45 años, el amor marchito en la madurez

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Por Ana María Caballero

Cumplir 45 años de casados resulta en estos tiempos toda una proeza, de hecho, llama la atención en una sociedad en la que el “consumismo” ha ido contaminando, poco a poco, las relaciones de pareja. Y es que el amor – basándonos en puras evidencias científicas – inevitablemente muta, caduca. La suerte inmensa está pues en poder encontrar un buen compañero de viaje en nuestro recorrido vital y eso es lo que aparentemente tienen Kate (Charlotte Rampling) y Geoff (Tom Courtenay), la pareja protagonista que retrata el director británico Andrew Haigh (Weekend) en su excelente última película.

En un relato que tiene mucho de bergmaniano, 45 años bucea en los lazos que unen a este matrimonio que se nos presenta a priori como sólido e idílico, incluso. No hay más que reparar en la serenidad, en los gestos de cotidianeidad y agradable convivencia que se perciben en la presentación de los personajes. Pero esta complicidad se tambalea cuando Geoff recibe una carta en la que se le comunica que han encontrado el cuerpo congelado de su amor de juventud que falleció en trágicas circunstancias y en el duro contexto de la expansión del nazismo por el viejo continente.

La misiva pronto reaviva recuerdos enterrados en Geoff y despierta en Kate unos celos contenidos y una curiosidad insana por ese fantasma con forma y nombre de mujer, Katya – la coincidencia del nombre no pasa desapercibida – que remueve los cimientos del hogar y de un amor que, hasta ese momento, parecía del todo honesto. Haigh fragmenta así la historia en los días previos a la celebración de la fiesta aniversario poniendo la atención en la intensa evolución anímica por la que pasan estos dos personajes, interpretados de manera soberbia por sus protagonistas.

Por un lado, Charlotte Rampling demuestra un gran trabajo de sutileza, contención y apariencia, ésta última como una cualidad casi intrínseca al carácter británico. Por otro, Tom Courtenay asume a la perfección la dificultad de interpretar a un marido que cae en una nostalgia patológica y se vuelve ausente, se convierte en una especie de fantasma como el de su añorado amor actuando por inercia y bajo el influjo de un sueño que nunca fue: La historia que tendría que haber sido con Katya y no con Kate.

Haigh, en un alarde de sutileza y profundo conocimiento de la psique de sus personajes, firma un filme – forzosamente actoral – en el que la naturalidad, la fluidez y la simplicidad (que no simpleza) son sus señas de identidad. Casi sin darnos cuenta, sin caer en el histerismo, vamos descubriendo matices en la mirada, gestos y comportamientos de esta pareja en cuya madurez deben redescubrirse y afrontar algo tan doloroso como es el replanteamiento de una relación sentimental que tiene un recorrido demasiado largo: ¿el amor o vínculo que han tenido durante casi medio siglo ha sido sincero o no ha sido más que la recreación de un amor platónico? 45 años da como resultado un drama realmente conmovedor y punzante, el retrato de un amor al que, como la canción de los Platters que suena en el filme, la niebla ha cegado.

 

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