Liubliana bajo la lluvia de otoño

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¿Lo sustancial de un viaje es el destino o el recorrido? Siempre me lo he preguntado. Julio Cortázar escribió a cuatro manos con Carole Dunlop, su última compañera de viaje, Los autonautas de la cosmopista. El argentino y la francesa cogieron un coche y salieron de París sin rumbo fijo. Esos viajes inciertos suelen ser muy gratificantes. Así descubrí a los veinte años Granada. Dormía la pareja de escritores en modestos moteles de carretera en zonas sin interés y tomaban fotos de su aventura. Se amaron como dos niños durante ese periplo absurdo con el que se despedían de sus vidas, sin saberlo.

Yo voy a alguna parte, pero no sé hacia dónde, exactamente. A otro país, sin duda, porque quiero cruzar fronteras. Así es que me despido del lago Como, del familiar hotel Sole, que no lo he visto estos días, y cabalgo por la autopista A4 cuando dejo atrás las interminables curvas y túneles que me acercan a Como.

 

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Llueve. Llovía suavemente en el Lago Como y diluvia según me acerco a Verona por un paisaje llano, agrícola, en el que se suceden viñedos y tierras roturadas de intenso color marrón para la próxima siembra. La A 4 está muy transitada. Las caravanas de camiones levantan cortinas de agua con sus ruedas, que se añaden a esa lluvia incesante que, de cuando en cuando, arrecia hasta formar un muro impenetrable de agua, lo más parecido a una cascada que se desploma del cielo. Aparece el letrero de Verona a mi derecha. Los amantes de Verona. Romeo y Julieta. Montescos y Capuletos. ¿Estuvo William Shakespeare por estas tierras hace cuatrocientos años o El Bardo no pisó jamás Italia? Se escribe sobre lo que se conoce, pero también sobre lo que se desconoce.

 

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Me detengo en las gasolineras a repostar (el diésel en Italia es mucho más caro que en otros países: 1,40 €) y a tomar un panini con un prudente zumo de naranja en vez de cerveza. El GPS me indica que debo llegar a Liubliana en cinco horas y media. Pondremos seis con la lluvia. Liubliana, Eslovenia, el primer estado que se desmembró de Yugoslavia tras un breve conflicto bélico que fue atrozmente sanguinario en Croacia y Bosnia Herzegovina.

El tiempo no mejora, empeora, cuando dejo a mis espaldas Padova y aparece el letrero de Venecia. ¿Cuántos años hace que estuve en Venecia? Muchísimos. Un viaje de verdadero lujo, incluido el alojamiento en el Excelsior de El Lido, por donde se paseaba Tadzio y su madre bajo la mirada obsesiva de Gustav von Aschenbad. Todo lejos ya, como diría mi amigo Alfons Cervera. A años luz.  La ciudad me cautivó, pero borraría de ella a las masas de turistas. El turismo mata el encanto de los paisajes y las ciudades. Luchino Visconti elevó la ciudad moribunda a categoría de protagonista en Muerte en Venecia, su mejor película, mejor que la novela homónima de Thomas Mann que me pareció muy poca cosa al lado de Los Buddenbrook o La montaña mágica. El amanerado Dick Bogarde hizo de su Aschenbad uno de los mejores papeles de su vida. La música de la Quinta Sinfonía de Gustav Mahler todavía me estremece. No soporto el dolor que expresan sus notas.

 

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Con Mahler, Visconti, Shakespeare y Bogarde en mi cabeza siguen los camiones. Las horas de conducción las utilizo para pensar o rememorar. Rememoro el pasado mientras adelanto un camión que lleva mercancía de Italia a Eslovenia. Con lluvia recomiendan en Italia no sobrepasar los 110 km/h. Sigo las indicaciones con extrema prudencia. Hay momentos en que no se ve absolutamente nada por el diluvio y el limpiaparabrisas no da abasto para sacar el agua. Por suerte el asfaltado es bueno y no se forman en los arcenes esos peligrosos charcos que desnivelan el coche impulsándolo hacia arriba.

Cuando dejo Venecia a mis espaldas vislumbro los carteles que indican Trieste, la última gran ciudad italiana, en la costa del Adriático. El GPS me indica que tengo sólo hora y media de viaje. La autopista es excelente. Su peaje, también. Y pagarlo, como siempre, complicado, porque no entra la tarjeta de crédito por la ranura correspondiente; porque el sistema de peajes sigue catalogando mi coche como un camión y he de bajar y empinarme para intentar meter el ticket y la tarjeta en la ranura más alta de la máquina. Arrivederci!

 

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No hay guardias en la frontera eslovena, sucede como en Italia. Liubliana está a algo más de cien kilómetros. El país es pequeño. Diluvia. El país pequeño de los Balcanes es verde y montañoso. Es lo que tiene el ser verde: que el agua cae siempre. La autopista sube por un terreno accidentado y hermoso. Veo prados y bosques tupidos entre la niebla que siempre imprime un tono dramático al paisaje. Veo, por primera vez, el color rojizo del otoño que ya ha entrado en Eslovenia. La velocidad máxima es 100 km/h. No hay peajes en las autopistas. La carretera tiene curvas muy suaves que sortean montes nada agresivos. El paisaje es idílico, hermoso incluso con esa lluvia torrencial que no para y repiquetea feroz en mi parabrisas. Me recuerda Eslovenia al Valle, pero más me recuerda al norte de Navarra, a la zona euskalduna. Veo casas de campo, grandes, blancas, con techado de teja roja, y enormes pastizales en donde las vacas permanecen ajenas al diluvio.

Ahora la carretera desciende y Liubliana sólo está a cincuenta kilómetros. Y no hay apenas tráfico, ni camiones. Me doy cuenta, nada más entrar en el país, que Eslovenia, con sólo dos millones de habitantes, es un país plácido que disfruta de un paisaje montañoso soberbio. Estoy allí como en mi país. Como en Arán. Me siento integrado en esos bosques que amarillean entre los recios abetos oscuros. De Eslovenia vienen los osos que repoblaron el Valle. Así es que hay una conexión vital entre esos dos territorios tan distantes, cómo la había con el lago Como gracias a los canteros lombardos.

 

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La capital está a la vuelta de la esquina. Me dirijo al Centro. Center, la palabra no admite dudas. La circulación por la ciudad no es agresiva, pero ya casi es de noche, y eso que sólo son las cuatro y media de la tarde. Mi GPS localiza sin dificultad el hotel que está próximo a una de las grandes avenidas que circunvalan Liubliana, la Zelsa Roska. La fortuna quiere que haya un parking público frente al Hotel Meksiko, México en esloveno, por supuesto.

El muchacho de recepción es joven y habla perfecto inglés. Mucho mejor que el mío, oxidado y básico. Me habla despacio para que le entienda. Subo a la habitación con la maleta, el ordenador y la máquina de fotos. Bajo a los cinco minutos con esta última.

El centro no está muy lejos, media hora andando a buen paso bajo la lluvia que cae, pero tengo la equivocada idea de guiarme por el río Liubliana, que da nombre a la ciudad, y me lleva al centro histórico. Del error de guiarme por el río me apercibo luego. El castillo es una mole oscura que domina la ciudad desde la cima de un montículo de 298 metros y al que se llega por un funicular. Desisto de subir por el mal tiempo. Con el paraguas atrapado entre el cuello y el hombro y la cámara de fotos en ristre, empiezo la exploración de una ciudad que, afortunadamente, no vive del turismo aunque sea tan bella o más que otras muchas que han decidido que ese sea su maná. La cúpula verde suave y las dos torres gemelas de la catedral barroca de San Nicolás destacan por su belleza sobria y el color salmón de su fachada en la plaza de San Cirilo y Metodio, a unos pocos pasos del edificio regio del Ayuntamiento. La plaza Preseren, junto a uno de los historiados puentes que cruzan el río, es el meollo de la ciudad, y allí encuentro la iglesia barroca de los Franciscanos, de fachada rojiza, que compite en prestancia con la catedral.

 

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Llueve de una forma suave, así es que paseo por las calles peatonales que corren paralelas al río y me concentro en la edificación civil de la ciudad, sus casas hermosas en cuyos bajos hay comercios, restaurantes u hoteles, con fachadas pintadas en colores pastel, típicos de Centroeuropa, porque Eslovenia ha recibido el influjo de Italia, Austria y Hungría. Liubliana, con solo 270.000 habitantes, me recuerda a Varsovia o a alguna de las capitales bálticas visitadas el año pasado. En donde ahora está la ciudad, se enclavaba la colonia Iulia Emona, el campamento romano, en el siglo I. La ciudad, además, en esta época del año, es sumamente tranquila. Así es que disfruto de una edificación armónica, con edificios del siglo XIX, firmados muchos de ellos por el arquitecto Joze Pleknic,  hasta que el hambre me aguijonea alrededor de las cinco de la tarde.

Me guío por percepciones de piel que luego confirmo. Eslovenia, a juzgar por su capital, goza de un buen nivel económico y sus habitantes son medianamente felices, o muy felices. El PIB del país es de 17.000 euros, 24.000 los capitalinos. El desempleo se sitúa en un idóneo 6%. Sus principales industrias son petroquímicas, agropecuarias y farmacéuticas. Su nivel cultural es muy alto, pero no veo teatros ni cines.

 

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Por fortuna no hay horarios de cocina en Liubliana, así es que uno puede entrar en un restaurante a la hora que le apetezca y pedir al cocinero que le prepare la comida. El restaurante al que accedo es coqueto y elegante, abre sus puertas, entre muchos, a la calle peatonal, y me decido por él porque me gusta su interior bien decorado y me gusta la gente que veo comiendo. Busco una mesa apartada y, tras hojear la carta, me decido por una sopa de tomate y un goulash con polenta. El primer plato está bastante mejor que el segundo. La polenta, compactada en un cubo, influencia italiana, como los risottos y los numerosos platos de pasta, no me acaba de gustar. Bebo cerveza local, una botella grande, buena.

Anochece cuando salgo del restaurante y empiezan a encenderse las primeras luces urbanas. Paso por una plaza en cuyo centro hay una artística fuente: influencia italiana. Subo por una calle en cuesta a la que abren sus puertas exquisitos hoteles familiares cuya decoración hace que desee alojarme en ellos; tomo luego una calle estrecha y adoquinada que me lleva a una zona de restaurantes con pizarras en el exterior y velas en las mesas, ideales para cenas románticas. Frente a una iglesia barroca abre sus puertas un provocador sex shop. Doy media vuelta en donde termina el casco histórico y empieza la moderna Liubliana.

 

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A las seis y media es noche cerrada. Así es que decido, y ahí me equivoco, regresar al hotel siguiendo el curso del río. A sus orillas se abren las terrazas de numerosos establecimientos, locales musicales, bares de copas y chillouts, desiertos por estar fuera de temporada y por el tiempo de perros que hace. Los puentes sobre el Liubliana se han iluminado con luces verdes que reverberan en su curso plácido. Me detengo en el Puente de los Dragones para ver los patos y hasta peces bajo sus aguas. Siguiendo el río no me perderé, me digo, pero me pierdo inexorablemente porque lo tomo en la dirección opuesta. Así es que ando, ando y ando, y según ando, me voy alejando más del hotel hasta situarme exactamente en las antípodas.

Nunca hay que prejuzgar a la gente. Cuando ya estoy a punto de hundirme en la desesperación, asumir mi error de orientación y subsanarlo con algún taxi, si lo encuentro en la despoblada zona a la que he ido a parar de noche (siguiendo el río podría acabar en el Adriático), tropiezo con una joven pareja de testigos de Jehová yanquis que salen en mi auxilio enviados por el cielo. Examinan mi mapa, me dan las indicaciones precisas y me desean mucha suerte en mi viaje. Y la tengo, porque gracias a ellos encuentro mi ruta, eso sí, ocho kilómetros circunvalando la ciudad por la gigantesca Roska Cesta.

Llego al Meksiko Hotel cansado y empapado, pero con muy buenas vibraciones de esta hermosa ciudad que no se acaba de abrir al turismo.

 

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