MÓNACO, EL ABRAZO DE ANDRÓMACA

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Por Antonio Costa
Foto: Consuelo de Arco

Estaban los inalcanzables lujos del Casino. Nos limitamos a verlo por fuera y a darle vueltas. Y además tuvimos que esforzarnos para llegar a él en el galimatías de carreteras a distintos niveles que desorientan en un mundo hecho para coches. Soñábamos con entrar en el Casino y poner cara de ricos pero decididamente no era para nosotros.

Nos sentamos en el Café de París un rato pero no venía nadie a atendernos de modo que nos marchamos. Así que tuvimos el culo sentado en él unos minutos. Y en el mundo de apariencias y realidades, de imágenes sueltas, podríamos decir que estuvimos en él. Y si se tratara solo de imágenes (¿quién dice que no es así?) nosotros hemos estado allí igual que todos los ricachones floridos de todas las épocas.

Pero también estaban las callejuelas y las plazas íntimas de Mónaco Ville, en lo alto. Se subía por una rampa y una calle en ese y se entraba en el recinto de la fortaleza medieval. Y desde los miradores se veía el Mediterráneo y los yates de ese cielo de los rentistas y los puertos de ese reino de película. Mirábamos al palacio y pensábamos que se asomara a una ventana alguno de esos personajes que llenan las revistas de sociedad.

Pero había un verdadero lirismo si uno paseaba por las callejuelas, por los pasajes cubiertos, por plazas apasionadas y secretas cubiertas de vegetación, por retiros en los que un pozo rodeado de arbustos parece abstraerte de todo, por tiendas de juguetes raros. Uno se encontraba a veces preservado de todo al margen de la Historia, se creía un príncipe con el mismo derecho que los Grimaldi. Allí no iba a molestarte nadie. Y si te metías a comer cualquier cosa sencilla en un local podría ser que no te pareciera un atraco.

Y luego estaba la catedral de Nuestra Señora y buscabas la tumba de Grace Kelly. Te acordabas de todas esas películas en las que exhibe su elegancia apasionada, su cuerpo intocable, su sonrisa serena a prueba de ataques. Frank Sinatra dijo que siempre había sido una princesa. Y se comprende que Rainiero buscara una princesa en el cine, porque el mundo del cine da las imágenes más profundas, las que reinan en el corazón de la gente, y las únicas princesas verdaderas son las del cine. Las que vienen de los arquetipos y de los sueños. Y allí estábamos nosotros buscando a aquella reina del cine. La tumba estaba entre dos pilares y había flores frescas en ella. Y parecía mentira estar leyendo aquel nombre en el suelo.

Y luego fuimos al Oceanográfico y estaban todas las fantasías de los mares en varios pisos que descendían, como si uno bajara hasta las entrañas del mar, y había esponjas que latían sin fin con todos los matices, y había infinidad de bichos raros que parecían sacados de todos los cuentos, y ella hacía fotos como una niña saltando pensando en regalarle seres a un niño de diez años en Colombia, y estaban todos los grados y todas las clases de la vida, y ese parir onírico de formas infinitas que se esconden en el mar. En un país tan pequeño, en un edificio grandioso que descendía como un acantilado al borde de otro acantilado sobre rocas temibles, estaban todas las creaciones de todos los mares. Visitar aquel país diminuto era entonces visitar los secretos del mundo entero.

Y luego había unos jardines laberínticos y cuidadísimos que estaban llenos de esculturas y de árboles raros. Y uno tenía visiones detrás de ramas o de estatuas en las que el mar parecía esconderse como una invención cálida, como una imaginación íntima. Nos quedamos mirando la estatua de   Andrómaca que se volcaba trágicamente en el pecho de Héctor, para decirle que no se fuera, que no saliera a pelear con los griegos. Pero era algo trágico, porque todos sabíamos que Héctor iba a salir, que no tenía más remedio que salir, y que los griegos lo arrastrarían muerto delante de los muros de Troya. Y que Andrómaca ya lo sabía y por eso se apoyaba desesperadamente en el pecho de Héctor para prolongar los instantes. Y era también como si Mónaco fuera una pequeña Troya de intimidad y de magia que se escondiera de todas las asechanzas del mundo y de la historia y quisiera mantenerse en su soledad, prolongar desesperadamente sus momentos y su belleza. Y nosotros estábamos allí participando de esa intensidad, identificándonos con Andrómaca. Giorgio di Chirico la había esculpido en el jardín de San Martín como si hubiera comprendido con una lucidez fulgurante, igual que cuando nos daba sus pinturas metafísicas y sus musas inquietantes. Andrómaca era toda la vida que se resiste a salir de los cofres mágicos, porque Mónaco es como un país en forma de cofre.

Y luego volvíamos a bajar y veíamos las curvas locas donde corredores legendarios volaban en el rally automovolístico. Y allí Montecarlo ya era otra vida, ya se abría a todas las agresiones de un mundo de autopistas superpuestas, de grandes edificios a los que no se sabe como acceder, de una estación a la que parece casi imposible llegar, porque todo ese mundo está hecho para coches y para ricos, no está hecho para andar como Monaco Ville, es un mundo de velocidad y de especulación y de arrogancia. De modo que para subsistir ese reino en miniatura ha tenido que resumir las agresiones del mundo entero y ha tenido que inventar formas de sacarle dinero a los ociosos. Y Montecarlo te decía como una síntesis de vértigo que es imposible ser solo sueño, que hay darle al césar lo suyo, que no se puede ser solo una película.

Pero para mí el Mónaco encantador es el de arriba, el de Mónaco Ville, el mundo que ha destilado lo más íntimo de otras épocas y sirve para respirar, en el que uno puede quedarse pensando sentando junto a la hiedra al lado de un pozo, ese mundo en el que Apollinaire pasaba su infancia madurando futuras melancolías al lado de su madre que se hacía pasar por aristócrata rusa, que se desataba en fantasías.

 

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