Breton en Batignolles

 

 

Por Antonio Costa

Fotografía: Consuelo de Arco

   Un día llegué a la tumba de André Breton. Estaba en el cementerio de Batignolles en París. Sobre la lápida decía : Yo busco el oro del tiempo. Por encima pasaba una de las autopistas más ruidosas de Francia. Día y noche no le dejaría dormir en paz. El que había sacado el misterio estaba aplastado ahora por el ruido. La paradoja continuaba.

   Tiempo después en un bar de Batignoles vi a una vieja extraña. Era fea pero parecía fascinante. Me pareció que era la Nadia de André Breton. Pensé en preguntarle si lo había conocido. Tal vez solo de lejos, tal vez había conocido a la verdadera Nadia y se le habían contagiado sus gestos. O tal vez esa era la verdadera Nadia sobre la que Bretón debería haber escrito. Tal vez esa era la mujer que él había deseado describir pero no lo había conseguido.

     Batignolles es un barrio sencillo con aire de pueblo al oeste de Montmartre. Hay iglesias sencillas y mercados de antes y juegos de la petanca. En ese barrio vivió Paul Verlaine, el gran poeta invitado de los hospitales.

     Ora vez pensé que si Bretón buscaba el oro del tiempo es que era un alquimista. El surrealismo se interesaba mucho por lo oculto y tenía mucho de mística. Y también era un arrebato de purificación de las mediocridades burguesas. Aunque Bretón tenía bastante de burgués y de buen ciudadano. Pero le atraía la alquimia. Y en París hubo alquimistas muy importantes como Nicolás Flamel o como Fulcanelli. Sin contar los secretos de Gerard de Nerval, que en “Aurelia” fue el que inventó realmente el surrealismo, el ir más allá de la realidad.

     Una noche me apoyé en el Puente de las Artes. Donde Cortázar conoció a la Maga y donde un día vino una infanta de España a casarse en sueños. Y había ciertas melancolías que solo Bretón y el surrealismo podrían comprender. Y me acordé de “El amor loco” de Bretón. Y pensé en sus relaciones con Robert Desnos, cuando los dos iban a buscar fantasmas al parque Buttes Chaumont. Breton admiraba a su Nadia pero no se atrevió a marcharse con ella. Hablaba del amor loco pero no rompía su matrimonio. Desnos perseguía a su Misteriosa pero no se decidía a abrazarla.   Hasta que un día la encontró en el parque Montsouris y era una japonesa que estaba casada.

     Pensé que era una gracia que yo encontrara la tumba de André Bretón en el cementerio de Batignolles. Que de algún modo me lo había merecido. Y que aquello tenía que aportar algo a mi vida. Tal vez deba volver allí cuando ya no haya mediocridad en el mundo. Cuando el surrealismo haya triunfado.

   Una madrugada , tiempo después, me sentí tan onírico, tan en el interior de mí mismo, que recordé aquella tumba. Me acordé de su silencio loco debajo de los ruidos brutales de la autopista. De cómo se rebelaba con su silencio contra la vulgaridad del mundo. Estaba en una esquina al final del cementerio. Se paseaba entre céspedes muy suaves y se veían nombre de poetas y músicos. Y nadie iba allí, no recordaban mucho a los muertos de ese cementerio.

     Allí está enterrado Verlaine. Y también Leon Bakst, el gran pintor simbolista ruso. Y Blaise Cendrars, el escritor que poetizó el Transiberiano. Y Josephin Peladan, el ocultista que buscó la filosofía de Leonardo da Vinci. Y Benjamín Peret, el surrealista de su propia vida.

       Recuerdo aquella mañana en la tumba de Breton en Batignolles. Se escuchaban los pasos de cualquiera intensamente sobre la grava. Cualquiera que se sentara en un banco tenía algo de transreal y de venido del Inconsciente. Escuchaba acercarse a alguien y me decía: no te vuelvas, tal vez sea Nadja que se acerca a la tumba. Tal vez ahora el Inventor del Surrealismo se decida a marcharse con ella.

 

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