Frantz, de François Ozon

Frantz es la última película de François Ozon (París, 1967), un director francés que no es fiable al cien por cien. Este enfant terrible del cine francés  se caracteriza por dar una de cal  y otra de arena: la controvertida Joven y bonita versus la detestable Una nueva amiga rodada bajo el influjo pernicioso de Pedro Almodóvar, pero Frantz hace que el director de Ocho mujeres suba muchos enteros en mi particular cotización.

Glamour a grandes dosis encuentra el espectador en Frantz, una perla pura, un drama exquisito escrito con una caligrafía pulcra y siguiendo los cánones del más puro cine clásico sin que el relato cinematográfico parezca impostado. Mis temores ante la última película del director francés son completamente infundados y me enfrento a la mejor obra de François Ozon, que me obliga a olvidar Una nueva amiga y replantearme la valía del director de Joven y bonita. Frantz no sólo es caligrafía exquisita sino emotividad a flor de piel ahora que a todo el mundo se le llena la boca con la palabra romanticismo sin saber qué es. Frantz es romanticismo en la correcta acepción del término.

Anna (la exquisita actriz alemana Paula Beer cuyo parecido con Sylvie Kristel es más que notable), va cada día al cementerio de la localidad alemana en donde vive a dejar flores en la tumba de su novio Frantz que murió en una de las batallas de la Primera Guerra Mundial; un misterioso francés, Adrien Rivoire (Pierre Niney, el doble de Salvador Dalí) también pone flores en su tumba y ella y los padres de Frantz quieren saber por qué.

Frantz es una historia de amor en tiempos de entreguerras, un alegato antibelicista que habla también del círculo de mentiras piadosas que no se pueden romper si se quiere evitar hacer daño a los seres queridos: miente Adrien a Anna, por piedad; miente Anna a los padres de Frantz por el mismo motivo. Y Frantz es también el intento de expiación del sentimiento de culpa de un soldado que, en cumplimiento de su deber, mata a otro en esa locura absurda llamada guerra que enfrenta a muerte a seres que perfectamente podrían ser amigos en otras circunstancias, así es que la última película de Françoise Ozon versa también sobre la inhumanidad e irracionalidad de las guerras.

El director francés realiza un dignísimo remake de Broken Lullaby, la película que rodara en 1932 Ernst Lubitsch, y rinde un homenaje canónico al gran maestro germano que hubo de desarrollar buena parte de su carrera en Estados Unidos.

Fotografía excelsa, en color en puntuales momentos de optimismo, y en blanco y negro en casi todo su metraje; dirección artística rigurosa;  buenas interpretaciones; banda sonora adecuada y un guion sin una sola fisura que sabe a clásico en esta película que habla indistintamente francés y alemán. Si el tramo en Alemania es bueno, el francés, con Anna buscando desesperadamente por París a Adrien, lo supera. El amor que no es, lo personifica ese tren envuelto en vapor que Adrien deja partir sin subirse a él. Y el amor que dura siempre, enloquecido porque es un sentimiento que escapa a la razón, es esa Anna fiel al cuadro de Manet El suicida del Museo del Louvre que visita a diario porque quizá, un día, reencuentre allí a Adrien.

François Ozon pone un diamante de muchos quilates en su brillante carrera y seguramente decepcionará en su próximo proyecto porque difícilmente podrá superarse a sí mismo. Sencillamente magistral.

 

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