Una isla, un país. La bahía humeante

Abimael Koczinsky opta por olvidar los malos momentos que le llevan al buen momento para que esos no empañen éste. Verbigracia: sacar los billetes por las máquinas del aeropuerto y finalmente tener que recurrir a una empleada; esa especie de maratón ante el control de seguridad en donde el último acto es sacarse el cinturón de los pantalones a toda prisa cuando ya las bandejas con todo lo demás (ordenador, máquina de fotos, llaves, bolígrafos, libro, móvil) desaparece en el túnel del escáner; aceptar que todo vuelo se retrasa y que nadie te pida disculpas porque es una anomalía normalizada. Que a uno lo encajen en la cubierta de un barco negrero, pero pagando, para cruzar el charco: en eso se han convertido los viajes. Que en un vuelo casi transoceánico empleen un avión pequeño.  Que, durante el vuelo de cinco horas, no le den una mala bebida ni un simple sándwich. Que el aterrizaje sea brusco, por culpa de fuertes vientos. Que esos fuertes vientos impidan que coloquen el finger o la escalerilla para que desciendan los pasajeros y el viaje tortura se prolonga una hora más en tierra firme. Que el GPS que le ofrecen en la compañía de alquiler de coches lo desoriente literalmente durante tres horas sin localizar su hotel. Que no haya forma de ir al centro de Reyjavick porque no tiene centro. Ommmm. Relajación budista. Todo es relativo, hasta la muerte si me apuran.

Islandia. Una isla, un país. La sensación térmica es muy inferior a los grados que marca el termómetro a causa del viento huracanado. ¿120 kilómetros hora? Lo tumba, le arranca la melena, le despoja del anorak. Abimael suma un jersey a la camiseta de manga corta y un tabardo que es también un forro polar que le protegió en Alaska y puede salir volando. Duerme, por fin,  plácidamente en el Foss Hotel de la calle Baronstigur, el que no localizaba el GPS la noche anterior y lo tuvo conduciendo enloquecido desde el aeropuerto a Reyjavick y dede Reyjavick al aeropuerto. Toma un café en la habitación y se ducha con agua caliente que huele a huevos podridos. Si el agua huele a huevos podridos estás en Islandia, se dice. No falla.

A las 10 de la mañana hay gente por el paseo marítimo. Algunos van en bici, luchando a brazo partido contra el viento, otros corren. Una isla de viento, dictamina, cabizbajo, para embestirlo, mientras se le congelan las mejillas y se le hielan los ojos: hay que ponerse las gafas de sol. La mayor parte de la gente lucha contra el viento que sopla desde un mar cobrizo en donde nadan y vuelan diminutas gaviotas y jamás un humano se baña. Turistas chinos se hacen fotos y selfies ante la escultura de El viajero del sur, una moderna estructura metálica con forma de barco vikingo.

Los vikingos. Ahí están, a su alrededor, los descendientes de esos guerreros despiadados y brutales que asolaron Europa y pisaron América mucho antes de que lo hiciera Colón. Puede que fueran los mejores navegantes del mundo. Y los más temidos. Simientes vikingas hay hasta en Sevilla, ocupada  en una expedición Guadalquivir arriba, y dejaron a su paso un montón de andaluces rubios y de ojos azules. Les gustó tanto Normandía que allí se quedaron. Mejor tenerlos de amigos, pensaron los franceses siempre prácticos que intentar expulsarlos. Desembarcaron en Inglaterra. No respetaban a los prisioneros a los que descuartizaban a hachazos. Se emborrachaban invocando a Odín. Hoy, los islandeses, los descendientes de esos navegantes, la colonia a un paso de América que toca Groenlandia, son tan educados y pacíficos que Abimael no ha visto policías ni en el aeropuerto y duda de que el país tenga ejército. Su última lucha heroica fue contra los políticos corruptos y el sistema bancario. Hizo historia esa isla de poco más de 300.000 almas, independiente de Dinamarca hace exactamente cien años, en 1918, pero no hay conmemoraciones, no suenan himnos, no flamean banderas islandesas por parte alguna.

El mar es una extensión de plomo ondulado enmarcado por cumbres lejanas nevadas de los montes Akrafjall y Esja. Eso le recuerda Alaska a Abimael. Y el viento. Y el frío. Pero no hay islandeses que no sean rubios. Salvo Bjork, la esquimal o inuit. Así es que le suena la cantante islandesa por dentro, como banda sonora, mientras se encamina al moderno edifico del Harpa Music Hall a los pies del mar y junto al puerto, acompañado de cientos de disciplinados niños de la edad de su nieta, tan rubios o más que ella, que, acompañados de sus maestros, toman la roja sala de actos por asalto para ver un largometraje de dibujos animados. Y advierte Abimael que esos niños disciplinados y educados, respetuosos los unos con los otros, obedientes a las indicaciones de sus maestros, civilizados en grado sumo, caminan casi en cordadas uno detrás del otro, sonríen, no alborotan, están muy lejos de los salvajes niños vikingos a los que sus padres bautizaban en toneles de vino o cerveza.

El Harpa Music Hall es impresionante. Un ejemplo de cuando la modernidad apuesta por la funcionalidad pero sin reñir con la belleza. Dos genios sumaron esfuerzos, Henning Larsen y Olafur Eliasson, y el edificio recibió el premio Mies van der Rohe. Dos formas geométricas oscuras, dos cubos rectangulares,  los edificios que se empotran el uno en el otro; un espacio diáfano en el interior perpetuamente iluminado porque la techumbre y las paredes son de cristal y captan la luz del exterior, la transforma en un calidoscopio de colores en su interior. Se inauguró en el 2011 y en una de sus cuatro salas la orquesta sinfónica de Islandia interpretaba La flauta mágica de Mozart mientras Bjork cantaba Biophilia en otra. Clasicismo y modernidad. El Harpa Music Hall, centro de convenciones, palacio de conciertos y óperas, mira tanto a la ciudad como es mirado por ella. En una estructura exterior metálica muy ligera se encastran, como en una colmena, unos cuantos cientos de ventanales hexagonales que forman las fachadas de una fantasía geométrica. El edifico es escultórico pero no hay nada gratuito en él. El interior, escalonado, produce vértigo por su altura. El enorme teatro, ahora lleno de niños rubios que esperan que empiece su película de dibujos animados, hierve con el rojo de sus paredes. Reyjavick, como toda ciudad que lucha contra el frío, busca el calor en los colores vivos y adora la luz por ser un bien escaso.

Camina hacia el puerto y el viento juguetea con su pelo plateado. Anclados hay un guardacostas gris, el único atisbo militar de la isla, dos barcos pesqueros negros, gemelos, y un rompehielos. No es época de avistar ballenas. No salen las lanchas a aproximarse a los gigantescos cetáceos que bordean la isla y hacen piruetas con sus colas. Pasea por muelles desiertos sobrevolado por gaviotas pigmeo.

A las doce tiene hambre. El desayuno fue muy frugal. Indaga en restaurantes de la calle Posth Street. Los precios son prohibitivos y la clave es el número 3. Una entrada de cine vale tres veces lo que cuesta en Barcelona. Un cruasán 3 euros. Un plato no baja de 20 euros. Para el alcohol hay que multiplicar por cinco. Una cerveza oscila entre 8 y 10 euros. Así es que se deja guiar por el olfato, y el aroma que sale de un restaurante de pescado le convence. Hay una docena de mesas de madera. Es un sitio agradable. Los comensales son gente tranquila, de la zona. La camarera que toma nota es una chica rubia, nerviosa, enérgica. Pide una sopa y salmón. Se conforma con beber agua fría que no huele a huevos podridos. Le traen antes el salmón. Marinado. Exquisito. Sobre una base de pepino crujiente, nabo laminado, eneldo y gotas de limón. Lo paladea. Se deprime al acabarlo. La sopa de pescado viene luego. Lleva mantequilla, jugo de gambas, salmón, bacalao, uvas cortadas por la mitad y un toque de paprika y azafrán. Deliciosa. Paga 4.000 coronas con dinero de plástico. Una fortuna.

En el cielo azul se alternan nubes grises y blancas que dejan que el sol irradie entre sus grietas la capital. Le gustan esos focos naturales. Reina una luz negra atlántica que es la misma de Lisboa. Siguiendo la calle Posth llega al lago Tjörnin a cuya orilla está el edifico funcional del ayuntamiento que es también centro cultural. En el interior, en una de sus salas, fotos deslumbrantes de la naturaleza islandesa que no parecen reales. Cuando sale al exterior le atruena el escándalo de las aves. En el lago conviven, con sus tensiones espaciales, elegantes cisnes, ruidosos gansos, palomas vulgares, patos elegantes de cuello verde y las diminutas gaviotas que no son mayores que las palomas.

Mioborg es el centro de la ciudad, un buen número de calles de ligera ondulación y subidas suaves que siguen las lomas de la ciudad. Dos cosas le sorprenden a Abimael que no deberían. Ninguna casa tiene chimenea en un país muy próximo al Círculo Polar Ártico y con temperaturas que rondan los 20 o 30 bajo cero. No hacen falta y tampoco habría madera para alimentarlas: en la isla no hay más árboles que los de los parques de la capital, y, por otra parte, las fuentes termales volcánicas dan calor suficiente para las calefacciones. Los volcanes hacen que la factura eléctrica de los islandeses sea irrisoria. Lo que sigue siendo un misterio es por qué las fachadas de las casas están recubiertas de planchas onduladas metálicas iguales que los tejados, una especie de uralita, que embellecen sus moradores pintándolas de vivos colores. ¿Aísla del crudo frío invernal?

Los habitantes de Reyjavick tienen vena artística. Hay fachadas decoradas con murales que parecen salidos de la mente de Hyeronimus Bosch junto a náyades sumergidas en estanques. Una pastelería salpica con una lluvia de colores su fachada. Hay verdes esmeralda, rojos encendidos, amarillos en las casas de los barrios céntricos. Un urinario subterráneo, en el que la bandera pirata convive con la A de anarquía, es un templo de música punk. No hay futuro en el mundo, pero si en Islandia, la isla de hielo. El teatro nacional tiene los aires modernistas del Radio Music Hall neoyorquino. A un restaurante de piedra volcánica, el Rok, le crece hierba en el tejado. Si se tumbara en el parque a Abimael lo cubriría una espesa capa de musgo.

Una calle ascendente, Frakkastigur, le lleva a una heladería. 700 coronas una bola de mango y otra de limón sobre cucurucho de barquillo en difícil equilibrio. Lo paladea dentro del local. Una novia china entra con su séquito de invitados y se piden el postre del banquete de bodas. La novia tiene labios anchos y arrastra el vestido blanco por el suelo. Lleva una redecilla de gasa en el cabello. El novio, con pajarita, tejanos y zapatillas de deporte, no parece muy animado. Los invitados se hacen selfies lamiendo las bolas de helado. Uno se planta un casco de vikingo en la cabeza y hace el ganso. Siguen siendo los chinos los nuevos ricos y ya hasta se casan en Reyjavick. Cuando se aficionen al jamón de bellota el mundo habrá terminado, piensa Abimael con amarga ironía.

Con el buen gusto del helado en la boca trepa Frakkastigur arriba. La Hallgrimskirja, la catedral luterana que toma el nombre del poeta Hallgrímur Péturson, preside una plaza ajardinada en la que campa la efigie del vikingo noruego Ingólfur Arnarson, tipo imponente armado con un hacha, el que descubrió la bahía de los humos (eso quiere decir Reyjavick por el vapor de agua que surgía de sus aguas termales sulfurosas). Moderna (data de 1986) y austera, destaca por ser el edificio más alto del país y su original y aerodinámica fachada anterior que recuerda a un cohete espacial a punto de despegue. Prefiere el gótico y el románico, pero de esos estilos no hay un solo vestigio en la isla que apuesta por la modernidad arquitectónica. ¿Hay edificios históricos? No los va a encontrar en todo su periplo. La arquitectura histórica es su paisaje.

A las cuatro renace el viento y contra él inicia nuestro personaje la vuelta al hotel ajustándose de nuevo el anorak de Alaska del que se había desprendido en un gesto de optimismo atmosférico. Lamenta no haber comprado ninguna novela de Arnaldur  Indrioason, el escritor que escribe sobre crímenes que jamás sucedieron en la pacífica Islandia. Excepcionalmente en la isla que es país la ficción supera a la realidad. Desiste de ir a ese cinema popular que vio en su paseo por el puerto en donde proyectaban películas sobre la naturaleza islandesa mientras podía tomarse un chocolate caliente o ir a alguno de esos locales que anuncian hora feliz para la cerveza, es decir, multiplicarla por 3 en lugar de por 5. Vuelve al hotel bordeando el mar mientras la ciudad se recoge. Él también lo hace bajo el edredón nórdico de su cama e Islandia se va instalando suavemente en su interior.

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