Cuando las cascadas de Krka se convirtieron en cataratas

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por José Luis Muñoz

Al levantarme en mi hotel de Skradin no sospecho que hoy voy a tener un día afortunado, que mi viaje frustrado en barco por los lagos y las islas, que han desaparecido, va a ser recompensado con creces, y aunque me peleo con la ducha, sin saber exactamente hacia qué lado está el agua caliente y la fría, y terminó cantando bajo la fría, el desayuno de la recia dama que me aloja en su hotel es excelente, de los mejores de mi viaje: queso ahumado, un jamón que no está nada mal, unos huevos frescos fritos con yemas que se puede mojar y un café con leche en tazón acompañado de unos dulces que me recuerdan a mis rosquillas.

El lago resplandece y es azul como el cielo. Camino del coche no veo rostros malencarados. Quizá lo soñé ayer o fui exagerado. El tipo del parking del camping me saluda amigablemente y no me cobra por haber dejado el coche en su terreno veinticuatro horas. Todo sale bien. Hasta estoy empezando entender un poco de croata gracias al GPS comprado en Zagreb.

 

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La carretera que parte de Skradin trepa sinuosamente por una montaña, pero a las diez no hay tráfico que valga. Así es que voy solo, despacio, deteniendo la velocidad en las curvas para disfrutar de vistas aéreas. En un puente que cruza el río Krka, que me cuesta saber si es río o lago, detengo mi coche para verlo bien. En ese tramo tendrá una anchura de unos doscientos metros, y el agua, que no se mueve, coge el color verde oscuro de los árboles que crecen en las rocosas montañas de travertino que lo encajonan sin ahogarlo. Hay un barco de río, grande, para pasajeros, amarrado a un muelle metálico y, muy cerca, un camping.

Sigo camino, cumpliendo con las indicaciones del GPS que me saca de la carretera a unos diez kilómetros para dejarme en el parking del Parque Nacional. Aquí si hay coches, pero no excesivos, así es que aparco con prontitud el mío y me dirijo a la taquilla a comprar mi billete para el autocar que me va a llevar a lo que yo creo cascadas pero se han convertido en otra cosa.

 

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El curso del río Krka se extiende a lo largo de 109 kilómetros. En 1985, esta bella zona fue declarada parque nacional. La piedra blanca de las montañas por las que se abre paso el río es el apreciado travertino. De travertino son también las cascadas escalonadas del río, un fenómenos cárstico natural.

Hasta noviembre no se puede acceder a la zona de las cascadas con el vehículo propio, para evitar aglomeraciones e incidentes en una carretera estrecha de montaña que voy bajando acompañado de unos cuantos excursionistas de todas las nacionalidades en el transporte del parque. El autocar, que ha tomado todas y cada una de las curvas de la sinuosa carretera con una cierta dificultad, y puede hacerlo porque deben de haber talado los árboles que estorbaban para las maniobras, nos deja a todos en un parking al lado del río. Hay que seguir la carretera e ir bajando, siguiendo el curso del agua.

 

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Ha llovido mucho, y se nota. El cauce del río Krak creo que se ha triplicado, por lo menos. En su curso, el agua ha invadido bosques y los árboles resisten la embestida suave del agua que gorgotea a la derecha de mi camino según voy descendiendo. Los bosques inundados ya son un bonito espectáculo.

Cuando llego a un molino, que está en una diminuta isla en medio del río, el panorama es inquietante. El río, hasta ahora calmo porque no había apenas pendiente, presiona un puente de piedra que está a punto de saltarlo y, a continuación, se precipita con furia, rugiendo, espumeante, a tumba abierta, rozando las paredes y muros del viejo molino de trigo y no inundándolo de milagro.

 

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Cruzo ese puente de piedra, que lleva años resistiendo las crecidas del río, y visito el molino, aunque mi vista se va a ese río que ruge a mi lado, que casi todo lo cubre, que salta fuera de su curso, que casi se me lleva, un borboteo furioso e hipnótico, un espectáculo visual y acústico. El Krak, con las lluvias, ha inundado todos los bosques de los alrededores, ha hecho impracticables los caminos que había en sus islas y ha inutilizado algunas pasarelas cerradas al público por peligrosas. Cruzarlo por un puente de madera, impresiona, pero la construcción vuela sin columna de apoyo entre las dos orillas, así es que no hay peligro de que se lo lleve la corriente.

 

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Descendiendo más, fuera ya del molino, cercado por las aguas bravas, cuyas paredes resisten, uno de los miradores me permite contemplar el río, juntados ya los tres ramales en uno, que se precipita como un afluente amazónico convirtiendo la suave cascada que es, en condiciones atmosféricas normales, en una vertiginosa y rugiente catarata. Todo el curso del Krka, descendiendo por la montaña, es una masa espumeante y furiosa que levanta cortinas de vapor de agua y agita las ramas de los árboles con su viento a su paso. El Krka va saltando de terraza en terraza de travertino, pero es tanta el agua que lleva, es tan impresionante la crecida de su curso, que todo él es una pavorosa línea de agua blanca furiosa que parece haber arrasado todo el bosque con su furia. El espectáculo es dantesco. Quedar sin navegar por los lagos tiene esta imprevista recompensa, ver la furia ciega de la naturaleza en todo su esplendor, sobrecogerme por el rugido de las aguas desbordadas. Así es que en ese momento, ante el Krka que no se reconoce ni a sí mismo, doy por bien empleados los días lluviosos, los diluvios por las autopistas, mis paseos encharcados, mi ropa y mi cámara mojada, mis pies fríos.

 

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Voy bajando por la ladera de la montaña, siguiendo el Krka que sale de su curso con estruendo, salpica árboles a su paso, me salpica a mí con miles de gotas, y desciendo por una escalinata en donde grupos de mujeres venden en sus puestos almendras garrapiñadas y cajitas de higos secos, ajenas a la fuerza de la naturaleza que truena, hasta la última cascada, cuando el Krka llega al final de su descenso y se remansa hasta convertirse en el río apacible que he visto diez kilómetros más abajo cuando me he detenido en el puente.

A veinte metros de ese último y gigantesco salto de agua, el salto de Skradin, una pasarela de unos doscientos metros cruza el río que tiene una corriente considerable. El puente se asienta sobre robustas columnas bajas de roca, así es que no veo peligro en cruzarlo para hacer fotos durante el trayecto y pisar la isla que hay en el medio. Lo de pisar la isla es un decir, porque el Krka la ha inundado y no hay paseo posible por ella sino un regreso forzoso por el mismo puente. Me mojo y se moja la máquina. Y desando los tramos de escaleras, asomándome hipnotizado a los sucesivos abismos  para ver a ese monstruo alimentado con una sobredosis de agua que lo arrasa todo a su paso.

 

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No hay ningún sitio para comer junto a las cascadas convertidas en cataratas por la lluvia caída, salvo un establecimiento de bocadillos, así es que espero al autocar y me bajo en el parking. Allí, al otro lado de la carretera, descubro un hotel con buen aspecto, entro en el comedor y pido la carta. La fuerza de la naturaleza me ha abierto el apetito. Pido una sopa de tomate, a la que estoy muy aficionado desde que he llegado a estas tierras, y un filete de carne algo correoso con patatas. Finalmente me decido a probar el vino dálmata, blanco, porque la jornada se lo merece. Y hasta el día se merece que me quede a dormir en ese hotel. Así es que pregunto el precio, bajo la maleta del coche y me instalo en una de sus habitaciones exteriores con balcón. Y allí, con los pies sobre la mesa de madera, leo algunas páginas de la novela de Paul Auster que me acompaña hasta que se me cierran los ojos y decido pasar al interior de la habitación.

 

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Cojo el sueño escuchando el tronar incesante del río Krka que se me ha metido por los oídos en el cerebro.  Agua que ruge. Como Iguazú. Paisajes que se repiten en los extremos del mundo por capricho de una naturaleza que siempre es imprevisible y nos supera.

 

 

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