CHARLEVILLE, LA CIUDAD VISIONARIA

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Por Antonio Costa

     Le llamo la ciudad visionaria porque desde ella Arthur Rimbaud llenó de visiones todo el mundo moderno con “El barco ebrio”, “Una temporada en el infierno”, “Iluminaciones”. Mientras estaba en París visité unos días Charleville. Cuando llamé a un alojamiento, una señora me miró con desconfianza, tal vez era por mi aspecto despistado. Me preguntó si tenía “buenos papeles”, la miré extrañado, la señora precisó que si tenía pasaporte.

   Me asomé al río Mosa, me pinté los momentos en que Rimbaud y su amigo Delahaye estaban en una barca y se imaginaban que estaban en un barco en alta mar. Hacían balancearse el barco y simulaban las tormentas y las corrientes. Rimbaud quería como yo la vida más intensa, quería vivirlo todo en aquel pueblo perdido, donde todo le estaba prohibido, donde su madre le prohibía todo.

   Estuve en la Plaza Ducal y me fijé en el quiosco de la música y me recité los versos de aquel poema, “A la música” . Era el mundo pequeñoburgués, era el aburrimiento de la provincia, era la vida cotidiana llena de encierros y de frustraciones. Y en la música estaba la escapatoria y el asomo de todas las posibilidades. El poeta se fijaba en la hija del funcionario y sentía que los besos le venían a los labios. Pero, pensaba yo, esos besos que no salían de los labios seguramente eran mejores que los que le daría de verdad a la jovencita. Siempre lo soñado es mejor que lo real, lo real es solo la mediocridad.

   Visité el Museo Rimbaud en el viejo molino y me fijé con intensidad en las fotos del poeta con ojos luminosos, esos ojos cuya mirada parecía escapar en todas direcciones. “Llegada de siempre, te irás por todas partes”, decía uno de sus poemas. Me fijé en una fecha mal puesta en una vitrina y se la enseñé al encargado. Al día siguiente me dejaron pasar gratis. No había nadie como yo que mirara con aquella infinitud, con aquel deseo profundo, con aquel buscarlo todo en el poeta. Es lo que supuse que pensaron. Y fui al liceo donde estudió, que ahora era la librería Rimbaud. Y pensé en Georges Izambard, su profesor de Literatura que comprendió quien era, y cuyas tías le quitaban las pulgas de la cabeza cuando se escapaba de casa. Y vi una de las casas donde vivió con su madre en la calle Arthur Rimbaud, número 7. Y en la biblioteca publica consulté el Fondo Rimbaud y me leí dos biografías en dos tardes.

   Otro día fui al Viejo Cementerio , había que hacer un largo recorrido. La encargada del cementerio me acompañó hasta su tumba. Estaba toda la familia en aquella tumba, incluso después de muerto el poeta tenía que soportar a esa madre, que era como todo un ejército de oficiales prusianos, y a su hermana que lo convirtió en un bendito cuando se estaba muriendo en Marsella. Ni siquiera después de muerto podía soñar libremente, disfrutar esa libertad de la inocencia que él soñaba. La encargada me dijo que venía gente del mundo entero a visitar aquella tumba, incluso chinos y vietnamitas. El poeta abrió ventanas en todas partes, provocó la visión en todo el mundo. Y también para mí estaban allí todas las visiones posibles. Sin embargo, nadie oficial se ocupaba de la tumba. A la cuidadora le pagaba un médico de París para que pusiera rosas de vez en cuando.

   Estaba en la iglesia de Saint Remi, como antes Patti Smith, y pensaba en aquellas palabras : “Por delicadeza / he perdido mi vida”. Pensaba en como yo también había perdido mi vida, como todas las vidas se pierden. Como todo se va y no sabemos quienes somos ni vivimos de verdad. “La verdadera vida está ausente”, dijo el poeta. Y también que quería “regresar a su estado primitivo de hijo del sol”. Pero quedó aprisionado como todos en la realidad y lo mediocre.

   Estaba junto al Mosa y pensé como Rimbaud reventó todas las palabras y las abrió a todas las visiones. El lenguaje tenía que convertirse en revelación y profecía, tenía que decir quienes somos de verdad. El poeta debía ser un profeta y un maldito, no transigir con nada y abrirse a todos los relámpagos y los abismos. Y Rimbaud vivía todas las iluminaciones a través de las palabras. Y experimentaba todos los viajes en un barco ebrio con solo romper todas las frases y dejar irrumpir todas las imágenes. La poesía era lo único que podía atravesar la cerrazón de las cosas, llevarnos más allá, hacernos vivir de verdad nuestra vida.

     Pero volvía a la Plaza Ducal y veía el busto de Rimbaud en mitad del espacio y sabía que sus palabras se han convertido en palabras académicas y ejercicios, que en lugar de ser un joven rabioso de nostalgia y un visionario, se ha transformado en un prócer, en un poeta más en los libros de texto. Lo oficial acaba neutralizando sus palabras, se vuelven opacas como todas, se convierten como tantas otras en rutinas. En realidad nadie lo mira, es una estatua más del sistema que nos encierra a todos. Pero yo sí miraba su mirada, yo sí quería meterme en la nostalgia de Rimbaud.

   Y alguna vez, en calmas imposibles, sentía también una plenitud inesperada como Rimbaud. Como en aquel poema, “Buen pensamiento de la mañana” : “A las cuatro de la mañana en verano/ el sueño de amor dura todavía./ Bajo los bosques el alba evapora/ el olor de la noche festiva”. O en aquellos versos como un juego: “ La he vuelto a encontrar / ¿El qué?, la Eternidad”. También yo a veces sentí que los lugares se hacían eternos, que llegaba la eternidad.

   Y seguía dando vueltas por la ciudad , igual que en París, en busca de la nostalgia de Rimbaud. Para vivir aquello mismo inesperado e inatrapable que vivía Rimbaud en sus versos. Aquello que al poeta lo invadía en cada momento que vivía, en cada visión que tenía, en cada pequeño momento que se abría a lo innombrable. Porque el poeta quería acceder a lo innombrable y fijar los vértigos. Y yo también quería fijar los vértigos.

 

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