Las casas pensativas de Turku

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Por Antonio Costa
Fotos: Consuelo de Arco

No olvidaré a la vieja junto a la ventana. Una parte de la ciudad vieja de Turku (en Finlandia) anterior al incendio se conservaba. Estaba al otro lado del río y se visitaba como un museo. Estaba rodeada por una empalizada, como para hacerle un marco, para sacarla de la actualidad. Había un montón de calles con casas bajas de madera ennegrecida, con ventanas misteriosas, con callejones que salían a los lados, con tejadillos y faroles solitarios. Se iba por callejones y se llegaba a plazas encerradas, a veces grandes, en una de ellas actuaban unos juglares, tocaban canciones antiguas con viejos instrumentos, contaban historias sentados en el suelo, creaban un ambiente legendario, cogían la magia de otras épocas. Entrábamos por corredores en casas laberínticas, que tenían una sucesión de habitaciones en penumbra, con juegos de luces y sombras fantasmales, con mobiliarios antiguos. En algunas se continuaban antiguos oficios. Entramos en una imprenta, estaban los antiguos tipos, las máquinas que lanzaban folletos, las planchas grabadas, un tipo con mandilón manchado de tinta preparando con cuidado los papeles y las letras. Como cuando uno ponía amor y dedicación en cada detalle, soltaba un poco de alma en cada actividad. Esa aura que según Benjamín se ha perdido en las actividades modernas, ese encanto que según Max Weber se ha ido del mundo. Cuando la gente ponía su intimidad en lo que hacía.

Entramos en una casa donde cosían antiguos vestidos, se veía como cortaban los patrones, como bordaban, como cosían, como preparaban las telas. Y en esa casa estaba la viejecita junto a la ventana cosiendo absorta. Entraba la luz a raudales milagrosa en la penumbra y la vieja se revelaba en esa luz y se perdía en ella, se hacía de la misma consistencia que la luz, se volvía misteriosa e íntima, se volvía verdadera alma. Al coser parecía que estaba meditando. Me quedé pasmado mirándola, asombrado de verla así delicada en el borde del tiempo, en la consistencia de la luz. Era una vieja arrugada con la mirada muy fija, una cofia le sujetaba el cabello, tenía antigüedad y confianza en la mirada, sabía lo que estaba haciendo con su hilo. Se sentía segura en mitad de la penumbra y nos volvía misteriosos y entrañables al mirarla. Nos quedamos hipnotizados en el cuarto . Ella hizo diferentes fotografías, trató de captarla en su mejor consistencia, coger su punto justo de inmaterialidad tan cercana . Pero sobre todo hizo una extraordinaria. Ya no era Vermeer y un interior burgués, era algo más, un temblor, una revelación, una meditación vibrante delante de nosotros. No se me va de la cabeza y de vez en cuando vuelvo a mirar esa foto. Y era también la clave de toda aquella ciudad . Allí sí quedaba una atmósfera, un alma.

Vagábamos por aquellas calles convertidos en fantasmas, sutilizados, vueltos un poco invisibles como quería Rilke. Tal vez éramos ángeles perdidos , o tal vez simples sombras que se encuentran a sí mismas sin darse cuenta. Había unos silencios en los que resonaban los pasos. Entrábamos en patios íntimos a los que se asomaban varias casas con sus corredores y las ventanas como ojos se asomaban a otras calles y otros patios. La luz dentro de los cuartos se hacía profunda y meditativa. Estaban armarios, baúles llenos de ropa, camas antiguas donde se habían soltado tantos alientos, donde se habían muerto largamente viejecitas como aquella, donde se habían meditado biblias o libros de poesía, donde habían venido niños al mundo berreando misteriosamente. En una casa había un piano y ella se puso otra vez a tocarlo, empezó otra vez a hacer sonar lo que le habían enseñado las señoritas Castro. Las casas existían solitarias, melancólicas, llenas de recuerdos, con los ecos de tiempos pasados, como si estuvieran todas chorreantes de secretos. A veces aparecían personas que trabajaban o vigilaban vestidas de época, y por momentos parecía de verdad que estábamos en otra época, o que no importaban las épocas, que éramos todos extrañezas guardadas en el tiempo . Y nos sonreían y se complacían de nuestro asombro.

Porque se trataba de que todo aquello siguiera viviendo, ésa era la clave. Que aquello no fuera solo un museo, que estuviera vivo. Se seguían desempeñando oficios allí. Entramos en un taller de ebanistería y se fabricaban muebles, se escogían las maderas,   se trazaban con cuidados los perímetros, se abrían surcos y pulían las superficies, se sacaba brillo y se pasaban barnices. Había toda una sinfonía de olores a través de los cuartos, todo era una intensificación de los sentidos. Como si en la ciudad moderna el chillar de ruidos y colores no nos dejara percibir nada. En una pastelería fabricaban todavía pasteles como hace siglos, tenían unas formas artísticas, las vendían camareras con uniformes de flores fruncidas, y emitían unos olores que nos hacían despertar todo el cuerpo. Salíamos a la calle principal, pasábamos por un callejón, desembocábamos en otro, nos perdíamos en un tercero, los pavimentos estaban con adoquines o con césped, siempre aparecía una nueva sorpresa, las plazas tenían árboles en medio, a veces un pequeño quiosco, un taller de cualquier artesano trabajando al aire libre, un tinglado para subirse unos artistas. Nos sentábamos a ratos para percibir con calma todo aquello, porque nos abrumaba continuamente, había que pararse a respirar.

No puedo olvidar a aquella vieja porque era la delgadez del existir, era el escuchar de nuevo la vida. Había un montón de vida trazada en sus arrugas, anidando en su mirada, acrisolada en sus labios apretados. Estaba metida en su encanto y sonreía, nos hacía caso desde más allá del ruido y de la preocupación momentánea, estaba metida en su encanto que se difuminaba en la luz. Podíamos percibir como conocía el hilo de la vida, como sabía que la vida era un coser delicadamente, un saber dar las puntadas en el sitio justo, que los acontecimientos de la vida son como un bordado, como una serie de hilos en una tela que uno va trazando sin saberlo. Pero ella lo sabía. Sabía que no hay nada más sutil ni más profundo que coser. Y nosotros quedábamos obnubilados al verla coser. Veíamos como la vida pasaba así delicadamente entre sus dedos, hecha secreto en su mirada, comprendida en su esencia más íntima. No necesitaba hablar, gritar, hacer aspavientos, decirnos comentarios, reírse, darnos la bienvenida. Le bastaba aquella sonrisa casi imperceptible, profunda, llena de contento, aquella seguridad de que estaba haciendo algo seguro, de que aquellos hilos podría regalárselos mucho tiempo después a su nieta y que ella la amaría inolvidablemente por aquella labor delicada. Y estaba en medio de aquella luz que no era la estridencia de la luz, que no era su prepotencia, sino la sutileza, la transparencia , la espiritualidad, lo casi impalpable, el convertirse el cuerpo en espíritu, el convertir la figura humana en visión. Para nosotros aquella señora era una visión. Como si viniera del más intocable secreto de los tiempos en aquel cuarto. Y ella quiso captar del modo más sensible aquella visión con su pobre máquina de fotos.

Otro símbolo era aquel reloj de pulsera muy grande que colgaba de un edificio sobre la calle. Era como marcar el tiempo íntimo, como decirnos que allí el tiempo pasaba interiormente , que pasaba como pasa en nuestros bolsillos, en nuestros dedos. Un reloj de bolsillo colgaba de la casa y señalaba el tiempo íntimo para toda la calle. Toda aquella ciudad entonces se convertía en una casa, en un recinto, en un lugar para volvernos más sombríos, más interiores. Me encantaba mirar aquel reloj sencillo con marco redondo, que parecía tener incluso un mecanismo para darle cuerda, como si fuera un corazón colgado de la calle. Como si el tiempo fuera una oración o una declaración de amor o el transcurso que alberga un hacer el amor. Le insistí en que fotografiara aquel reloj, en que tratara de captar su alma, su flotar solitario sobre la soledad de la calle.

Había pocos visitantes que vagaban como nosotros, nos encontrábamos del modo más imprevisto, y parecíamos secuestrados todos por aquella atmósfera. A ratos llegábamos al extremo que daba contra la empalizada, se veían al otro lado los edificios modernos de la calle, y era como si estuviéramos guardados en otro tiempo menos grosero, como si estuviéramos preservados de la brutalidad del presente. Eran todo casas de una planta, con las vigas muy grandes, con las maderas oscuras, con amplias galerías que creaban sombras, con ventanales que tamizaban el interior para el extraño , o que creaban reflejos, recreaban imágenes flotantes en los cristales. A veces me quedaba mirando unas nubes en la ventana, un bloque moderno que se hacía ligero allí, se volvía fantástico e imaginativo, o tal vez nuestra propia cara, y le decía a ella que pillara lo inasible de aquellas imágenes. Entramos en un corral que tenía un montón de galerías alrededor, y un pozo en medio, y en las cuadras heno de olores penetrantes. Entramos en escondrijos de los que no sabíamos la función, que nos encerraban en condensaciones. Vimos formas de hacer interior la vida, de encuadrar los pensamientos, de atrapar el tiempo . Y me quedaba fascinado haciendo un travelling subjetivo, quedando a veces en foto fija como si todo se volviera metafísico. Una vez cuando era niño en mi aldea, al entrar en una cuadra, de repente me di cuenta por primera de que yo mismo existía, de que estaba allí. Y por momentos en la antigua Turku me pasaba lo mismo, me asustaba un poco, me parecía que todo estaba teñido de existencia, que resonaban mis pasos por todas partes, que mi aliento salía allí por todas las esquinas. Pero no es Turku cuando estaba en acción, cuando era la actualidad para sus habitantes , es ahora, cuando se ha quedado inmovilizada, cuando se ha convertido en memoria, que resulta misteriosa, que tiene esa captación, que revela algo.

Llegábamos a la entrada principal, parecía que ya todo se había acabado, y dábamos la vuelta con nostalgia, y entrábamos por otra calle, y encontrábamos cosas que íbamos a pasar por alto. Recuerdo que había una especie de bar antiguo, con sus vasijas, con sus botellas polvorientas en las estanterías, con las etiquetas sobadas, pero también era una tienda, y había cajas de productos detrás del mostrador, diferentes telas, cuerdas, objetos traídos de otros continentes, vestidos doblados, cestos. Y nos quedábamos allí pasmados, pensando en como tantos muertos bebieron de aquellas botellas, en como ya estaban muertos cuando las estaban bebiendo, igual que nosotros estábamos muertos de algún modo, pero descendiendo a la vida más secreta, la que tienen los muertos con sus latidos escondidos, bebiendo aquello con su mirada más antigua, con su sensibilidad más soterrada. Los dos nos volvíamos visionarios y nos mirábamos un poco asustados cada vez que nos encontrábamos en la penumbra. Y todo era un juego de penumbras, y a veces encima de las mesas había candiles, o luces que entraban tamizadas por visillos, o lámparas de pared con resplandores descompuestos, y nos dábamos cuenta de lo desconocidos que eran nuestros rostros, del aspecto extraño que tenían a ratos nuestras manos. Una vez había unos sofás, y unas vitrinas con libros, y unos periódicos antiguos, y nos quedamos mirando aquellas noticias con fotos como si nosotros fuéramos igual de borrosos. Había la misma pasión desesperada en aquellos seres desvanecidos de las fotos que en nosotros mismos repasando ahora todos aquellos pasillos.

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