Ningún lugar, de Rafael Fuentes

Cuando Rafael Fuentes (Madrid, 1962) presentó su novela Ningún lugar (Ediciones del Serbal, 2018) en el marco del festival Black Mountain Bossòst, la resumió con una frase lapidaria que quedó flotando en el ambiente: Es un tutorial para abrir una caja fuerte. Es mucho más. Es un claro ejemplo de lo que se conoce como novela hardboiled: El primer disparo arrancó el retrovisor del Jaguar que tenía a sus espaldas. El segundo salió de su revólver y se llevó por delante la parte inferior de la mandíbula de la mujer. El tercero le perforó el cuello. Antes de caer al suelo su sangre salpicó el rostro del hombre que tenía al lado.

 

Ningún lugar es un directo (Rafael Fuentes ha sido boxeador) a la mandíbula en 200 páginas justas de laconismo literario con las que el madrileño se alzó con el primer premio Internacional La Orilla Negra que se fallaba en ese festival aranés. Y con toda justicia. Rafael Fuentes no es un recién llegado al género: Historias que nos pertenecen y La cámara de Bidault preceden a Ningún lugar.

Lambert, Farouk, el argelino, El Loco y Sergio, el argentino de la Triple A, forman un grupo variopinto de especialistas en el mundo de la delincuencia que se une para un golpe. Uno es el cerebro; otro es un conductor tan bueno como temerario; el argelino y el argentino entran dentro de la categoría de psicópatas: son despiadados gatilleros. Entre todos planean reventar una caja fuerte en Toulouse, pero se cruzan en su camino guardias civiles y policías, reclutadores de los GAL, etarras (guerreros vascos, como los denomina Farouk), y gendarmes, claro, porque estamos en Francia, convirtiendo lo que es un golpe perfecto, el de esa caja fuerte, en una persecución a tres bandas, en un río de sangre de fuego cruzado en el que los delincuentes asesinan etarras, los etarras asesinan policías y los policías asesinan delincuentes y etarras. Ahora está de moda quedar bien con los españoles en materia de terrorismo. Eso sí, con discreción, porque la guerra sucia también vende lo suyo. Hace dos años se lo habrían pasado por el forro aunque llevara la firma de ETA. ETA, los GAL y la guerra sucia, en un segundo plano de esta novela negra azabache.

 

Ningún lugar es una novela de acción con un ritmo trepidante en la que no sólo se enseña a reventar una caja fuerte, sino también a robar un coche, a escapar con él y arrojar de la carretera a los perseguidores de un volantazo, secuestrar un autobús escolar, torturar y matar porque sí o porque es necesario para llevar a buen fin los planes de ese cuarteto letal: si algo se interpone, se elimina y punto. Un manual de lo que no hay que hacer. Un manual, también, de cómo escribir una buena novela negra. Aceleró. El conductor del Renault hizo lo mismo. El Loco dio un golpe de volante corto y seco hacia la derecha. A más de ochenta kilómetros por hora la carrocería se balanceó como una bailarina, la amortiguación cedió por completo. Detrás, otro golpe en el sentido contrario.

Nadie en Ningún lugar tiene coartadas morales; no las necesitan. No hay personajes rectos. No existen en Ningún lugar. Ladrones, terroristas y policías son despiadados enemigos que disparan a matar. Farouk, tan profesional como siempre. Pensó que tendrían que matar a aquellas tres mujeres. Pero lo haría el argelino. Porque no era su estilo y tampoco el de Lambert. Rafael Fuentes consigue mediante unos diálogos naturalistas dibujar a sus rocosos personajes con los que mejor no tropezarse porque son violentos por naturaleza, fieras acostumbradas a sobrevivir en la jungla callejera que disparan a la cabeza y sin avisar porque no empatizan con nadie salvo consigo mismo. Hay violencia explícita, seca, contundente. Estrelló el arma contra la boca de Amaya. El golpe reventó el labio superior y partió las dos piezas frontales. Ella retiró la cabeza contra el respaldo del sofá; el segundo golpe impactó en el cráneo. Hay recreaciones ambientales de película francesa de Jean Pierre Melville, en el que pensaba quien esto escribe mientras releía la novela, gracias a ese fraseado corto que va al grano y es parco en adjetivos. Tras dejar el BMW en la nave habían terminado en el club. Continuaba semivacío y con las chicas reclinadas sobre la barra. Media docena de clientes bebían combinados y fumaban. Dos ventiladores giraban sobre sus cabezas. Esta vez no sonaba Perales. Tampoco Nacha Guevara.

 

No tienen vida sentimental posible los antihéroes de esta novela, ni sexual salvo sus encuentros con prostitutas bragadas hartas de su vida. Acabas acostumbrándote. Llevan haciéndomelo desde que era niña, los guerrilleros, la policía y los monos wiwi. Me han follado por el culo con la culata de una Skorpion, me han pegado, se han meado en mi cara…, pero toda esa mierda de hombres se corren sin haber llegado a metérmela. Yo también quiero disfrutar. Tan secas y concisas son las secuencias violentas como las que hacen referencia a los escarceos sexuales de pago de los protagonistas: se mata tan rápido como se folla, con idéntica brutalidad. Tras correr el cerrojo sacó su Astra y la depositó sobre la cisterna. Llevó a la mujer de espaldas contra los azulejos y tiró de su falda hacia arriba mientras ella le desabrochaba los pantalones. La sujetó con fuerza por las caderas y la levantó dos palmos del suelo. Ella se acopló perfectamente, rodeándole con las dos piernas. Él comenzó a empujar hasta notar las contracciones de su coño.

Se sirve el madrileño del  laconismo literario para describir el escenario desolado por el que se mueven los personajes, y lo hace con maestría, con pinceladas precisas para completar cuadros urbanos: Los bordillos y las tapas de alcantarillado sobresalían a la espera de unos cuantos camiones de alquitrán. Estaban rodeados de parcelas señalizadas con bandas de color naranja y plagadas de hierbajos. Al fondo se distinguían varias estructuras de ladrillos sin cubrir aguas. Más allá, la ciudad.

En medio del erial regado con sangre encuentra el lector frases acertadas que brotan del ingenio del autor con espontánea naturalidad: Unos cartuchos de dinamita para un terrorista son como unas bragas usadas para un pervertido. Y sorprendentes imágenes de poesía sucia: A su derecha el Garona estallaba en una pequeña cascada artificial. En realidad era un salto de agua mínimo, como si alguien le hubiera dibujado un flequillo al río. El Loco se fijó en un árbol vencido sobre al agua: el ramaje retenía un variado tipo de artículos arrastrados por la corriente, incluido un sostén de encaje negro. Realizaba círculos concéntricos prendido a las ramas por uno de los tirantes. A cada vuelta las cazoletas se hundían una y otra vez en la corriente.

Ningún lugar brota de la calle, como su autor. Fuentes escribe como si boxeara, con pasión, fuerza e inteligencia, dijo el desaparecido Horacio Vázquez Rial del escritor pugilista. Rafael Fuentes construye sin aspavientos este thriller intenso y seco que sólo puede acabar con un final cínico digno de sus protagonistas. Los que sobrevivan, claro, a la carnicería. Género negro, del bueno, con personajes que se mueven dentro del nihilismo más absoluto, outsiders irrecuperables sin redención posible que no tienen pasado y menos futuro. Rafael Fuentes, siempre que le dejan, habla muy bien de un escritor que admira: Juan Madrid. Pero a su lado el de Días contados es un sentimental.

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