Una isla, un país. Una isla que es agua

Amanece nublado cuando Abimael Koczinsky abre los ojos a las 7 y 30. Ha dormido mal a causa de la elevada temperatura del radiador alimentado por energía geotérmica. Le entró pereza y no se levantó a apagarlo. Mira por la ventana del hotel mientras se toma un café soluble sin azúcar. El Hyundai de alquiler sigue en su sitio. Se abriga, coge el equipaje, abona la cuenta y entra en el coche bajo una ligera llovizna.

Salir de Reykjavick es más fácil que entrar. Tampoco le cuesta encontrar la carretera de circunvalación por la que rueda 54 kilómetros con un tráfico intenso. La conducción es suave en Islandia. Nadie pulsa la bocina, hace luces al coche de delante ni sobrepasa los límites de velocidad aunque ni se vean radares ni policía de tráfico. En Islandia si llaman a tu puerta a las seis de la madrugada siempre es el lechero.

Hoy va a ser un día de paisajes. Y agua. Si el hombre es un 75 % agua, Islandia debe der ser el 90%. Y fuego. La ruta 35 se eleva ligeramente. El mar ha desaparecido y ante él se extiende una planicie infinita cubierta por una vegetación de tundra y a lo lejos aparecen los perfiles nevados de montañas. La carretera oscura, poco concurrida, serpentea por ese terreno cuyo color está entre el verde apagado y el ocre por la vegetación enana que crece sobre la tierra volcánica. El negro de la tierra, y de las rocas, aparece en el lecho de los numerosos cursos de agua transparente que serpentean por el llano. La carretera bordea el lago Langiökul, que tiene un islote en el medio, y en uno de los miradores se detiene a observar la enorme superficie de agua, las montañas que se recortan detrás y cabañas desperdigadas en los prados en los que pastan las preciadas, por su lana abundante y su carne, ovejas islandesas. Trata de imaginar la vida de estos solitarios islandeses lejos de todo en las interminables noches de 20 horas de invierno, a cuarenta bajo cero.

Sigue camino y se detiene treinta kilómetros más adelante, en un centro de información aislado que también funciona como cafetería. Se sienta a una mesa con un tazón de café con leche y un cruasán. El día sigue gris, el cielo cubierto por una inmensa nube plomiza que no tiene intención de marchar. Dos tipos enormes desayunan en una mesa próxima. Excepcionalmente no ve chinos. Tampoco yanquis en lo que lleva de itinerario.

Sigue viaje por la ruta 35 que da la vuelta completa al lago y asciende suave e inexorablemente hacia las tierras altas de la isla. Podría estar en los Highland de Escocia, pero no encuentra referentes concretos al extraño paisaje telúrico islandés cuya aridez volcánica la suavizan las enormes extensiones de hierba que crece por doquier gracias a la humedad de los ríos y las constantes lluvias. Podría ser Lanzarote si se arrancara toda esa cubierta vegetal que oculta las tierras negras.

Le han dicho que no había árboles y no es del todo cierto. Algunos aparecen en las pequeñas poblaciones por las que pasa, poco más de un puñado de casas dispersas, y otros da la sensación de que han sido replantados en puntos concretos con la esperanza de que se multipliquen y lleguen a formar bosques. Los antiguos abedules autóctonos fueron talados. Pasó como en la isla de Pascua cortaron tantos y cuando se dieron cuenta ya no les quedaba ni uno.

Cuando llega finalmente a Gullfoss nieva de forma racheada por el fuerte viento que sopla. Un camino entablado le lleva desde el centro de visitantes, en donde ha aparcado el vehículo, a los pies de la catarata. El caudaloso río Hvita, de más de un centenar de metros de anchura, se precipita en escalones sucesivos de entre 11 y 21  metros, para luego abismarse por una grieta de 30 metros y encajonarse en un estrecho cañón de altísimas paredes rocosas. El espectáculo del agua cayendo, su estruendo, la nube que levanta, recuerda Foz de Iguaçú en miniatura. Un sendero cordado le permite estremecerse ante la furia de un caudal de agua de 140 metros cúbicos por segundo que en primavera, con el deshielo, alcanza los 2.000. Abimael, paralizado en uno de los miradores por el síndrome de Stendhal, permanece ajeno a la nieve punzante que cae sobre su rostro, hipnotizado por el agua que se desploma y su rugido constante. La naturaleza es dios, piensa, el único dios posible.

Aunque parezca aberrante, las cataratas Gullfoss tenían dueño. Tómas Tómasson y Halldór Halldórsson ostentaban su título de propiedad y la alquilaron a unos inversores extranjeros para que la explotaran produciendo electricidad. De haberse llevado a cabo esa empresa comercial, Gullfoss habría desaparecido convertida en Central Eléctrica y embalse. La inversión fracasó por falta de fondos y Gullfoss pasó a ser propiedad del pueblo islandés. Cualquier día alguien se arrogará la propiedad del sol.

Deja Gullfoss con una fuerte nevada, que no cuaja, que le acompaña en todo el camino hacia su próximo destino: Vik. El hambre le muerde el estómago a las 15:10. En una pequeña población sin nombre encuentra una pizzería que el dueño ah clonado de las que salen en las series americanas. El cocinero luce una gorra de béisbol y tatuajes en los brazos. Pide una margarita y un vaso grande de cerveza Viking. Por un día pagará a precio de oro el alcohol. Tres chicos ocupan el compartimento cercano. Hablan bajo aunque beban cerveza. Son islandeses.

La carretera hacia Vik baja hacia la costa por meandros de asfalto que pasan a veces junto a volcanes extintos tapizados de esa hierba dorada que cubre toda Islandia como si fuera una alfombra. Una luz mágica sobre unas cumbres lejanas nevadas le obliga a detenerse junto al curso fragoroso de un río. ¿Será su cámara capaz de captar lo que siente? La emoción es ajena a la máquina; la emoción es la forma de mirar esa cumbre herida por la luz del sol ausente todo el día. La poesía ya la música es lo que está más cercano a ella.

Treinta kilómetros antes de llegar, donde acaban las tierras altas bruscamente y empiezan las bajas formadas por los mantos de lava de erupciones milenarias, aparece la impresionante cascada Seljalandsfoss de 60 metros de caída. Antiguamente era una escollera y el agua del río Seljalandsa se precipitaba directamente al mar. Un sendero de ceniza volcánica le permite acercarse, primero, mojarse, después, y tener una insólita perspectiva de la cortina de agua desde su parte posterior.

Siguiendo 500 metros el sendero que abandonó Abimail para contemplar la panorámica delantera y trasera de la cascada de  Seljalandsfoss, oculta tras una grieta, la Gljfrafoss tiene un acceso difícil a no ser que quiera chapotear río arriba hasta su caída, y como carece de botas de agua debe limitarse a entreverla a través de esa gigantesca grieta natural de la montaña que la medio oculta.

Atardece y debe llegar a la costera Vik antes de que se haga de noche. La lluvia sucede a la nieve y las rachas de viento soplan con fuerza en cuanto aparece el mar, amenazando con sacarle de la estrecha carretera. Tras ascender a una colina, y bordear un peñasco volcánico, aparece la pequeña Vik a orillas del océano, batida por un viento feroz que casi no le deja salir del coche. Contra los elementos, la cabeza gacha, tirando de la maleta y con la cámara de fotos colgada al cuello, nuestro viajero irrumpe en el Hotel Puffy, a las afueras, tras dejar el Hyundai en el parking. Una vez más el empleado no le pide el pasaporte, porque esto es Islandia,  y Abimael sube a su habitación a descansar y recuperarse de la tensión de la última parte del viaje.

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