La capilla abrumada de Guayasamín

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Por Antonio Costa
Fotos: Consuelo de Arco

Osvaldo Guayasamín levantó en las afueras de Quito La Capilla del Hombre. Ya que la gente no cree en los dioses, al menos a veces cree en lo mejor de sí misma. Aunque eso es tan arriesgado como creer en los dioses. Porque cuántos abismos, cuantas contradicciones, cuantos desconciertos encierra el ser humano. Aunque sea capaz de realizar cosas increíbles con sus manos. Según Javier Reverte los dioses griegos estaban todos locos, pero ¿cómo están los hombres?

¿Para que se levantan templos, para adorar a los dioses? En el fondo es para intentar hablar con ellos, aunque a menudo están dormidos. Por eso los shintoistas japoneses baten palmas en sus templos, para despertar a sus dioses dormidos, y yo lo hice una vez. Y Osvaldo Guayasamín levantó un templo para dialogar con lo más profundo del Hombre y para adentrarse en sus profundidades trágicas e inagotables.

Allí puso algunos de sus mejores cuadros. Esos cuadros muestran la tragedia del ser humano, en el sentido de una vitalidad desesperada e indomable que choca contra las limitaciones, las injusticias, los absurdos, los desprecios. A veces es una ternura terrible que se sobrepone a todas las negaciones. A veces son las manos huesudas y atormentadas que se agrandan desesperadas para gritar su humanidad. A veces son rostros abrumados, que se tapan un ojo, que se tuercen difícilmente para acomodarse al chaparrón de la vida. Y son tormentas vibrantes que nos emocionan profundamente. El ser humano, como decía Albert Camus, siempre se rebelará desde su miseria y mostrará una dignidad reluctante, siempre discutirá con lo más alto como Job, siempre afirmará su angustia aunque tenga que enfrentarse a Dios “con temor y temblor” como Kierkegaard. Pero está ahí poblando la tierra, abismándola, como en los poemas de Neruda.

Ya admiramos sus obras en la Casa Guayasamín en La Habana Vieja. Estuvimos dando vueltas por aquella salas conmovidos y entusiasmados, mirando los rostros que se retraen desde lo oscuro, que afirman la carne por encima de los huesos, que se descarnan y gritan con una carne más honda. Esos rostros hechos de líneas dramáticas y colores austeros que seleccionan el mundo hasta lo más esencial, hasta la vena cordial desgarrada, con un expresionismo descarado. Dábamos vueltas y nos impresionaban aquellos rostros arrasados y solitarios, aquellos semblantes que eran pura alma escurrida, aquellas manos agrandadas.

Uno puede pensar lo que quiera de Fidel Castro, y aún de la amistad de Guayasamín con Fidel Castro. Pero ese retrato de Fidel Castro con las manos esqueléticas y levantadas, con las manos como una oración por la justicia, ese Fidel Castro tal como lo ve Guayasamín, resulta convincente y fascinante. Quedémonos con la imagen y lo que puso en ella Guayasamín, dejemos ahora quien sea Fidel Castro de verdad. El arte es pura imagen, pero imágenes que tienen más huesos que la vida, porque la vida a menudo está falta de huesos, ni siquiera nos damos cuenta de ella. El arte nos recuerda que existe lo más profundo de la vida.

Y el arte de Guayasamín nos habla del dolor y del grito y de los límites tan remotos de lo humano. Como en esa pintada que pone en La Capilla del Hombre: “Yo lloré porque no tenía zapatos hasta que vi un niño que no tenía pies”. O cuando nos dice en otra : “Mantengan encendida una luz, que siempre voy a volver”. Eso ya tiene algo de mística humanista. Da igual si alguien no cree en los dioses, tal vez cree en los dioses subterráneos, los dioses escondidos en el hombre, como Gerard de Nerval.

Quito es una ciudad fascinante, con un centro histórico lleno de joyas barrocas, la iglesia de san Francisco con sus dos rostros claro y oscuro , el restaurante “Hasta la Vista Señor”, la Plaza Grande con su ángel que grita Independencia, el café Mosaico donde se escuchan canciones mirando la ciudad en la noche desde lo alto de la montaña, el café “Ocho y Medio” donde se disfruta fellinianamente el cine, el volcán Pichincha al fondo. Pero entre lo más grande de Quito están las obras de Osvaldo Guayasamín, y entre ellas La Capilla del Hombre. Si se pasa su exterior austero, se entra en un santuario de la redención y la lucha, de la esperanza que persiste y los ojos enormes que agrandan la vida y las manos que no cesan.

 

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