaba perderme y todos los visitantes tenían el mismo gozo en perderse, y al final el tranvía número 12 me llevaba de nuevo al centro de la ciudad.

   Lo que no me encantaba era sentarme en una terraza y que me cobraran diez euros por una cerveza, y la hacia durar hasta lo impensable, nunca creí que pudiera sacarle tanta fiesta secreta a una cerveza, ni que sus sabores me sirvieran para enmarcar durante horas todos los rostros que pasaban y todas las delicias del tiempo. Ya me había dado cuenta cuando iba en un coche hacia el Cabo Norte y se me ocurrió parar en mitad de un bosque y me metí en un restaurante que parecía fantasmal y abandonado, y apareció una mujer silenciosa que me puso el salmón mas suculento de mi vida con una cerveza que alegraba todos los rincones de mi cuerpo, pero al final me trajo con mucha sonrisa una cuenta que me recordaba todos los saqueos pasados de los vikingos.

   Pero me encantaba pasear con calma por la gran avenida Franz Johan , y subirme la solapa, y poner el mismo aspecto de monstruo asustado de los viandantes del cuadro de Munch, y avanzar con extrañeza con los ojos giratorios , y convertirme en un bicho kafkiano que pasa frío metafísico en medio de otros bichos.

 

 

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