Ya no quedan junglas adonde regresar, de Carlos Augusto Casas

Primera novela, galardonada con el premio Wilkie Collins de Novela Negra convocado por MAR Ediciones, de Carlos Augusto Casas (Madrid, 1971). El escritor y periodista (Diario 16, TVE, Antena3, Cuatro y Telecinco) es, además, director de la colección Estrella Negra de Cuadernos del Laberinto en donde publica en exclusiva las novelas de un autor de culto llamado  Julián Ibáñez. El veterano maestro manchego, que escribe un prólogo magnífico para el libro, está muy presente en él (un personaje está enganchado a una de sus novelas) porque Carlos Augusto Casas abraza sin género de dudas el hard boiled: narrativa negra, dura, social y violenta que es un puñetazo al estómago del lector.

Mateo Acuña, un jubilado cuya vida anterior se nos hurta deliberadamente, hace de sus encuentros semanales con Olga, una prostituta extranjera de la calle Montera con la que se limita a hablar para paliar su soledad, un rito estimulante. Cogidos del brazo, el viejo y la mujer desandaban lentamente el camino que les llevó al restaurante pseudo japonés. Los pies se negaban a avanzar. Ella no quería volver a la boca con sabor a plástico y espermicida, a los hombres grandes que se hacían con gritos y exigencias, a tapar la podredumbre con el maquillaje. Cuando ella es brutalmente asesinada, después de un encuentro con cuatro abogados, dedica toda su vida y energías que le restan a la venganza—Sabes eso que dicen de que la venganza no sirve para nada. Pues es una puta mentira. Sirve para recuperar tu amor propio, para sentir que has hecho justicia. —y encuentra en ella el estímulo necesario para seguir viviendo: Por fin tenía un motivo por el que levantarse cada mañana.

Hay una obra maestra del cine negro emparentada involuntariamente, o no, con la novela de Carlos Augusto Casas: Atlantic City de Louis Malle. En ese film noir del realizador francés, que no perdió ninguna de sus esencias en su etapa norteamericana y siempre fue fiel a sí mismo, un gángster retirado, interpretado por Burt Lancaster, encuentra sentido a la vida cuando se enamora, y consuma físicamente ese amor, de una mujer mucho más joven, personaje que interpretaba Susan Sarandon (en una mítica la escena para voyeurs la actriz norteamericana masajea sus pechos con el zumo de un limón para mantener la tersura de su piel), y por ella vuelve a matar, y gracias al sexo y al instinto homicida, ambos adormecidos (el eterno binomio eros / tánatos tan presente en las artes narrativas) reencuentra ese personaje con un pie en la tumba la ilusión de vivir. Algo parecido le ocurre al Gentleman, el original asesino de la tercera edad que sale de la imaginación del escritor madrileño: Porque el viejo tampoco era el mismo. Se notaba exultante, fuerte, poderoso, joven. No imaginó que matar a aquel bastardo le iba a sentar tan bien. Porque lo había hecho. Él lo había asesinado.

Retrata, sin ahorrar crudeza, Carlos Augusto Casas la desolación que supone la vejez—Tuvo que palparse el cuerpo para poder creer lo que tenía delante. Toda esa ruina. La carne colgada flácida de sus brazos, como si unos hilos invisibles tiraran de ella hacia la tierra, hacia la tumba. Toda es fragilidad. Cada vez menos hombre, cada vez más esqueleto. Toda es putrefacción. —su invisibilidad social a la hora de contar en una sociedad que relega a los viejos a la categoría trasto inútil: Eso es lo peor de hacerse viejo, que te vuelves inofensivo para el resto del mundo.

Hace el autor un retrato despiadado de una clase social para la que los demás son basura, excedente, y una prostituta menos no les quita el sueño—El despacho era el paradigma de cualquier macho alfa de los negocios. Exhibiendo la santísima trinidad de los triunfadores: muebles de maderas nobles (mira cuánto dinero tengo), diplomas cubriendo las paredes (mira que listo soy), y la foto dándole la mano al rey (mira qué amigos tengo. — y hay muchos más tipos, todos pocos recomendables, que deambulan por la novela, una paleta que gira por los tonos más negros, personajes secundarios como Herodes, El Tigre, el proxeneta insensible  la muerte de sus pupilas, Turón—Allí sentado, en medio del restaurante blanco parecía una enorme mosca peluda en el centro de un gran tazón de leche—, o el Chapas, personajes arrabaleros con los que topa Mateo Acuña, el Gentleman, el anciano que descubre que sus habilidades homicidas le rejuvenecen como a otros salir con una chica que puede ser su nieta.

 

El Gentleman tiene su cómplice en la inspectora Iborra, otro acierto de personaje, muy comprensiva con su sed de venganza, coprotagonista de la novela; golpeada por la desaparición de su esposo— escucha una y otra vez los mensajes de voz que dejó en su teléfono móvil—, una ausencia que se le hace insoportable —rocía con su colonia habitual el lado de la cama vacía para rememorarlo— busca el consuelo del alcohol—comparte mostrador de bar con el subinspector que es su sombra en la investigación de los crímenes del Gentleman: Soy como la roña. Me ablando con los líquidos. El drama personal de la inspectora Iborra, una narración en paralelo dentro de la novela,  no es una mera digresión sino que enriquece la historia principal.

La cruda violencia, que resulta muy cinematográfica—heredera a veces del hiperbólico Tarantino como en otras más próxima al universo de Scorsese—, asoma con frecuencia para provocar el horror y lo consigue: De pronto el cuerpo del abogado comenzó a convulsionar. El corte escupía borbotones de sangre por todas partes mientras emitía un sonido espeluznante, como un fregadero succionando agua sucia. Pataleaba y daba manotazos con los ojos enloquecidos y la boca muy abierta, buscando una bocanada más de aire, de vida.

Maneja con soltura el autor unos diálogos chispeantes que sirven para modelar a ese coro de personajes secundarios, y lo hace muchas veces con un vitriólico sentido del humor. —¿El hombre es el problema? / —Sí, por supuesto. Claro que lo es./ —Entonces yo he hecho más por el planeta que toda tu organización, porque yo llevo años eliminando el problema. Reflexión de un sicario.

Una novela que es social—Todo en esta vida se reduce a una relación de fuerzas. Los gobiernos con los ciudadanos, los bancos con sus clientes, los jefes con sus subordinados. Relaciones de fuerza. Gana el más poderoso, o el que es capaz de llegar más lejos. — en la que no faltan sentencias divertidas —Las mentiras son como las tetas operadas. A todo el mundo le gustan aunque digan lo contrario-—y de lectura rápida y vertiginosa puesto que se nota que Carlos Augusto Casas se lo ha pasado en grande escribiéndola.

El hombre más peligroso es aquel que no tiene nada que perder… porque ya lo ha perdido todo, reza en la solapa del libro. Ustedes no se pierdan esta novela espléndida que además le durará poco en las manos. Bienvenido al club, Carlos Augusto Casas.

 

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