El duque de Burgundy, de Peter Strickland

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Mariposas. Miles de mariposas nocturnas, volando o clavadas por su abdomen en cajas de coleccionista. Mariposas atisbando tras las ventanas de una mansión campestre. Las polillas, al contrario que sus hermanas diurnas, no son especialmente agraciadas: tienen abundante vello, grueso abdomen y actividad fuera de las horas de sol. Las actividades de las dos protagonistas de El duque de Burgundy, y obsesivas estudiosas de esos lepidópteros, también son nocturnas. Su forma de vida tan cíclica como la de los insectos que admiran y por las que las dos mujeres protagonistas de este film se obsesionan de forma enfermiza.

 

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Cuando un periodista preguntó, en la última edición del festival de Sitges, a Peter Strickland (Reading, 1973) si reconocía en su película la influencia de algún director, su respuesta dejó perplejo a más de uno: Jesús Franco. Y estoy plenamente de acuerdo con su confesión. El Duque de Burgundy, con su rebuscado estilo visual (cine de los años 70 impostado incluso en los tonos de la fotografía), narrativo  y temático, tiene mucho del mundo bizarro del cineasta español; sus dos personajes femeninos lesbianos y sadomasoquistas, la dominatriz Cinthya (la actriz danesa Sidse Babett Knudsen, a quien hemos visto recientemente en El juez), y la sumisa Evelyn (Chiara D’Anna), parecen salidas de la fantasía rijosa del estejanovista director español que patentó la doble versión. Y ésta, la de El duque de Burgundy, sería la versión para España por la huida sistemática del director del desnudo femenino (las efusiones sexuales de las protagonistas están debidamente veladas, forman un calidoscopio muy similar al de las mariposas que aletean).

 

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Cinthya abre cada mañana la puerta de su mansión campestre a su frágil criada Evelyn, que llega a bordo de su bicicleta atravesando idílicos paisajes, y le ordena la limpieza de su casa, que la sirvienta hará de rodillas mientras ella parece enfrascada en la lectura de un libro, y la colada de toda su ropa. Pero Evelyn siempre se dejará unas braguitas por lavar, lo que comportará un castigo que oscila entre la lluvia dorada (fuera de campo, acústica, tras la puerta cerrada del baño); el cunnilingus (uno de los planos más originales del film se adentra entre las piernas de la dominatriz en un fundido a negro); o encerrar a la sirvienta en un viejo arcón, atada de manos, y del que podrá salir si repite una palabra pactada de alarma. Pronto el espectador comprende que las protagonistas de esa extraña relación lésbica están efectuando un juego de roles (ni una es ama ni la otra sirvienta) para llevar a cabo un ritual diario de sumisión y dominación que, pese a lo reiterativo, les produce placer, a una (la sumisa) más que a otra (la dominatriz).

 

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Peter Strickland (Björk: Biophilia Live, Katalin Varga y Berberian Sound Studio) hace un alarde de inventiva visual y escénica, coquetea con diversos géneros, entre ellos el gótico (sus personajes fuerzan una dicción inglesa extranjerizante; la película está rodada en localizaciones húngaras, lo que, en algún momento, puede llevar al espectador relacionar los ritos con las de la sanguinaria condesa Erzsébet Bathory; hay candelabros, ambientes espectrales, escenas nocturnas en jardines filmadas en noche americana y hasta un esqueleto); rinde culto a un fetichismo que haría las delicias al desaparecido Luis García Berlanga (planos de medias oscuras, tacones de zapato, lencería fina, faldas ajustadas remarcando el trasero, el pie como elemento erótico); tiene mucho del Peter Greenaway exquisito de El contrato del dibujante en la ejecución disciplinada y fría de los rituales sadomasoquistas; e introduce el singular mundo de las mariposas, y sus larvas (¿guiño a El silencio de los corderos?) del que las dos amantes son apasionadas estudiosas, para, con ellas como elemento estético, brochazo pictórico, y con su ensordecedor aleteo, banda sonora, componer alguna de las imágenes más impactantes de la película: Evelyn desapareciendo engullida por una nube de insectos alados mientras avanza precedida por un candil por los pasillos de esa casa que es escenario omnipresente.

 

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El film de Peter Strickland habla de la relación en declive de dos mujeres que se aman y se saben en decadencia emocional, de la que intentan salir con esos juegos reiterativos, pero El duque de Burgundy se decanta por el puro esteticismo y se obceca en un formalismo algo vacuo que se muerde la cola constantemente (el director inglés parece explorar varios finales antes de optar por la secuencia de inicio para cierre y bucle hacia el infinito). La máxima virtud del cineasta, que también rinde homenaje a los surrealistas (una de las especialistas en lepidópteros, que da una conferencia a un extraño público femenino de rostros muy rebuscados entre los que se alternan algunos maniquíes, se llama, no por casualidad, doctora Viridiana) es armar un film hipnótico, que parece rodado en otra época por sus elementos estéticos (influencias del polaco Waleriam Borowczyk, también, y de su cine erótico), desasosegante y obsesivo, una sucesión de imágenes y sonidos, atentos a estos, que acaba calando en esa parte del cerebro ajena a todo raciocinio a la que va dirigida este artefacto cinematográfico. Por todo ello El Duque de Burgundy (una especie exótica de mariposa), no tiene explicación posible, y que no la busque el espectador, y menos el crítico enteradillo: es una de las películas más fascinantes de este año, una rara avis que sorprende en un mundo habitualmente trillado como es el del cine convencional. Una película que no se puede perder el amante de las rarezas. Esta lo es en grado superlativo.

 

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