Bogotá, nocturno simbolista

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Por Antonio Costa

   No olvidaré aquella noche en “El viejo almacén” de Bogotá, cuando tomamos un canelazo en medio de sombras vibrantes y de rincones mágicos. Lo creó hace cincuenta años una viuda colombiana que adoraba a Carlos Gardel. Me gustó más que “El viejo almacén” de Buenos Aires, porque éste era un negocio pretencioso para turistas pijos y el de Bogotá era un garito popular con espíritu canalla y soltura de noche y de arrabal. Y allí me acordé del famoso poema de José Asunción Silva que muchos hemos leído cientos de veces.

   José Asunción Silva vivía en La Candelaria, el barrio más intenso de Bogotá. Estuvo en París y conoció a los simbolistas. En su poema “Nocturno III” habla, con un ritmo agitado y exaltante, de una noche de luna llena en que él y su hermana se sintieron prodigiosamente cerca. La segunda versión acaba: “Oh las sombras que se juntan y se buscan en las noches de negruras y de lágrimas”. Pero la primera versión tenía un verso aún más hondo: “ Oh las sombras de los cuerpos que se juntan con las sombras de las almas”. En su novela “De sobremesa” el narrador cuenta como se enamoró de una condesa misteriosa que le recordaba a antiguas diosas y le envió una declaración de noche a través de un balcón y la buscó por todas partes como quien busca un sueño y al final la encontró hecha un nombre en la lápida de un cementerio.

   La Casa de José Asunción Silva, en la calle 12C, tiene un patio con soportales y vegetación exuberante, estancias cálidas que muestran sus fotografías y sus obras, la habitación donde murió en la primavera de 1896, pasillos secretos llenos de sofás decimonónicos. Me imaginé a Silva paseando por las calles adoquinadas de la Candelaria, con sus desniveles impactantes, con sus balcones como casitas flotantes, con sus muros carnosos de ladrillo y sus tejados que hacen sombras, con sus ventanas como cofres ligeros que cuelgan de las paredes, y otras alargadas y ennoblecidas con ménsulas, con sus relojes negros y sus faroles náufragos y sus esquinas fantásticas. Era el escenario ideal, cálido y sombrío, para escribir poemas simbolistas, para imaginar comunicaciones apasionadas, para conectar con lunas pletóricas.

   Una foto en sepia que tiene archivada el Banco de la República muestra a Silva en una calle de La Candelaria hablando con un médico con el sombrero abombado y el brazo explayándose. Se ve la calle de techos salientes y de balcones que vuelan sobre ellos ligeramente, igual que el poeta quiso volar apasionadamente, salirse de todos los frenos cotidianos, en brazos de la música, en su famoso Nocturno. El tono sepia muestra lo que somos todos nosotros. Todos nos volvemos interesantes en cuanto somos pasado y misterio en el tiempo y decoloración de la memoria. Pero algunos dejan como Silva palabras que todos repiten sin saber muy bien todo lo que están diciendo.

   En aquel verano paseé por aquellas calles que llevan a la derecha de la avenida 7 desde la Plaza de Bolívar hasta la avenida Jiménez, al pie de las montañas descomunales como un reducto de lirismo y de fiebre. Paseaba por las aceras mirando los balcones enjaulados donde crecía un árbol callado,   admiraba las tejas líricas que bajaban como una escalera volante o como una inmersión, me demoraba en las armaduras que sujetaban los balcones, veía el chillar de los colores como las músicas tropicales, me agarraba a las aceras elevadas como si subir a cada casa fuera una aventura en cada día.

   El Hotel de la Opera tiene una entrada de arcos como si uno fuese a habitar en la música y tiene un patio dinámicos llenos de luces y plantas. La casa de Rafael Pombo (autor de “La hora de las tinieblas”) adelanta su balcón verde en una esquina como si sus habitantes quisieran estar en medio mismo de la calle sin dejar de estar íntimos. Todo en este barrio se convierte en intimidad y en delirio. La iglesia de la Candelaria levanta sus torres repartidas en facetas y se agarra al suelo para no deslizarse por la calle en pendiente. Restaurantes como El Gato Gris parecen como si uno fuera a cenar la sustancia de la penumbra. La plaza del Chorro de Quevedo tiene una fuente infantil, casas más bajas que la calle y una silueta bailando en un monociclo en lo alto.

   Se ha comprado La Candelaria con el barrio de San Telmo en Buenos Aires. Pero San Telmo es la destilación nostálgica de los desvanes de la Europa del siglo XIX. Y La Candelaria, de la época colonial, es la España del Renacimiento llevada como una obsesión a América y descontrolada, vulcanizada, escondida como un recuerdo entre montañas, exagerada con todas las fiebres, atravesada con todos los excesos de los trópicos. Se trata de hacer un refugio de intimidad y de secreto en medio de las inmensidades de los Andes , y uno se encierra absolutamente para proteger todos los sueños, y trata de ser tan intenso como exageradas son las montañas y las junglas. Y el espíritu de la jungla se cuela dentro y alienta los patios y los portales y las habitaciones. Y entonces los habitantes se vuelven más apasionados y más excesivos y más entusiastas.

     Y si se trata de un poeta simbolista como Silva llega hasta la exasperación del Nocturno, imagina una comunicación con su hermana más allá de las posibilidades físicas, un contacto directo de almas, una complicidad de espectros, un entregarse a los excesos de la luna y a los excesos de la música. Cuantas veces hemos recitado ese poema sintiéndonos poseídos por él, llevados en un crescendo, descontrolados hasta sentirnos parte de su música : “Caminabas/ Y la luna llena/ Por los cielos azulosos, infinitos y profundos esparcía su luz blanca./ Y tu sombra/ Fina y lánguida/ Y mi sombra / Por los rayos de la luna proyectadas/ Sobre las arenas tristes/ De la luna se juntaban/ Y eran una/ Y eran una / Y eran una sola sombra larga”. Es el simbolismo excesivo, el simbolismo de una ciudad febril al borde de los Andes, el simbolismo de La Candelaria.

   Me encantó estar aquella noche en “El viejo almacén”, en una calle escondida, muy cerca ya de la avenida Jiménez, donde teníamos nuestro humilde alojamiento. Nos conocíamos hace poco pero también nuestros deseos confluían en aquel local de sombras, nuestro gusto por estar allí, nuestro placer al tomar el canelazo intenso y nocturno, que me recordaba al carajillo gallego pero sin la canela. También las sombras de lo que éramos confluían en aquel local sin retóricas y sin mentiras.

 

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