Aguas vibrantes de París

 

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Por Antonio Costa

Fotos: Consuleo de Arco

 

En el estanque del Museo Rodin dos figuras verdes de Rodin llenas de fuerza se pelean o se aman con dramatismo. Sus reflejos se pelean en el agua de manera más vibrante, más musical, más inasible. La fuerza miguelangelesca se vuelve sutileza leonardiana al temblar entre las sombras de los árboles en el agua.

En el parque Monceau, al norte de los grandes bulevares, Marcel Proust de niño, cuidado por su niñera, buscaba ya sus reminiscencias en el agua. Hoy las aguas al rizarse, las ramas exquisitas de los árboles, los patos que avanzan en formación como si siguieran una coreografía, las sombras verdes y negras que se diluyen, evocan sus mismas reminiscencias.

En la fuente Stravinsky, delante de la iglesia de Saint Merry, al frente de una imagen de Dalí en la pared, las máquinas vagabundas de Tinguely extienden sus formas errantes en el agua, sus brazos rotos, sus extremidades perdidas, sus formas fundidas con la iglesia líquida. Y la imagen de Dalí se reblandece y se mueve con un lirismo imposible.

En la misma fuente los monigotes gordos y chillones de Niki de Saint Phalle sueltan agua por sus pechos, se asombran como niñas ingenuas, distorsionan sus obesidades y sus abundancias, se derraman en el agua igual que formas desenfadadas y melancólicas. Se estremecen de un lirismo simplificado e imposible que se vuelve misterioso en el agua.

Y en la misma fuente la iglesia gótica y la imagen de Dalí hacen una duplicación metafísica, se miran a sí mismas con asombro naufragar en el agua, temblar en el agua abstractamente, como si colgaran del infinito, del movimiento, del vértigo. La vida entera se duplica y se vuelve asombrosa en el agua.

Las gotas de la lluvia en invierno tamizan las plazas de París, convierten a la torre Eiffel en una idea incendiada y dudosa a lo lejos, nos dan una intimidad apasionada, a través de la cual todo París es un sueño, un pensamiento, algo frágil que llevamos en las entrañas y que ahora muchos amenazan. A través de las gotas tiembla todo París como latiendo en el agua, como un niño persistente que nos refiere un cuento, como la duda entusiasmada de la noche.

Detrás de la isla de San Luís el Sena se altera, sigue agitándose como hace siglos, en esa esquina se desarrolla el cuento de Cortázar sobre las percepciones sorprendentes que dio lugar a “Blow Up” de Antonioni, las agujas se insinúan a los lejos, las luces del puente musitan calladamente en el agua, tantas cosas han ocurrido en ese puente, en ese río. Una vez Consuelo y yo nos fuimos con una botella de vino y un queso de Camembert junto al agua a sentir todas las películas que bajan por el río, todas las pasiones y libros que flotaban por el río.

Los barcos duermen balanceándose en el agua, no son los barcos ruidosos donde van los turistas, son barcos que están ahí a través de las estaciones, que se dejan acariciar apenas por las luces de los faroles. En un barco como ese se desarrolla la película “L´ Atalante” de Jean Vigo, donde el Rimbaud del cine situaba una historia de amantes disgregados a los que vigilaba el vagabundo que interpretaba con maestría increíble Michel Simon. El barco era la libertad y la salida de todas las convenciones.

En un puente de ésos, cuyas luces tiemblan y se retuercen en el agua, se desarrollaba la película “Cuatro noches de un soñador”, de Robert Bresson, basada en “Noches blancas” de Dostoyevki, en que un joven apartado de todo en la noche tiene una amistad apasionada y sin futuro con una muchacha que va a casarse, y que precisamente por ser él un desconocido le suelta todas sus confidencias libremente, y surge un amor pasajero e irrealizable como las luces cárdenas en el agua.

Y uno puede pensar en el agua que se necesita para regar esas hortensias desbordantes en un balcón amarillo en Montmartre. Y en el agua que se pudrirá, pero no inútilmente, en esa botella que sujeta una rosa en la tumba de Cortázar en Montmartre, en medio de libros abiertos, de piedras, de papelitos, de frases de admiración. Una vez en fin de año fuimos a visitarlo y encontramos a dos jóvenes que vivían allí por unas horas con unas botellas de vino, como si Cortázar les inspirara. Pero yo pensaré en mi preferido Ernesto Sábato , como una torre solitaria que extiende su reflejo misterioso sobre el agua en el parque Buttes Chaumont, por donde paseaban los surrealistas que lo precedieron en su indagación de las tinieblas.

Y en el canal Saint Martin, en otro París escondido para los turistas, al lado de puentes solitarios, mientras las luces enloquecen solitarias en el agua, pensaré en los millones de existencias vibrantes y apasionadas que cruzaron París, anónimas y apasionantes, dentro o fuera de las novelas, en películas olvidadas o en los recuerdos de sus descendientes. Sí, París también vibra en el agua, París tiene sus bodas con el agua.

 

 

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