Frantz, el naif drama antibélico de François Ozon

Adrien (Pierre Niney) y Anna (Paula Beer) comparten confidencias en Frantz

Por Ana Mª Caballero Botica

A François Ozon le gusta experimentar en su cine, acercándose a temas de los que suele salir airoso debido a la nula imposición de un discurso dogmático. En este sentido, deja al espectador que saque sus propias conclusiones sobre asuntos tan dispares como la prostitución, el travestismo o la trasmutación identitaria y suele crear historias con varias capas (ficción dentro de la ficción), como si de una muñeca rusa se tratara. En su última película Frantz, el director francés se lanza a versionar un drama antibélico del cineasta alemán Ernst Lubitsch, (Remordimiento, de 1932) ambientado en la posguerra de la Gran Guerra, con una estética sobria, aunque impecable y atrayente.

Frantz se centra en la historia de Anna (Paula Beer), una joven alemana que llora la muerte de su novio (el Frantz del título) en territorio francés durante la I Guerra Mundial. La joven, que vive con sus suegros en una pequeña ciudad alemana, trata de solventar el vacío y levantar la pesadumbre de unos padres incapaces de afrontar la pérdida de su único primogénito. Todo cambia con la aparición de un joven francés, llamado Adrien (Pierre Niney), que acude a dejar flores a la tumba del que afirma, fue su gran amigo durante la contienda. Sorprendida ante este hallazgo Anna decide invitarlo, con el primer (y esperado) rechazo del padre, reacio a acoger bajo techo a alguien que representa el enemigo de la patria, mientras que la madre prefiere revivir a su hijo a través de las anécdotas que cuenta este forastero.

El sello de Ozon

Como suele ser habitual en la obra del director, la ambigüedad del relato planea durante todo el metraje y traslada la confusión de los personajes al espectador. En este caso, Ozon pone el foco en el misterioso personaje de Adrien sobre el que recae una constante sospecha por su discurso, obviamente contaminado por los prejuicios de la época, donde se traslada el miedo y el odio hacia el extranjero en un contexto convulso. Con lo que no cuenta Anna es con enamorarse de este amigo que ha devuelto a la vida a su difunto novio y a ella también.

Para ello el director opta por una propuesta estética y una fotografía exquisita en la que impera el blanco y negro, sobre todo en la primera parte, para acentuar la nostalgia, los tiempos grises y la tristeza generalizada vivida durante el período inmediatamente posterior al fin de la contienda reflejado en el luto de esta familia. Sin embargo, en algunos pasajes del filme el director apuesta por intercalar fragmentos en color, incrementando de esta forma la sensación de viveza y esperanza, especialmente, en aquellos en los que Adrien revive al malogrado Frantz con evocadoras y banales escenas de felicidad y cotidianidad, llenando de color el presente de Anna y de sus suegros. He aquí el sello personal del director, como lo es también la parte final del relato en el que el personaje femenino de Anna adquiere mayor protagonismo encaminado hacia la resolución final.

Ozon crea aquí un relato bastante naif y recatado (para lo que suele ser habitual en su cine) y se centra más en mostrar el lado platónico de un amor de juventud cuya pasión se encuentra acallada por el eco de las bombas y el recuerdo del ausente. Para ello se apoya en un plantel de intérpretes solventes, como el de los veteranos Ernst Stötzner y Marie Gruber, – padre y madre de Frantz respectivamente – el notable y, cada vez más afianzado actor francés Pierre Niney, que interpreta al ambivalente Adrien con un porte elegante y sutil. Pero quien realmente destaca por su trabajo sobresaliente es la debutante actriz Paula Beer en el papel Anna con esa mezcla de fragilidad y carácter cuyo sentir traspasa la pantalla. Ozon firma un remake más que notable y lo hace llevándolo a su indiscutible terreno, a ese endeble relato que debemos cuestionar en todo momento y reivindicando, como ya hizo en su día el gran Lubitsch, la confraternidad, el amor por el extraño a través del arte y la cultura, en definitiva del conocimiento mutuo a través del entendimiento, sin balas ni bombas de por medio.

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